Los Amores de Elenita, entrevista de Paula Mónaco

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Entrevista con Elena Poniatowska

Paula Mónaco Felipe

(La Jornada Semanal, 26 de octubre de 2014).

Elenita, como la llaman miles en México, es también Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor. Nació en Francia, en una familia aristocrática descendiente de la realeza polaca. Cuando ella tenía diez años, su familia huyó de la segunda guerra mundial y así llegó a México con su madre Paula y su hermana Kitzia. Vio la pobreza por primera vez y dice que su vida cambió para siempre. Fue un remolino que explica todo lo que siguió: la historia de una princesa atípica que se volvió reportera en un país machista y clasista. Shadow, su perro, se cuela por debajo de su brazo.

Es enorme, no puede pasar desapercibido pero se mueve con suavidad y así le roba comida del plato. El precioso labrador negro se traga una pasta gratinada y Elena ni se inmuta, es algo que ocurre seguido en su casa. Entonces entra Martina. Ordena con voz firme y el perro sale regañado, directo a su cama en medio de la sala, aunque por la noche duerme en un sillón junto al cuarto de Elena. Vigila sus sueños. 

–¿Siempre tuviste perros?

–Siempre. Acuérdate de que mi abuela fundó la Sociedad Protectora de Animales. Yo viví casi con treinta perros que tenían nombres de óperas: Rigoletto, Norma, Tosca. A la hora del desayuno les hablaba mi abuelita; a cada uno le tocaba: “tú una flauta”, “tú una concha”, “tú un Garibaldi”, “tú una dona”, así, según los gustos de cada perro.

–También has tenido gatos, canarios.

–Sí, pero con los canarios sentí que era un grave error porque yo les quería abrir la jaula y parece que es lo peor que puedes hacer porque los matas, no se saben defender. Cuando conocí a Rosario Ibarra de Piedra vino a la casa varias veces y como veía que los niños eran muy animaleros llevaba de regalo tortuguitas chiquitas, conejos, pollitos que invariablemente se morían o se perdían, porque a las tortuguitas si las dejas un ratito en el pasto para que dizque les dé el sol, regresas y, despacito, pero ya se fueron.

A los veintiún años publicaste tus primeras notas. ¿Por qué empezaste a escribir?

–Empecé antes, en el convento de monjas en Filadelfia. En una revista que se llamaba The Current Literary Coin (El centavo literario corriente), la tengo por allá arriba. Escribía sobre Juana de Arco, sobre Napoleón, sobre qué significa no tener nada qué ponerse; ya ves que las niñas dicen siempre: “Ay, yo no puedo ir porque no tengo ningún vestido.”

–Y luego empezaste a publicar en prensa.

–De un día para otro entré al periódico Excélsior, a la sección de sociales que después Bambi, Ana Cecilia Treviño, que era una periodista muy linda, le quitó eso de “Sociales” y le puso “Sección B” porque le metió entrevistas.

–¿Cómo fue?

–Llegué al Excélsior a ver a un señor que era el jefe de Sociales. Se llamaba Eduardo Correa y me dijo: “Hágale una entrevista a mi sobrina.” En la noche fui con mi mamá a un coctel para el nuevo embajador de Estados Unidos, que se llamaba Francis White. Excélsior era muy progringo; entonces le hice una pequeña entrevista y la publicaron. Entonces me dijo el Correa: “Tráigame otra mañana”, y yo dije: “En la torre, ¿a quién?” Porque de México yo no sabía, de veras nada. Venía de un convento de monjas, sólo sabía que quería hacer algo que no fuera sólo casarme y tener niños o tener una casa y todo muy bonito, la mesa muy bonita y que los roperos olieran a lavanda.

–Pero, ¿por qué quisiste ser periodista? No había muchas mujeres haciéndolo.

