Carlos Monsiváis, admirador de las «causas perdidas»

La actitud crítica de Carlos Monsiváis destacó en un país acostumbrado a la mentira, a la demagogia y al cretinismo de políticos, empresarios y de sus voceros.

Por Jesús Ramírez Cuevas

Regeneración, 19 de junio del 2020. La partida de Carlos Monsiváis significa un antes y un después para todos los mexicanos pues además del amigo hemos perdido al lúcido intelectual crítico del poder, al cronista de los movimientos sociales y de los fenómenos culturales, al amante del cine, al incansable promotor cultural, pero, sobre todo, al ciudadano comprometido con las causas libertarias y democráticas del país.

Algunas ocasiones, cuando hablaba del compromiso político y de la postura ética, Monsiváis citaba el poema “Che fece… il gran rifiuto” de Constatino Cavafis que alude al corazón de esta cuestión:

A algunos hombres les llega el día de pronunciar el gran Sí o el gran No. De inmediato se revela Quién dispuesto lleva preparado en su interior, el Sí manifiesta, y diciéndolo avanza en el camino del honor y seguridad. Aquél que se rehúsa no se arrepiente. Si de nuevo le preguntaran, de nuevo diría no. Pero ese no –legítimo–, lo arruina para siempre.

Cuando a Monsiváis, desde muy temprana hora, le llegó su turno de responder a esta disyuntiva, su No significó todo para él. Fue un disidente nato. Nunca aceptó el canto de sirena del poder en turno; nunca quiso agradar a los poderosos para recibir sus favores; nunca aceptó el prejuicio y la intolerancia (aunque socialmente fueran bien vistas); nunca toleró las injusticias (hasta las más insignificantes lo sublevaban); pacifista convencido, siempre rechazó la violencia, viniera de donde viniera (cuando ésta provenía del gobierno, siempre la confrontó públicamente y tomó partido por las víctimas); partidario del debate y de la confrontación del debate de ideas, rechazó las actitudes fanáticas y sectarias; toda la vida se preocupó por dialogar con todas las tendencias políticas y formas de pensamiento, aunque no compartiera sus posturas; todo el tiempo estaba escuchando y razonando con todos los sectores sociales; fue un partidario radical de la democracia y cuestionó las visiones autoritarias y estalinistas de la izquierda; le enervaba la intolerancia religiosa, política, social o cultural; fue un defensor radical de los valores seculares de la sociedad y del Estado laico (fue por ello el crítico más lúcido del conservadurismo de la derecha y de la jerarquía católica); nunca aceptó la desigualdad social ni el racismo (fue un crítico mordaz de empresarios que, como Lorenzo Servitje, justifican la pobreza de la mayoría como algo natural).

Y su No al poder, a las injusticias, a la hipocresía y a la simulación, lo enalteció. Su actitud crítica destacó en un país acostumbrado a la mentira, a la demagogia y al cretinismo de políticos, empresarios y de sus voceros.

Contrario a lo que se podría suponer, ese No elevó a Mosiváis a ser un ejemplo moral, en una nación donde ser digno, congruente y tener convicciones firmes, ha sido sinónimo de fracaso personal, de pérdida de derechos y de destierro social. Hizo de la crítica demoledora al poder y a los prejuicios, una carrera “exitosa” a los ojos de sus conciudadanos. Una trayectoria que rompió con la fatalidad de la derrota como destino habitual de los disidentes.

Decía Monsiváis que “si perdemos la capacidad de indignación, perdemos todo vestigio humano”. Y convertía su enojo en argumentos, en frases mordaces y pensamientos agudos. En su trabajo como escritor y periodista dio voz a quienes no eran escuchados, hizo eco de sus denuncias frente a las injusticias. Siempre que asistía a una manifestación, a un mitin, a un plantón o a cualquier protesta ciudadana por pequeña que fuere, la gente lo rodeaba y le decía: “Usted que tiene el don de la pluma; a usted a quien sí lo escuchan, diga lo que está pasando, denuncie este atropello. Usted que puede escribir y tiene voz, dígalo, porque la prensa está vendida y casi todos los periodistas dicen lo que el poder les dicta y quiere escuchar.” Diligente y sencillo, Monsiváis escuchaba y tomaba notas en su libreta de reportero que siempre cargaba. Después recuperaba, en magníficas crónicas, ese rosario colectivo de las multitudes.

