Discursos y promesas aumentan frustración y rebelión: FAO

Es la historia un eterno volver a empezar?

Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) Jaques Diofu/ Director general.

Estamos, de hecho, ante la inminencia de lo que podría ser otra gran crisis alimentaria. El índice de precios de los alimentos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, en sus siglas en inglés) volvió a su nivel más alto a finales de 2010. La sequía en Rusia y las restricciones a la exportación adoptadas por el Gobierno –así como las cosechas inferiores a lo esperado en EEUU y Europa, y posteriormente en Australia y en Argentina– fueron los factores desencadenantes de un proceso de aumento vertiginoso de los precios de los productos agrícolas en los mercados internacionales.


Ciertamente, la situación actual es diferente de la de 2007-2008, si bien los fenómenos climáticos recientes podrían reducir significativamente las producciones agrícolas de la próxima temporada. Los aumentos de precios afectan principalmente a los sectores del azúcar y las semillas oleaginosas y menos al de los cereales, que suponen el 46% del consumo mundial de calorías. Las existencias de cereales, que eran de 428 millones de toneladas en 2007-08, son actualmente de 525 millones de toneladas. Sin embargo, se hace gran uso de ellas para responder a la demanda. Además, los precios del petróleo se sitúan en torno a los 90 dólares por barril en lugar de 140 dólares.
El aumento y la volatilidad de los precios continuarán en los próximos años si no se abordan las causas estructurales del desequilibrio del sistema agrícola internacional. Seguimos reaccionando en el plano de los factores coyunturales y, por tanto, gestionando las crisis. Hoy en día, casi mil millones de personas padecen hambre en el mundo.


Tenemos que recordar con firmeza las condiciones de un suministro suficiente de alimentos para una población que no deja de crecer y que necesitará, en el curso de los próximos 40 años, un aumento del 70% de la producción agrícola en el mundo y de un 100% en los países en desarrollo.

Ante todo tenemos presente la cuestión de la inversión: la participación de la agricultura en la ayuda oficial para el desarrollo, que ahora se sitúa en torno al 5%, debería volver al 19% de 1980 y alcanzar los 44.000 millones de dólares por año del nivel inicial, que permitió, en la década de los setenta, evitar la hambruna en Asia y América Latina. Los gastos presupuestarios destinados a la agricultura en países con bajos ingresos y déficit de alimentos representan alrededor del 5% y deberían alcanzar un mínimo del 10%. Por último, la inversión privada nacional y extranjera, cercana a los 140.000 millones de dólares anuales, debería ascender a 200.000 millones de dólares. Estas cifras deben compararse con los gastos anuales en armamento, que se elevan a un billón y medio de dólares.


Otro de los aspectos a destacar es el comercio internacional de productos agrícolas, que no es ni libre ni justo. Los países de la OCDE proporcionan un apoyo equivalente a unos 365.000 millones de dólares anuales a sus agricultores, y las subvenciones y protecciones arancelarias a favor de los biocombustibles provocan que unos 120 millones de toneladas de cereales del consumo humano sean utilizados por el sector del transporte.

Por último, quería hablar de la especulación exacerbada por las medidas de liberalización de los mercados de futuros de productos agrícolas en un contexto de crisis económica y financiera, que han transformado instrumentos de arbitraje del riesgo en productos financieros especulativos que sustituyen a otras inversiones menos rentables.


Por tanto, en un contexto climático marcado por inundaciones y sequías, es necesario poder financiar pequeñas obras de control del agua, medios locales de almacenamiento y carreteras rurales, así como puertos pesqueros y mataderos. Sólo de esta manera será posible dar seguridad a la producción de alimentos y mejorar la productividad y la competitividad de los pequeños agricultores para disminuir los precios al consumo y aumentar los ingresos de las poblaciones rurales, que representan el 70% de los pobres del mundo.


Además, se debe llegar a un consenso en las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio para poner fin a la distorsión de los mercados y a las medidas comerciales restrictivas. Por último, es urgente la introducción de nuevas medidas de transparencia y reglamentación para hacer frente a la especulación en los mercados de futuros de productos agrícolas.

La aplicación de estas políticas a nivel mundial debe basarse en el respeto de los compromisos asumidos por los países desarrollados, especialmente durante las Cumbres del G-8 en Gleneagles y L’Aquila, y del G-20 en Pittsburgh. Los países en desarrollo también deben aumentar la cuota de asignaciones para la agricultura en sus presupuestos nacionales. La gestión de crisis es indispensable y es buena, pero su prevención es mejor. Sin decisiones de naturaleza estructural, a largo plazo, acompañadas por la voluntad política y los recursos financieros necesarios para su aplicación, la inseguridad alimentaria se mantendrá. Ello dará lugar a inestabilidad política en los países y amenazará la paz y la seguridad del mundo. Los discursos y las promesas de las grandes reuniones internacionales, si no van seguidos de hechos, no hacen sino aumentar la frustración y las rebeliones en un planeta que pasará de los 6.900 millones de habitantes actuales a 9.100 millones en 2050.

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