–Porque pensé que era fácil. La verdad quise ser médico y fui a la universidad, pero no me revalidaban los estudios del convento. Ahí sí me faltó mucho carácter. Mi papá me dijo: “Mejor secretaria ejecutiva en tres idiomas”, y lo hice, pero era muy mala. Me pusieron de telefonista, tenía una voz súper aguda y entonces decía: “Laboratorios Internacionales Insa” y todos han de haber pensado: “¿Por qué nos contesta esta rata que se está ahogando ahí?” Estuve tres meses y no me agarraba, no me decía nada lo que estaba haciendo.

Ser periodista me empezó a interesar porque me empezó a interesar conocer México. Yo había vivido aquí una vida muy francesa. Montaba a caballo en el Club Hípico Francés; iba al golf; mis amigas eran de las scouts de Francia y luego eran del liceo Franco-Mexicano, entonces todo era puro francés y más francés y todo el rato francés.

A mí me daba muchísima curiosidad lo que decían las muchachas. ¿Cómo eran sus vidas? ¿Cómo eran sus novios? ¡Sus condiciones eran tan distintas a las mías! Me daba risa que una se metía al tinaco, se tallaba con un zacate y entonces el agua les llegaba toda sucia abajo a los patrones. Eso se me hacía muy chistoso. Me solidarizaba mucho con eso.

–¿Y luego?

–Se volvió una rutina. Yo hice una cosa malísima, te voy a decir –bueno, yo siempre estoy diciendo las cosas malísimas que hice–, porque debí dejar el periodismo pero nunca lo he dejado. En cierto momento me agarró lo que se llama “el maquinazo” que es hacerlo a güevo, diario, en vez de probar otra cosa, decir: “Me voy a amarrar las manos y a leer más”, o me voy a lanzar a otra cosa. Ahora me digo: “Tú te lo buscaste, escribes porque escribes.” Ya no puedo cambiar de oficio.

¿Por qué seguiste en ese ritmo?

–Por coyona, porque no sé decir que no. Te piden: “¿Por qué no me ayuda a dar a conocer a mi hijo? ¿Por qué no le hace una entrevista a mi tía que tiene años escribiendo o bailando?”, así. Yo me sentía comprometida con todo el mundo porque tengo un grado de ingenuidad y creo que todo lo que me dicen es la verdad, y que todo lo que me piden es de vida o muerte. Entonces tienes que acceder, acceder, acceder.

La Poni, como también la llaman muchísimas personas, es la primera mujer que ganó el Premio Nacional de Periodismo en México (1979). Un año antes le otorgaron el Premio Xavier Villaurrutia por su libro La noche de Tlatelolco, pero lo rechazó preguntando: “¿Quién va a premiar a los muertos?”. Ferrocarrileros, mujeres pobres, costureras, indígenas, artistas, víctimas de represión, mujeres olvidadas y activistas políticos son los protagonistas de sus textos.

–Escribes sobre personas destacadas y poderosas pero también sobre marginados y olvidados. ¿Por qué?

–Lo de los marginados apenas me lo permitieron. En Excélsior, cuando inicié, no se podía hablar de pobreza ni de miseria, se decía que denigrabas a México, que estabas haciendo casi un trabajo antipatriótico. Yo decía: “¿Pero cómo? ¡Si es para mí lo más inesperado, es muchísimo más creativo!” Porque podía prever lo que iban a decir las gentes de determinada clase social a la que yo pertenecía, pero no podía prever a un personaje como Jesusa Palancares (mujer pobre que se sumó a la Revolución, protagonista de Hasta no verte Jesús mío).

–Dices que querías conocer México. ¿Algo en particular?

–A mí me impresionaba y me sigue impresionando la gente. La lucha que hacían; la gente que espera el camión, la gente que no te mira en el Metro o te mira de reojo. De todo ese mundo yo quería conocer, la gente común, porque finalmente todos somos gente común.

–Pero antes la gente común no era noticia, fueron incluyéndola con el trabajo de personas como tú.

–No era noticia y era rechazada. Te decían: “¿Para qué quiere usted entristecer a los lectores?” Yo me salí de Novedades porque me dijeron: “Vuelta a la normalidad, usted ya no puede publicar un solo artículo sobre el ’68 o sobre el terremoto.” Por eso entré a La Jornada cuando se fundó.

