Pérdida de confianza en el orden actual

 

Esos excepcionales economistas son óptimos haciendo análisis pero mudos presentando salidas a la crisis actual. Tal vez, como insinúan, por estar convencidos de que la solución a la economía no está en la economía sino en rehacer las relaciones sociales destruidas por la economía de mercado, especialmente la especulativa. Esta no tiene compasión y está desprovista de cualquier proyecto de mundo, de sociedad y de política. Su propósito es acumular al máximo y para eso tiene que someter estados, quebrar legislaciones, flexibilizar leyes de trabajo, y fundar economías nacionales, obligando a los países en crisis a privatizar todo lo que es vendible, lanzando al pueblo a pobreza y la desesperación.

Para los especuladores, también en Brasil, el dinero sirve para producir más dinero y no para producir más bienes para quien los necesita. Aquí, el gobierno tiene que pagar más de cien mil millones dólares anuales por los préstamos adquiridos, mientras solamente dedica cerca sesenta mil millones a los proyectos sociales. Esta disparidad resulta éticamente perversa, consecuencia del tipo de sociedad que está obligada a mantener, que coloca como eje estructurador central a la economía y hace una mercancía de todo, hasta de los bienes comunes necesarios para la vida, como el agua, las semillas, el aire y los suelos.

No son pocos quienes sostienen la tesis de que estamos en un momento dramático de descomposición de los lazos sociales. Alain Touraine habla incluso de fase pos-social en lugar de pos-industrial.

Esta descomposición social se revela por polarizaciones o por lógicas en oposición radical: la lógica del capital productivo, cerca de 60 billones dólares/año, y la del capital especulativo, cerca de 600 billones de dólares bajo la égida del greed is good (la codicia es buena). La lógica de los que defienden el mayor lucro posible y la de los que luchan por los derechos de la vida, de la humanidad y de la Tierra. La lógica del individualismo que destruye la «casa común», aumentando el número de los que ya no quieren convivir más, y la lógica de la solidaridad social a partir de los más vulnerables. La lógica de las élites que hacen los cambios intrasistema y se apropian de los beneficios, y la lógica de los asalariados, amenazados de desempleo y sin capacidad de intervención. La lógica de la aceleración del crecimiento material (Brasil) y la de los límites de cada ecosistema y de la propia Tierra.

Existe una desconfianza generalizada de que del sistema imperante pueda venir algo bueno para la humanidad. Vamos de mal en peor en todo lo que se refiere a la vida y a la naturaleza. El futuro depende del caudal de confianza que los pueblos tienen en sus capacidades y en las auténticas posibilidades de la realidad. Y esta confianza está menguando día a día.

Nos estamos enfrentando a este dilema: o dejamos que las cosas sigan así como están y entonces nos hundiremos en una crisis terminal o nos empeñamos en la gestación de una nueva vida social que sostendrá otro tipo de civilización. Los vínculos sociales nuevos no se derivarán de la técnica ni de la política actuales, despegadas de la naturaleza y de una relación de sinergia con la Tierra. Nacerán de un consenso mínimo entre los humanos, que debe ser construido en torno al reconocimiento y respeto de los derechos de la vida, de cada sujeto social, de la humanidad y de la Tierra, considerada como Gaia y nuestra Madre común. A esta nueva vida social deben servir la técnica, la política, las instituciones y los valores del pasado. Vengo pensando y escribiendo sobre estas cosas desde hace por lo menos veinte años. Pero ¿quién escucha? Es voz perdida en el desierto. «Clamé y salvé mi alma» (clamavi et salvavi animam meam, diría desolado Marx).

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