Seguridad: el desastre planeado

militarización

El gobierno de Peña Nieto es incapaz de garantizar el libre ejercicio de los derechos más elementales de la población. Peña ya empató en número de asesinados con Calderón. Pero ¿cómo llegamos aquí y cuáles pueden ser las vías para no seguir cayendo en el despeñadero? Las respuestas las tiene la sociedad. Se requiere construir consensos y propuestas que permitan detener la violencia, recuperar el presente y asegurar el futuro.

Presentación

Regeneración abre hoy un espacio de información, difusión y debate sobre el estado y las perspectivas de la seguridad pública en nuestro país. En entregas sucesivas y bajo el rubro de “Seguridad: el desastre planeado”, partiremos de una revisión del Programa Nacional de Seguridad Pública 2014-2018 (en adelante, PNSP o el Programa), eje conductor de la política de seguridad del actual gobierno. Revisaremos sus planteamientos y postulados, sus objetivos, acciones y, sobre todo, sus resultados particulares. La realidad ya la sufrimos todos: el desastre; un desastre planeado.

El gobierno de Peña Nieto –y una abrumadora mayoría de los gobiernos estatales y municipales con él– es incapaz de cumplir con los mandatos constitucionales y legales de garantizar el libre ejercicio de los derechos más elementales de la población. Ante ello, es impostergable la efectiva intervención de la sociedad en los asuntos de seguridad del país, no sólo como convocada casi de piedra a consultas en el vacío y menos con “representaciones” de la sociedad civil construidas ah-hoc para la simulación. En ese camino, nos proponemos dilucidar ¿cómo llegamos aquí y cuáles pueden ser las vías para no seguir cayendo en el despeñadero? Las respuestas las tiene la sociedad. Construyamos consensos y propuestas que nos permitan detener la violencia, recuperar el presente y asegurar el futuro.

Seguridad: el desastre planeado

  • Empata Peña a Calderón en homicidios. La misma Iniciativa Mérida, peores resultados.
  • Planeación desastrosa, desorden, simulación, corrupción e impunidad se expresan en los 2,020 homicidios contados este marzo, muy cerca de los 2,038 del peor mes del gobierno de Calderón.

por: Pablo Hernán Figueres

Programa Nacional de Seguridad Pública, 2014-2018: planear para la simulación y el fracaso

Al inicio del gobierno de Enrique Peña Nieto, la situación de la seguridad pública en nuestro país era infame. Parecía que no podríamos estar peor. La “guerra contra las drogas” calderonista –iniciada en realidad desde el primer gobierno del PAN– tenía al país en una espiral de violencia inaudita en la que aparecían continuamente las fuerzas públicas. A la par, impunidad y corrupción crecientes en todos los poderes y órdenes de gobierno.

El reclamo callejero, la movilización organizada, la opinión pública, la academia, partidos, empresarios, organismos de Derechos Humanos, tanto nacionales como internacionales, exigían al nuevo gobierno una intervención efectiva, consensada, integral, para modificar la ruta seguida. Frente a ello, algunas señales comenzaron a dibujar la posibilidad de que el Ejecutivo Federal tomaba nota de la evidencia e iniciaba un camino un tanto distinto al del sexenio anterior.

Recordemos que el presidente del “millón de empleos” inició su gestión con una guerra sin sentido. A días de tomar posesión al cargo, Felipe Calderón lanzó a las fuerzas armadas a las calles, primero en Michoacán, luego en otros cinco estados y luego por doquier. No es posible llevar a cabo una planeación adecuada de una operación de esa magnitud en tan poco tiempo. Viendo sus resultados y a sus únicos beneficiarios, no cabe duda de que esta “política pública” fue parte de las imposiciones del gobierno de los EEUU a cambio de “legitimar” a Felipe Calderón y darle su reconocimiento. En 2008, con la Iniciativa Mérida, se acelera la intervención directa del sistema de seguridad nacional norteamericano en la política y las instituciones de seguridad mexicanas. Pero antes, cuando menos desde 2006, nuestro buen vecino repartió a diestra y siniestra a los cárteles de drogas miles de armas de asalto, es decir, propias para el combate. Bien pertrechada la maquinaria delictiva y escalada la violencia, el gobierno mexicano recibió ayuda en forma de helicópteros, armas, equipos y capacitación para las fuerzas del “orden”, por un monto que hacia 2010 no llegaba a los 1,600 millones de dólares. Lo anterior podría sonar a “conspiracionismo” o a guión de un mal capítulo de Jack Bauer, pero ante las evidencias públicas, ha sido reconocido como cierto por el gobierno norteamericano: las operaciones encubiertas bajo el nombre de película de machos pendencieros: “Rápido y furioso”. Lo grave del cinismo es que sus consecuencias las seguimos sufriendo. Y empeoran.

Con el inicio del nuevo gobierno y a pesar de la represión desatada el 1º de diciembre de 2012 –signo ominoso de lo que vino después–, hubo algunas señales que parecían buenas noticias: el hecho de que el Programa Nacional de Desarrollo 2013-2018, del que derivan todos los programas gubernamentales, ponga como primer objetivo a cumplir el de mejorar las condiciones de seguridad pública con énfasis en el respeto y protección de los DDHH, y el inicio de un proceso de consulta ciudadana para el diseño del Programa Nacional respectivo. Cuando menos, parecía que se abría un espacio de análisis y evaluación de los graves problemas de inseguridad y violencia en el país.