–La represión de 1968 y el terremoto de 1985 marcaron tu carrera. ¿Cómo te involucraste en esos temas?

–En el ’68 tuvo mucho que ver Guillermo Haro (su exesposo), porque era director de Astrofísica en la UNAM. Y en 1985 empecé haciendo todo lo que hacen los ciudadanos: hervir agua, llevar agua y sándwiches, enterarme de que la gente conserva miles de medicinas caducas y manda hasta pelucas y camisones peek-a-boo, vacían sus clósets de pieles viejas, cosas increíbles. Una noche acompañé a los damnificados, hicimos una fogata y empezaron a ponerse los camisones y las pieles para bailar. Era ridículo, parecía película italiana. Me acuerdo la risa que nos dio. Empecé a hacer labor social y además me llevé a Felipe y a Paula (dos de sus tres hijos).

–Mucho se dice en la teoría que el periodista debe tomar distancia: llegar, registrar y reportar. ¿Qué piensas?

–Yo no tengo la menor distancia, no sé qué es eso. Tengo mucha capacidad de recortar al prójimo pero nunca he tenido ni tantita distancia.

–¿Y es buena o no esa distancia?

–No te puedo decir más que lo que a mí me ha pasado y no tengo ninguna distancia, soy superapasionada. No soy objetiva, como siempre dicen.

–En tu vida, ¿qué ha significado esa imposibilidad de tomar distancia?

–Es un desgaste muy grande. Dejas parte de tus bofes, como dicen, dejas tus entrañas, porque en el periodismo todo lo vuelves parte de tu vida. Fíjate que tuve muchas oportunidades. Por ejemplo, Raúl Velasco era periodista del Novedades y no sabes la cantidad de faltas de ortografía que tenía. Entonces yo lo corregía, aunque a él le entraba por una oreja y le salía por la otra. Pero a raíz de eso dijo: “Es una buena cuata” y me invitó a su programa de televisión Siempre en domingo, que tenía mucho éxito. Me invitó a ser hostess, anfitriona, la que recibía a la gente. Dije: “¿Yo qué voy a hacer ahí?” Porque era cosa de presentarse peinada, maquillada, con un vestido largo, strapless, todo eso. ¡Puaaaj! Y no lo hice.

Todo ese tipo de cosas que luego me ofrecieron siempre decía yo que no. A lo que he sido más fiel ha sido finalmente a las causas sociales, siento que tengo con ellas una obligación moral que nunca he tenido con ninguna otra cosa.

Atiende el teléfono cada vez que suena y su número está en el directorio. La sala de su casa parece consultorio médico porque no niega entrevistas y así desfilan desde afamados a nóveles reporteros. Su agenda nunca tiene páginas en blanco; corre de un lado al otro junto a su chofer, Conrado. Aunque los médicos le han recetado reposo por problemas cardíacos, la palabra descanso parece no existir para ella. Corazón desobediente de ochenta y dos años, asiste a cada lugar a donde la invitan y no abandona las causas que ha respaldado a lo largo de su vida, sobre todo de izquierda y el feminismo.

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–¿Por qué te has sumado a un montón de causas?

–Mane, mi primer hijo, me cambió la vida; a él le debo lo que soy. Su nacimiento me marcó para estar del lado que nada tiene que ver con los triunfos. A partir de Mane supe lo que significa estar del otro lado de la barrera.

–¿Qué te conmueve?

–Me conmueve mucho la indefensión de la gente, el hecho de que unos tengan todas las oportunidades y otros ninguna. Por ejemplo, que Martina (quien la cuida y atiende) no tenga más oportunidades siendo más inteligente que la mayoría de los pinches políticos mexicanos, porque tiene mucho más sentido de las cosas y de la realidad que ellos. Me conmueve que unos tengan todo y otros no tengan nada.

–¿Qué piensas sobre el lugar de los intelectuales en la sociedad?

