JEP: describir este mundo

Por: Luis Hernández Navarro
 
jose-emilio-pacheco-cervantesCon bastón en mano y casi 71 años de edad a cuestas, ataviado con el obligado chaqué que tanto le aterraba, José Emilio Pacheco entró en el Palacio de los Filósofos, en Madrid, para recibir el Premio Príncipe de Asturias. Era un día de abril de 2010 y los fotógrafos disparaban sus cámaras como si soltaran ráfagas de ametralladora. Él volteó a verlos. Súbitamente, como si fuera una traición, sus pantalones comenzaron a caerse. Haciendo gala de reflejos, el poeta los sujetó nuevamente sobre su cintura. No llevaba tirantes para sostenerlos. Rogelio Blanco, entonces director general del Libro, Archivos y Bibliotecas, entró en su auxilio. Ambos desaparecieron en una escalera para solucionar el entuerto. Instantes después retomaron el camino al recinto donde se celebró la ceremonia de su premiación.

Riéndose de sí mismo, José Emilio narró la anécdota en el restaurante 10 de la colonia Condesa, a unas cuantas cuadras de su casa, mientras devoraba una enorme arrachera y disfrutaba una copa de vino tinto. “Lo que me sucedió –dijo a sus comensales, convocados por la historiadora Celia Maldonado– fue un buen argumento contra la vanidad”.

Curiosa ironía. Nada más alejado de la naturaleza de José Emilio Pacheco que pretender sentirse superior a los demás, que jactarse de sus logros, que tratar a cualquier persona de manera desconsiderada o altanera. Por el contrario, si alguna cualidad tenía en su relación hacia los otros era la de brindarles un trato de iguales, la de hacerlos sentir considerados, reconocidos.

Su sencillez era ajena a toda pose. Poco antes de recibir el Príncipe de Asturias, abrumado por los honores y el acoso de la prensa, se sinceró con un periodista: mi próxima batalla es sobrevivir esta semana. Es gratificante pero aterrador…no estoy acostumbrado a tanto revuelo.

Realmente nunca se la creyó. En su discurso de agradecimiento del galardón confesó: el 30 de noviembre de 2009, en una rueda de prensa en la Feria de Guadalajara me preguntaron, con motivo del Premio Reina Sofía, si con él yo estaba en camino del Premio Cervantes. Para nada, contesté. Lo veo muy lejano. Nunca lo voy a ganar. Un día después se enteró de su nueva distinción.

Más allá de su trayectoria en el mundo de las letras, José Emilio fue un magnífico conversador. Su prodigiosa memoria, su simpatía, su gracia, su espontaneidad, su generosidad se ponían sobre la mesa en las charlas con amigos. Dotado de una erudición deslumbrante y de una seductora amenidad narrativa, el escritor eslabonaba una historia tras otra, hasta convertirse, por derecho propio, en el centro de las tertulias. Parecía disfrutar de la vida conversando. A contracorriente del desconsuelo y las aflicciones que traslucen muchos de sus escritos, sus pláticas eran, con frecuencia, jubilosas y optimistas. “El dolor –advirtió en su ensayo sobre José Revueltas– queda escrito; la alegría y el placer se bastan a sí mismos, no requieren constancia literaria”.

Y, a pesar de que sus escritos están marcados por los horrores de la devastación de una época, no fue pesimista. De José Emilio puede decirse lo mismo que él escribió sobre José Revueltas: tuvo la mirada trágica que le permitió ver en su interior y en el nuestro, la mirada que se corresponde totalmente con la densidad de una prosa que nunca remansa y siempre va hacia adelante proliferando como una mancha de aceite.

Su don de gentes en el trato y la accesibilidad de sus escritos propiciaron que su producción calara hondo en la sensibilidad de la ciudad de México. Su largo poema Las ruinas de México(Elegía del retorno), escrito a raíz del terremoto que destruyó parte del Distrito Federal en 1985, se convirtió en una especie de himno informal que se lee año con año en los homenajes que las organizaciones de damnificados efectúan para mantener viva la memoria del desastre.

Un lugar especial en su creación merecen sus Inventarios, erudito registro histórico y cultural de las preocupaciones intelectuales de una época. En ellos deletrea con sorprendente sencillez los asuntos más complejos del debate intelectual mexicano, arma con inaudita facilidad los rompecabezas más intrincados de los desafíos culturales contemporáneos y sigue con agilidad y destreza las huellas de un pasado que continúa marcando el devenir de la nación.

Personaje de una época ajena al Sistema Nacional de Investigadores, José Emilio fue, de muchas maneras, una especie de polizón de la academia. Incursionó en ella pero no fue allí donde hizo carrera. Al margen de la escolarización y la búsqueda por los puntos que marcan la vida universitaria, creó una obra única, original, intensa y de excelencia. Investigador del INAH, bromeó frecuentemente con que él era beneficiario de la beca Florsheim, es decir, del nombramiento que con justeza le otorgó Enrique Florescano, director del Departamento de Estudios Históricos y del Instituto.

Su beca no le impidió alzar la voz contra la injusticia que representa que los escritores sean los únicos trabajadores que no pueden ganarse la vida con su trabajo y han de emprender muchos otros para convertirse en sus mecenas, siempre en las condiciones más precarias.

Fue así como, durante la ceremonia de entrega del Premio Príncipe de Asturias, advirtió: casi todos los escritores somos, a querer o no, miembros de una orden mendicante. No es culpa de nuestra vileza esencial, sino de un acontecimiento ya bimilenario que tiende a agudizarse en la era electrónica. Más aún si se trata de poetas. “La poesía –sentenció– es un vicio como la cocaína. Uno tiene que trabajar en algo más para costeársela”.

En una de esas comidas a las que Celia Maldonado convocaba, el literato contó sobre la ocasión en que fue a sacar un pasaporte y el funcionario de Relaciones Exteriores le preguntó a qué se dedicaba. Él contestó que era escritor. El funcionario no dio crédito y replicó que eso no era serio, que eso no era una profesión. En la solicitud puso que el literato trabajaba por su cuenta. No le faltaba razón. Toda su vida, como el mismo José Emilio Pacheco lo estipuló en el mandamiento de Legítima defensa, trabajó arduamente por su cuenta para describirnos una sola cosa: este mundo y no otro.