Acteal: “Nos escondimos pero los niños lloraban y nos descubrieron”

-Los agresores remataron a quienes aún se movían, recuerda Pedro, quien entonces era un niño

Por Jesús Ramírez Cuevas*

El testimonio de los sobrevivientes de la matanza de Acteal sigue siendo clave para conocer qué ocurrió ese 22 de diciembre de 1997 en aquel paraje del municipio de Chenalhó, Chiapas.

El relato de los sobrevivientes, entrevistados pocas horas después del asesinato de 45 indígenas, permitió reconstruir los hechos. Buena parte de estos relatos son inéditos.

El ataque fue perpetrado por 60 o 90 hombres armados que dispararon contra 350 indígenas indefensos de Las Abejas, que rezaban por la paz, en un claro cercano a la carretera.

La mañana del 22, los agresores salieron desde Los Chorros (escoltados por la policía), Puebla, Chimix (en vehículo del municipio), Quextic, Pechiquil y Canolal; algunos caminaron por la montaña para llegar a Acteal.

Divididos en grupos, rodearon el lugar desde las partes altas y dispararon desde varios flancos.

Cerca de las 10 y media de la mañana, los refugiados oyeron gran cantidad de disparos desde varias direcciones. Primero se escuchaban las detonaciones en los alrededores, luego se fueron acercando.

Con los rastros de sangre en su ropa, el hermano del catequista Alonso Vázquez –asesinado ese día– contó:

“Estábamos rezando a un lado de la ermita. Teníamos dos días de ayuno y oración por la paz. Como a las 10 y media de la mañana comenzaron los disparos. Primero se escucharon a lo lejos. Después se oyeron en los alrededores, hasta que los empezamos a sentir. Todos corrimos a escondernos más abajito, en un pequeño barranco donde nace el arroyo.

“Se miraba cómo pasaban los tiros; levantaban la tierra donde pegaban”, dice llorando. “Pasaron varias horas y por miedo nos quedamos ahí esperando. Los disparos seguían y todos los niños lloraban. Cuando los agresores se acercaron a la ermita nos escucharon y descubrieron que estábamos ahí escondidos. Llegaron adonde estábamos y empezaron a disparar de cerca a hombres, mujeres y niños. Todos gritaban, fue algo espantoso. Mataron a muchos, otros corrieron cañada abajo. Éramos como 200 amontonados en la barranca. Ahí murió mi papá, mi mamá, mi hermana y mi cuñada”.

 Pedro, entonces un niño de mirada impresionante, contó entre sollozos queél vio a los asesinos: “Estaban disparando desde la ermita y abajo de ella. Se veía la lluvia de las balas que pasaban sobre nosotros. Al ver cómo caían cerca de mí me escondí entre la maleza. Ahí me quedé hasta la noche. Después regresó un grupo de los mismos agresores a revisar a los que quedaron tirados. A los que se movían aún o se quejaban, los remataron con bala o les machacaron la cabeza con una piedra. Un niño se salvó porque se escondió en una cuevita con su hermano (se refiere a la pequeña cavidad de 50 centímetros donde nace el manantial)”.

Pedro, un joven de Acteal que se encontró con los agresores cerca de la carretera, relató: “me vieron y me preguntaron qué estaba haciendo. Cómo los vi armados con cuernos de chivo tuve miedo. Me preguntaron quiénes eran los que estaban abajo cerca de la ermita y me amenazaron: ‘si lo dices te salvas, si no, aquí mismo te mueres’, y me apuntaron con sus rifles. Me llevaron con ellos y me dieron la orden de ir con sus otros compañeros. Fue cuando descubrí que eran muchos, que estaban divididos en grupos. Se dedicaron a robar lo que pudieron. Iba con ellos mientras disparaban, nadie les respondió, se sentían fuertes. Me dieron un pasamontañas como los que llevaban y me entregaron una bolsa con ropa que robaron a los que mataron. El grupo con el que andaba se fue por el cerro. Cuando vi que en una loma desaparecieron, me escapé. Con los que iba se llaman Sebastián Armando, Bartolo Victorio y Pedro, de Nueva Esperanza”.

