Energía: un rumbo posible

En el caso de México, la expropiación petrolera de 1938 no sólo hizo posible fundamentar una política exterior soberana e independiente, sino que permitió, además, llevar al país a un periodo de crecimiento económico acelerado y al establecimiento de un estado de bienestar

pemex

Por Pedro Miguel | La Jornada 

Regeneración, 6 de abril del 2017.-El abasto energético del mundo es origen de una crisis permanente que da lugar a guerras y conflictos políticos y sociales de toda suerte. Ello es así porque la energía constituye uno de los componentes esenciales del poder y el poder siempre está en disputa. El control de las fuentes energéticas de naciones ajenas permite el ejercicio de dominaciones coloniales y, en forma inversa, la recuperación de los energéticos propios da pie también a procesos de construcción de soberanía y de liberación nacional.

En el caso de México, la expropiación petrolera de 1938 no sólo hizo posible fundamentar una política exterior soberana e independiente, sino que permitió, además, llevar al país a un periodo de crecimiento económico acelerado y al establecimiento de un estado de bienestar. Es decir, el Estado reconoció como obligación propia garantizar los derechos de la población en materias de educación, salud, alimentación, vivienda y otros rubros.

Uno de los mecanismos fundamentales de ese estado de bienestar fue el subsidio generalizado a los precios de los energéticos. Dueño de las industrias petrolera y eléctrica, el Estado podía ofrecer a la población combustibles y electricidad a precios muy bajos.

Tal política de bienestar y redistribución de la riqueza sirvió en buena medida como amortiguador social a los impactos nocivos generados de manera casi inevitable por las actividades de Petróleos Mexicanos (Pemex), la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Luz y Fuerza del Centro sobre los entornos ambientales y sociales. La razón de estado (de bienestar) sirvió para acallar inconformidades y movimientos sociales de protesta en contra de los perjuicios de la perforación de pozos y el tendido de ductos, la construcción de refinerías y la instalación de centrales hidroeléctricas, subestaciones y líneas de cableado de alta tensión, perjuicios que van desde las expropiaciones de tierras hasta la contaminación y ruina de zonas agrícolas y pesqueras, pasando por las distorsiones al tejido social que causaban tales empresas paraestatales en los puntos en los que operaban. Aun así, la devastación generada por las entidades energéticas paraestatales dio pie a importantes movimientos de resistencia en diversas regiones del país.

El efecto de amortiguación fue desapareciendo a medida que el régimen neoliberal iba cancelando los mecanismos de bienestar social y quedó del todo superado desde el momento en que el gobierno de Peña logró con éxito alterar, mediante la reforma energética, el pacto social que regía al sector. En lo sucesivo, éste no habría de regirse por el imperativo de ser palanca del desarrollo nacional, sino por la lógica de la máxima ganancia. Es importante agregar que los procesos de privatización no sólo transfieren a manos privadas infraestructuras y aparatos administrativos, sino también segmentos del mercado. Los usuarios de energía, es decir, las listas de abonados y los consumidores– se convierten en objeto de las transacciones de compra venta, asignación y concesión entre el gobierno y las empresas privadas.

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La privatización de las industrias petrolera y eléctrica elimina, por lo demás, todo freno a la vocación devastadora de los grandes proyectos energéticos en la medida en que se pone al margen la responsabilidad del Estado en la construcción y operación de los complejos energéticos; en cambio, el afán de los consorcios privados de generar los mayores márgenes posibles de utilidad tiende a potenciar la vocación devastadora de las industrias y, por ende, a exacerbar los conflictos sociales allí en donde operan.

Por otra parte, la producción y distribución de energía han sido operadas, en su inmensa mayoría, por entidades públicas o privadas de grandes dimensiones que se rigen por la lógica de las economías de escala. Estamos tan acostumbrados a la presencia de ese modelo que suele parecernos el único racional y eficiente: sería mucho más barato centralizar la producción de electricidad en grandes obras hídricas, térmicas, nucleares o eólicas, que distribuirla en una multitud de pequeños generadores; sería absurdo que el propietario de un solo pozo petrolero (como los hay en Texas, por ejemplo) construyera una micro refinería para procesar su producción; resultaría mucho más caro (incluso en términos de costos ambientales) que cada casa habitación dispusiera de una planta generadora que instalar una termoeléctrica. Adicionalmente, los individuos, las familias y las pequeñas comunidades carecen, por lo general, de recursos para invertir en la generación de electricidad o para producir combustibles.

Es claro que esta circunstancia debe ser revertida. Pero, en el punto en el que se encuentran el país y el mundo, es cuestionable que la solución sea volver a la situación anterior a la reforma energética: el Estado como proveedor único.

Ciertamente, a pesar de la devastación de la industria energética nacional realizada por los gobiernos neoliberales, aún existe –tanto en Pemex como en la CFE– una importante planta instalada que es necesario reconstruir y utilizar, pero con orientaciones claras: abatir la dependencia del país de combustibles importados, reducir a cero la compra de electricidad de los consorcios privados, avanzar en la reconversión hacia formas de generación limpias y renovables, suspender la construcción de megaproyectos, alentar la producción autónoma de energía por personas y comunidades, y propiciar la incorporación del sector social en la distribución no lucrativa de electricidad y combustibles. En lugar de destinar grandes recursos a la expansión de la planta energética, debe instaurarse una estrategia de fomento a la generación y gestión comunitaria. Sólo de esta forma puede concebirse una política energética capaz de satisfacer la demanda creciente sin atentar contra los entornos sociales y ambientales. Una consideración fundamental en este sentido es que son las comunidades mismas las principales interesadas en preservar el ambiente y las que pueden, en consecuencia, operar la producción energética local sin atentar contra él. Otra reflexión insoslayable es que la producción local elimina los costos de transporte y distribución asociados a electricidad y combustibles.

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La aplicación de los lineamientos referidos resulta mucho más fácil en el campo que en las ciudades y en el sector residencial que en el industrial o comercial. En el campo se cuenta con irradiación solar, cursos de agua, vientos y producción de biomasa, y las tecnologías necesarias para aprovechar tales recursos han bajado de precio en forma sostenida en años recientes; hoy día es realista, por ello, imaginar un sector agrícola plenamente autosuficiente en materia de energía. En cuanto a las urbes, sería necesario elaborar un programa de transición al autoconsumo en los hogares a fin de reducir paulatinamente las cargas correspondientes de la red pública y orientarlas a la industria, el comercio y los servicios.

Sin duda, la realización práctica de las ideas referidas requeriría de políticas de Estado transversales en los ámbitos de la economía, el impulso a la investigación y el desarrollo y la educación. Difícil es, pero no imposible. En todo caso, el ciclo neoliberal destruyó el viejo pacto social y no ha sido capaz de engendrar uno nuevo. Por el contrario, ha sembrado al país de conflictos y fracturas, y la política de saqueo aplicada por el régimen en el ámbito energético ha desempeñado en ello un papel principal. Es urgente tirarla a la basura.

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