–Recuerdo que hacían conferencias sobre el intelectual en su torre de marfil, sin salir, dedicándose a su gran obra. Yo creo que en América Latina eso no funciona, porque la realidad es tan fuerte que te avasalla, entra a tu casa y no puedes estar aquí escribiendo versos o lo que se te antoje si afuera se está derrumbando un país.

–¿Por qué te sumaste a la causa que lidera López Obrador?

–Porque vino López Obrador y se sentó ahí en 2004. Me dijo que le ayudara a lo del desafuero. “¿Pero por qué yo? ¡Yo no sé ni dirigir mi casa!” Empecé a ir y entró Chaneca Maldonado, entonces hicimos muchas cosas juntas porque ella es muy dinámica y super organizada. Yo la miraba con mucha admiración. Luego ya hubo reuniones y los mítines en el Zócalo que me emocionaron muchísimo. Yo nunca había estado en contacto así con la gente, yo le entendía a López Obrador. Lo que no me gustaba nada es que hacía esperar.

–Y esa militancia, ¿te ha traído consecuencias?

–Sí, un montonal, un montonal de rechazo y problemas personales. Una vez me chocaron el coche. Me hablaban por teléfono y nunca me bajaban de “puta vieja, puta vieja”. Una noche sonó el teléfono y una voz muy amistosa me dijo: “Elenita, hay un hombre en su jardín, tenga usted cuidado.” Entonces prendí todas las luces. Me puse la bata. Abrí todas las puertas, hasta la de calle, y no había nadie. Esa noche me senté en la calle y lloré. Sentí que había una ola de rechazo y de odio muy grande. 

–¿Mucha gente se alejó de ti?

–Sobre todo mucha gente del poder y de mi medio social. Consideran que me pasé de un lado que para ellos es casi una traición.

–¿Y por qué has seguido de ese lado?

–Voy a seguir hasta que me muera, ya no puedo dar vuelta atrás. Porque es algo que escogí y es algo que tiene que ver con el amor; es algo que yo amo.

Elena es confiada y amiguera. Vive derrochando los que llama “abrazos rompecostillas”. Cuando regala un libro, escribe dedicatorias amorosas y decoradas. Dibuja flores, corazones y hasta colorea. Tanto en la calle como en eventos a los que asiste, los lectores se arremolinan y le cuentan sus pesares. Es capaz de firmar mil ejemplares si no llega alguien para obligarla a decir basta.

–¿Qué parte disfrutas más del periodismo: hacer tus textos o verlos publicados para que lleguen a otra gente?

–A mí me gusta muchísimo hacerlo. Y claro, fíjate que publicar es una parte del periodismo muy gratificante, y no sucede con los libros, porque el libro lo haces y no sabes qué te van a decir, mientras que en el periódico es inmediato el gusto o que te digan qué porquería. Pero también el periodismo es tremendo, porque nunca sabes cómo te van a tratar, si van a cambiar la cabeza que tú pones, si te van a publicar en la página 18 o en la 35. Si te publican en primera es una enorme sorpresa y ese día te sientes la achichornia, ¡qué padre! Además crees que otros se fijan en lo que tú haces, aunque a veces ni se enteran porque ahora lo que funciona es la televisión. A mí me dicen mil veces más: “te vi en la tele” que “leí tu libro”.

–El sentido común indica que el periodista está un escalón o varios por debajo del escritor. ¿Tú qué crees y cómo te defines?

–Si eso dicen los críticos han de tener alguna razón, pero yo nunca voy a dejar de ser periodista porque es mi oficio. Nunca digo que soy escritora para que no se vayan a enfurecer todos, pero personalmente no le veo tantísima diferencia. Dicen que el periodista finalmente está repitiendo lo que dicen los demás, que no es un inventor, no es un creador, pero cuando estás haciendo un libro tampoco uno es tan tremendamente original. Escribe uno a partir de la abuelita, la tía Cuquita, lo que se ve en la esquina o leíste en los periódicos; te nutres con la vida de todos los días a menos que seas ET, un personaje de Marte.

