Los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena fueron el producto de un ejercicio democrático sin precedente en la historia política de México.
Por R. Aída Hernández Castillo
Este 16 de febrero se cumplen 20 años de que el gobierno mexicano firmó con los representantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) una serie de acuerdos que sentaban las bases para el reconocimiento de la autonomía indígena. Los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena fueron el producto de un ejercicio democrático sin precedente en la historia política de México, pues la comandancia zapatista convocó a representantes de la sociedad civil a participar en cinco mesas de trabajo en las que se discutieron los términos de dichos acuerdos bajo los temas de derechos y cultura indígena, democracia y justicia, bienestar y desarrollo, conciliación en Chiapas y derechos de la mujer en Chiapas. Yo tuve el privilegio de participar en representación del Grupo de Mujeres de San Cristóbal en la mesa de derechos de la mujer y fui testigo de la manera en que las mujeres zapatistas crearon espacios para las voces de las indígenas de todo el país y pugnaron para que sus derechos específicos se incluyeran en los derechos autonómicos de los pueblos.
Sin embargo, como ya ha sido ampliamente documentado, estos acuerdos fueron traicionados por una Ley de Derecho y Cultura Indígena limitada, conocida como la ley Barlett-Cevallos en honor a sus principales promotores. La propuesta inicial fue modificada con base en argumentos sobre los peligros desintegradores de la autonomía, y sobre la inseguridad que representaba para la propiedad privada y la inversión económica, el reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas al uso colectivo de sus tierras y recursos naturales.
A lo largo de estos 20 años, las luchas por la autonomía indígena han sido limitadas no sólo por un marco legal que no reconoce a los pueblos indígenas como sujetos de derecho, sino como objetos de atención por parte del Estado (al cambiar su carácter de entidades de derecho público, por entidades de interés público), sino también por una reforma penal que criminaliza la protesta social y sienta la bases para el encarcelamiento de sus dirigentes.
En estas dos décadas hemos sido testigos de una nueva embestida del capital que se apropia de los territorios y recursos de los pueblos originarios a través de estrategias neocoloniales que criminalizan a los jóvenes pobres que participan en movimientos sociales y que utilizan la violencia sexual como estrategia represiva en los procesos de desposesión.
Si bien la represión contra los movimientos indígenas en México tiene una larga historia que antecede al momento actual de despojo territorial, el fenómeno del que estamos siendo testigos, sobre todo en la última década, es el de legitimación de la criminalización de la disidencia mediante reformas judiciales que, so pretexto de la lucha contra la delincuencia, crean un marco legal para encarcelar y golpear a dichos movimientos. La estrategia utilizada por el gobierno contra los luchadores sociales ha consistido en crearles cargos federales, como la obstrucción de vías de comunicación, destrucción de bienes federales o secuestro equiparado, por lo que en sus expedientes judiciales no aparecen cargos de disidencia política. Se les construye y se les trata como criminales y luego se ejerce sobre ellos toda la violencia del Estado. Los casos de los dirigentes de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) Nestora Salgado y Gonzalo Molina son sólo un ejemplo más de esta embestida de violencia estatal contra las organizaciones indígenas.
Los pueblos indígenas, por conducto de sus organizaciones, se han resistido a la privatización y mercantilización de sus recursos, desde epistemologías y visiones de mundo que confrontan la perspectiva utilitarista e individualista del capital; es por esta resistencia que han sido construidos desde los discursos del poder como retrógrados y antiprogreso y, en el peor de los casos, como terroristas y violentos. Sus territorios están siendo violados por las trasnacionales de la minería, por los megaproyectos energéticos, por la guerra contra el narcotráfico, por los proyectos hidroeléctricos, produciendo muchas veces desplazamientos que dejan sus tierras libres para el capital.
En el estado de Guerrero, donde tuvo lugar la desaparición de los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa, se han dado importantes movilizaciones contra las concesiones mineras en territorios indígenas. Según informes gubernamentales, en dicho estado se encuentran 42 yacimientos mineros, listos para ser explotados. Pero los lugares donde se permite la minería coinciden con 200 mil hectáreas de los territorios en los que habitan miembros de las comunidades indígenas nahua, me’phaa y na savi. Estos pueblos de la Montaña y Costa Chica no han sido consultados para el otorgamiento de estas concesiones.
Si pusiéramos en un mismo mapa las regiones donde se han dado concesiones mineras y movilizaciones de resistencia contra estos despojos, y aquellas en que la llamada “guerra contra el narco” ha dejado miles de víctimas y desaparecidos, influyendo en el desplazamiento de sus habitantes, veríamos que hay una coincidencia territorial que hace necesario establecer vínculos analíticos entre ambos fenómenos. La traición a los acuerdos de San Andrés no sólo ha limitado la autonomía indígena, sino que ha tenido como corolario el despojo territorial y la violencia contra los pueblos originarios. Reivindicar su cumplimiento sigue siendo una demanda central de los movimientos indígenas de México.