Siendo un hombre profundamente ético, fue un ferviente admirador de las luchas y de los ejemplos morales en la sociedad, a los que se refería como “causas perdidas”, usando las palabras que el poder y sus corifeos le endilgan con desprecio a cualquier intento por enfrentar y desafiar los abusos del poder, las arbitrariedades y la impunidad, a cualquier defensa mínima de los derechos, a cualquier intento por cambiar la realidad injusta.

Por eso hoy lo recuerdan entrañablemente los mismos que aparecen en sus páginas: los maestros, médicos y ferrocarrileros de 1958; los estudiantes de 1968 –desafió al régimen de Díaz Ordaz al otorgarle, en la revista Siempre!, el Premio Mahatma Gandhi al Ejército por su participación en la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco–; los activistas de los movimientos sociales urbanos y del sindicalismo independiente. Un ejemplo de que Monsiváis estaba adelantado años luz a su tiempo, es que en 1985, mientras los capitalinos prestábamos ayuda y levantábamos con las manos las ruinas de Ciudad de México, él ya estaba traduciendo los pequeños actos heroicos individuales y la gran solidaridad desplegada entonces frente a la indolencia del gobierno, en una toma de poderes por los ciudadanos y en el nacimiento de lo que hoy llamamos “sociedad civil”. En 1988 defendió el empuje democratizador de amplios sectores de la sociedad y denunció el fraude. Y, en sentido contrario a la gran mayoría de escritores e intelectuales, nunca aceptó las alabanzas de Salinas y denunció la rapacidad y la represión de su régimen. Aunque nunca fue partidario de la lucha armada, reconoció el derecho a rebelarse de los indígenas contra la injusticia centenaria y el racismo; saludó y acompañó la dignidad de la resistencia indígena zapatista de Chiapas y su gesta por construir un México que incluya a todos. Al mismo tiempo, fue uno de los más consistentes y sistemáticos defensores de las minorías sexuales y religiosas. Monsiváis reseñó el cambio de mentalidades de la sociedad y vislumbró al México moderno que se asomaba detrás de la lucha de las mujeres, del feminismo y de la diversidad. Fue un crítico implacable de la homofobia y de los crímenes de odio y un decidido defensor de los derechos humanos, del patrimonio nacional y cultural, de los recursos naturales y de los derechos de los animales.

Ese compromiso ético e intelectual lo llevó en 2006 a defender la democracia y a denunciar el fraude electoral. Incluso, a pesar de su pánico escénico de hablar frente a las multitudes, en el Zócalo tomó la palabra, junto con Sergio Pitol, frente a cientos de miles de personas que iniciaron la resistencia civil pacífica más numerosa de la historia, la que siempre apoyó, a pesar de sus diferencias. Por eso participó activamente en el Comité de Intelectuales en Defensa del Petróleo y redactó las cartas públicas de este colectivo. En fin, Monsiváis siempre dio voz y sumó la suya a los muchísimos mexicanos que estamos convencidos de que la democracia y la justicia algún día se establecerán realmente en México. Por todo ello, la mayor parte del pueblo lo quiere entrañablemente y siente su ausencia como una pérdida propia.

Con su ausencia, Carlos Monsiváis nos ha dejado huérfanos a los mexicanos porque, sin exagerar –y aquí voy a decir algo que no le hubiera gustado a Monsi por su humildad y sencillez, y porque era enemigo de los homenajes oficiales, de la historia de piedra, de los bustos de bronce, de la historia oficial acartonada–, siguió los pasos de los intelectuales liberales del siglo XIX que construyeron la nación, y a los que tanto admiraba. Monsiváis, como ellos, siendo un hijo del pueblo se ganó un merecido lugar como uno de los padres de la patria.

Concluyo recordando unos versos de Ignacio Ramírez, que Carlos citaba de memoria como síntesis de sus más profundas convicciones seculares y espirituales: “Madre naturaleza, ya no hay flores por do mi paso vacilante avanza./ Nací sin esperanza ni temores: Vuelvo a ti sin temores ni esperanza.”