–¿Han sido tiranos contigo los escritores, el medio de los intelectuales?

–Siempre me consideraron una pinche periodista.

Y llegó el día en que la “pinche periodista” recibió el Premio Cervantes, la mayor distinción en las letras hispanas (23/04/2014).

Fue la cuarta mujer de la historia en conseguirlo y en su discurso dijo ser una especie de Sancho Panza. Habló de mujeres olvidadas, ninguneadas, asesinadas.

La acompañaron sus hijos, su nuera, su yerno y sus nietos. Peleó para que los dejaran asistir a todos. Enfundada en un huipil mexicanísimo, recibió la figura metálica que ahora adorna su sala entre plantas, libros, fotos y artesanías.

–Has recibido muchos premios y doctorados honoris causa, ¿cómo te sentiste con el Cervantes?

–Fue muy sorpresivo porque en primer lugar me avisó el ministro de Cultura pero todo el tiempo yo creí que me estaba hablando Winston Manrique, el director del suplemento cultural [del diario El País], porque había muerto Doris Lessing y me pidió un artículo. Creí que le había faltado un párrafo, entonces estaba todo el tiempo diciendo “Winston, Winston”, hasta que se enojó el ministro y gritó: “¡No soy Winston y es la tercera vez que le digo que usted se sacó el Premio Cervantes!” Como diciendo: “Esta vieja no entiende nada.”

Era muy temprano en la mañana y le dije a Martina: “Me saqué un premio.” Al rato, cuando llegaron los periodistas de veras entendí y me dio gusto. Lo dan los miembros de las academias de América Latina y España. Yo creo que las mujeres hicieron inclinar la balanza a mi favor porque había candidatos superimportantes que además son mis amigos. Estaban Eduardo Galeano, Fernando del Paso, Sergio Ramírez y algún otro que se me va.

–¿Eso se puede decir?

–Sí, tú puedes decir lo que quieras. Yo estaba sorprendidísima de que me lo dieran a mí.

–¿Qué ha representado para ti recibir ese premio en este momento, a tus ochenta y dos años?

–Mi primer pensamiento fue que era muy importante para mis hijos. Pensé: van a darse cuenta de que valió la pena esta vida atornillada frente a una máquina de escribir primero y una computadora después. Porque Paula dice que a ella la arrulló el sonido de la máquina de escribir y Felipe, cuando le dijeron que hiciera un retrato de su mamá, pintó una máquina de escribir. A mí me dolió muchísimo, pero luego una mamá me consoló y me dijo: “¿Sabes a mí qué me hizo mi hija? Pintó un gran espejo y enfrente un monito y me dijo que yo era ese monito.” Entonces dije bueno, salí mejor parada.

El premio fue como justificar frente a mis hijos que yo los dormía muy temprano, que “al arrurrú niño, al arrurrú niño, pico de coral, brr brrr, ya duérmanse”, todavía hacía luz y ya había cerrado las cortinas del cuarto para escribir.

–¿De verdad no esperabas que te lo dieran?

 –No. De veras no entendía que era el Cervantes, porque es cierto que el periodismo sí te enseña humildad: te hacen esperar para darte la entrevista, te dicen que sí pero no, y cuando llega el artículo al periódico nunca sabes qué trato le van a dar. Si lo van a poner hasta la última página, si te van a decir no hubo espacio, le cortamos la mitad, si lo van a dividir en tres partes o no se qué. Estás a merced de otros y es una lección de humildad. Además, nunca he sido una gente que digas cuánta seguridad; nunca he podido decir las dos palabras que oigo que dicen todos “mi obra, ay mi obra, mi obra”. Nunca he podido decir eso porque pienso “qué vergüenza”.

–Muchos escritores sueñan con ganarse el Nobel. ¿Y tú?

–Tengo ochenta y dos años, siento que, como dicen, ya estuvo bueno. ¿Crees que sí sueñan?

–Algunos tienen ansias de premios, ¿para ti son importantes?