Sin embargo, pronto aparecieron los asegunes. Primero, desaparece la Secretaría de Seguridad Pública para adscribir sus funciones a la de Gobernación, que las ejerce por medio de un Comisionado Nacional. De entrada, se regresa a un modelo que concentra funciones políticas y represivas en un sólo actor, lo que es peligroso en un contexto de debilidad estructural de las instituciones, corrupción, impunidad y una tradición autoritaria del ejercicio del poder. Michoacán, las autodefensas y Manuel Mireles lo confirman cabalmente.

Por otra parte, el proceso administrativo de fusionar dos secretarías de Estado afectó el curso de los trabajos. Las diferencias entre equipos, cada vez más evidentes públicamente, culminaron con la salida del primer Comisionado Nacional de Seguridad, el Dr. Manuel Mondragón. Es sustituido por Monte Alejandro Rubido, quien fuera Subsecretario de Prevención del Delito de la extinta SSP y Secretario Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), ambos cargos durante el gobierno de Calderón –además de ex colaborador de Emilio Chuyafett. En su gestión, se concluye la integración del Programa Nacional de Seguridad Pública que resulta parcial, impreciso, reiterativo y superficial, por decir lo menos.

¿Qué fue de esa consulta ciudadana a la que convocó el Secretario de Gobernación; cuáles fueron las propuestas presentadas por los expertos y académicos, por los empresarios, las organizaciones de la sociedad civil? Se abrió, incluso, un portal público en internet, que hoy no hay manera de encontrar.

Lo que sí es claro al analizar el Programa, publicado en abril de 2014, es que su prioridad explícita, la de “abatir los delitos que más afectan a la ciudadanía mediante la prevención del delito y la transformación institucional de las fuerzas de seguridad”, fue sólo un enunciado, como lo fueron los propósitos declarados de “disminuir los factores de riesgo asociados a la criminalidad, fortalecer el tejido social y las condiciones de vida para inhibir las causas del delito y la violencia, así como construir policías profesionales, un Nuevo Sistema de Justicia Penal y un sistema efectivo de reinserción social de los delincuentes.”

El saldo hasta hoy es negativo por partida doble o triple. Prácticamente ningún indicador de incidencia delictiva ha mejorado y, menos, los relativos a los delitos de mayor impacto. Por el contrario, van en aumento, incluso aquéllos en los que se había registrado algún descenso. Los homicidios, por ejemplo, llegaron en marzo de este año a 2,020 casos, casi igual al peor mes del peor año del sexenio anterior, junio de 2011, cuando se registraron 2,038 casos. Los robos de vehículo repuntan desde el año pasado y en febrero llegaron a los niveles de 2008., con el estado de México, nuevamente, a la cabeza.

Por añadidura, un buen número de expertos, desde la academia y organizaciones sociales e incluso de organismos internacionales especializados, han señalado no sólo deficiencias de registro, sistematización y medición de los datos oficiales, sino comportamientos estadísticos que sugieren intervenciones deliberadas para modificar tendencias, como la reclasificación de un delito, por ejemplo, de doloso a culposo, aún en delitos considerados de baja cifra negra como el homicidio. (ver, por ejemplo, las ponencias presentadas en el Foro Internacional de Evaluación de Estadísticas Delictivas, convocado por la Embajada Británica y la organización México Evalúa en marzo pasado.

Salvo el Nuevo Sistema de Justicia Penal, cuya operación mal que bien ha iniciado ya en el país, nada de lo propuesto tiene visos siquiera de ser alcanzado. Por cierto, es notoria la falta de comprensión no sólo de los problemas, sino del papel de los actores relacionados con la seguridad pública del país. Habiendo un Programa Nacional de Procuración de Justicia, es claro que éste debiera regir el desarrollo del modelo acusatorio y el de seguridad pública supeditarse a lo que éste exige de las policías. Es claro que el sistema de justicia está íntimamente vinculado con la seguridad pública, pero la distribución de atribuciones y responsabilidades entre ambos programas es, cuando menos, confusa. Abundaremos en ello más adelante.

El problema no sólo es el incumplimiento de objetivos o de confusión de funciones y atribuciones entre dependencias y poderes. El Programa es un muestrario de incongruencias, enunciados reiterados una y otra vez pero sin sustento, ni en el diagnóstico ni en acciones concretas. Está estructurado en seis objetivos generales, unas cien estrategias y más de 400 “líneas de acción”; sólo trece indicadores. Las estrategias y líneas de acción, que debieran ser evaluadas para dar cuenta de lo que concretamente se propuso hacer no cuentan con metas, ni indicadores ni, mucho menos, permiten saber si contribuyeron en algo o no.

Pero no es todo. Por ejemplo, para el primer objetivo, “1. Consolidar una coordinación efectiva para el diseño, implementación y evaluación de la política de seguridad pública.”, el indicador es: “Número total de reuniones regionales de los titulares de las dependencias de seguridad del Gobierno de la República con los gobiernos de las entidades federativas.” Increíble. Pero además interpreta el indicador de formas distintas, según se trate, por ejemplo, del informe del Programa o el 4º Informe de Gobierno, correspondientes ambos a 2016. Para uno reportan las reuniones de cada año y en otro el acumulado. De cualquier manera el número de reuniones anuales se redujo a la tercera parte. En futuras entregas abordaremos con mayor detalle los asuntos relacionados con el diseño en general y la evaluación, en particular, de este Programa, factores que contribuyen a explicar la situación actual de agravamiento de la violencia, la impunidad y la corrupción.

Ante ello, en las siguientes entregas analizaremos el Programa para dar cuenta de la estrecha relación entre una planeación basada en ocurrencias y en la negación de la realidad, y la grave situación en la que nos encontramos. Y reiteramos: abrimos este espacio a la información y al análisis; a la propuesta, la discusión y el debate, para contribuir al diseño de un política de seguridad integral, de Estado, en la que participe directa y decisivamente la sociedad organizada.