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Jonás, habitante de Acteal quien avisó por teléfono a la diócesis de la balacera ocurrida esa mañana, es testigo privilegiado de la actuación de la policía estatal. Él, con otros tres indígenas, sacó a los heridos del lugar: “cuando se escucharon los primeros balazos tuve miedo, pero se oían del otro lado de la carretera. Como a las 11 de la mañana llegaron varios oficiales de la policía estatal. Como no hacían nada, avisé por teléfono a la Conai”.

Según la PGR y los sobrevivientes, el ataque se prolongó más de siete horas, de 10:30 a 17:30. En todo ese lapso no intervino ninguna autoridad, a pesar de la fuerte presencia policiaca en los alrededores.

“A las 2 de la tarde, un compañero decidió salir a la carretera para avisar, pero la policía lo detuvo en la escuela de Acteal”, explicó Jonás.

“Como a las cinco y media de la tarde –relata– dejaron de escucharse los balazos. Un vecino de Acteal nos avisó que había escuchado llantos, que parecía que había heridos. Esperamos media hora y decidí pedir permiso para ir al comandante de los policías que estuvieron todo el día en la escuela y no hicieron nada contra los agresores. A veces disparaban como para que nadie se acercara al lugar.

“El comandante (Roberto García Rivas, hoy preso) no quiso que me acompañaran los policías, que por miedo a que los mataran. Sólo me dio una clave para identificarme cuando regresara. Cóndor, me dijo: ‘gritas Cóndor para que no te disparemos’. Con otros tres compañeros entramos a la explanada junto a la ermita, había algunos muertos, pero escuchamos lamentos y llantos como lejos. Nos acercamos al arroyito y fue cuando vimos a mucha gente tirada. Algunos todavía se movían. Sacamos a los heridos como pudimos; tardamos un tiempo en sacar a los 17 que encontramos. La policía nunca nos ayudó; sólo gritábamos ‘Cóndor’, ‘Cóndor’ y ya nos dejaban pasar.

“La mayor parte de los muertos y heridos estaban en la barranquita; todos amontonados, unos sobre otros. Los que se salvaron fue porque los creyeron muertos, ya que sus compañeros les cayeron encima. Sacamos cargando a mujeres, hombres y niños. Cuando vimos que ya no quedaba nadie vivo, nos fuimos”.

Uno de los hechos más claros que pone en evidencia la complicidad oficial en la matanza es que durante el ataque permanecieron al menos 40 policías de seguridad pública del estado a 200 metros del lugar. Al frente de ellos –en la escuela de Acteal– estuvo el general de brigada DEM retirado Julio César Santiago, coordinador de asesores del Consejo de Seguridad Pública del estado, así como varios comandantes policiacos. El general admitió ante el Ministerio Público haber permanecido cuatro horas en ese lugar mientras se producía el ataque. Ni siquiera pidió refuerzos.

Entrevistado en Acteal después de los hechos, Roberto García Rivas, ex capitán del Ejército y primer oficial de la policía estatal aceptó haber estado ahí durante la matanza. Dijo que los policías se colocaron pecho tierra y dispararon intermitentemente hacia el lugar, pero que no intervinieron. “¿Qué tal si nos matan? Por eso no nos acercamos; de tontos vamos allá”, dijo con un desparpajo increíble. El comandante aceptó que había informado a sus superiores y que recibió instrucciones de no intervenir.

Ninguno de los testigos, incluidos los policías que estuvieron en el lugar, mencionó nunca la palabra enfrentamiento, batalla o algo parecido, sino de un asesinato a mansalva.

Por cierto, una de las primeras personas en hablar de que en Acteal hubo una batalla, y que es una de las fuentes principales de aquellos que hoy quieren rescribir esta historia, es Manuel Anzaldo, líder de los cardenistas de Chenalhó que participaron en la matanza.

Anzaldo aparece en los expedientes de la PGR. Ahí el Ministerio Público lo acusa de rendir falso testimonio por ofrecer coartada a varios de los acusados por este crimen. Incluso, existe la acusación de que Anzaldo viajó a Los Chorros días después de la matanza y en un vehículo sacó a 10 de los participantes en el crimen para evadir la acción de la justicia.

Negar la voz de las víctimas y aceptar como válida sólo la versión de los asesinos es lo que pretenden quienes quieren rescribir hoy esta historia. Si hay alguien injustamente preso por este crimen, no se le puede defender a costa de la verdad y la justicia, eso sería cometer un segundo crimen.