–No. Ya tuve un premio muy importante, ahora pienso en algo que no pensaba antes: la muerte. En que me tengo que apurar, que me queda muy poco tiempo. Pienso en la salud, en no caerme en la escalera, en abotonarme tantos botones para que no me dé gripa. Pienso en la vejez y sobre todo en la muerte; no pensaba en eso antes de sacarme el Cervantes.

–Es el premio más importante en la literatura hispanoamericana. ¿Te felicitó el gobierno?

–Mandó un tuit Peña Nieto. Sólo eso.

–¿Te sentiste agraviada, te importó?

–Repetí en mi cabeza algo que decían; que la cultura debe estar por encima de la política. No me dolió, estuve muy contenta.

–De lo que has hecho en tu vida, ¿qué te ha gustado más?

–Me dio mucho gusto Mane chiquito, Felipe chiquito, Paula chiquita. Me dio mucho gusto mi mamá. ¿Tu mamá fue tu abuela, verdad? ¿Y sí la sientes como mamá?

Elena voltea los roles a cada rato porque no puede evitar hacer preguntas. Arranca con una y ya no puedes frenarla. Bombardea con dudas que siempre hacen de la entrevista una conversación entretenida. Hace las mejores y más difíciles preguntas. Sabe escuchar.

–Volvamos a ti. ¿Tus hijos te cambiaron mucho la vida?

–Sí, porque los hijos te enseñan una serie de cosas que tú ni sospechabas. Te llevan de la mano a cosas que tú dices: “¡Híjole! ¿Qué es esto?”

–¿Qué te gusta de tu vida, qué te ha gustado? ¿A quiénes o a qué has amado?

 –Me gusta mucho la gente con quien me relaciono, la que amo. Amo mucho a mis hijos, a mis nietos y por ejemplo a mí me enriquecen muchísimo Jesu y Lili [Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe]. Me marcó muchísimo el amar a mi mamá pero en los últimos años de su vida, que yo pude hacerla feliz, le escatimé por estar duro y dale frente a la máquina de escribir, es algo de lo que me culpabilicé muchísimo. También fue importante Guillermo Haro; su rigor científico, su amor a México. Me marcó muchísimo el dibujante Alberto Beltrán porque me jaló hacia la gente, me abrió la puerta a un México que ni sospechaba. Marta Lamas los domingos me invita al cine y pienso: “Qué buena gente, invita una viejita al cine.” También en general cuando voy a dar una conferencia percibo el cariño de la gente porque vienen y me regalan una manzana, una bolsa de pan, cosas así.

–¿Te sientes querida?

–Me siento querida. Ahora en Xalapa hubo como ochocientas personas y las que se quedaron afuera gritaban: “¡Elena, Elena!” Eso se lo atribuyo mucho quizás a La noche de Tlatelolco, pienso que es por eso pero no sé. Es algo que agradezco mucho.

–Se te considera una periodista y escritora exitosa. ¿Eso para ti es importante?

–Yo no vivo en función de cómo me ven, porque estaría muy preocupada de salir a la calle vestida de determinado modo y soy una persona que sale, hasta Martina me dice “¡Cómo se va a ir así! Le van a decir…” Que digan lo que digan. Ahorita lo que me preocupa es vivir los suficientes años,ver crecidos a mis nietos y no enfermarme. Lo que tú no puedes hacer a mi edad es estorbar o impedir que la vida de otros siga su curso. ¿O qué piensas?

–Creo que no te debe preocupar eso de estorbar, más bien tendrías que pensar en pasarla bien y estar con tus nietos.

–Sí, pero fíjate que yo no tengo mucha facilidad para pensar en pasarla bien o en buscar lo mejor para mí, nunca he sido así y eso es malo. Buscar ser feliz o buscar comer riquísimo, creo que me he negado por la educación, la formación, los complejos, la culpabilidad. Eso ya no me lo quité, ya es demasiado tarde pero también una tiene muchas cosas. ¿Verdad que una está hecha de muchos pedacitos?

 (Publicado en La Jornada en el Suplemento La Jornada Semanal, 26 de octubre de 2014.