En el último cuarto de siglo la economía mexicana no ha funcionado bien. Entre 1940 y 1980, el producto nacional creció 6% al año en promedio, pero a partir de la instauración del modelo neoliberal apenas lo hizo a 2%. Y si se toma en cuenta el aumento de la población, el crecimiento es cero. Y peor aún, México es el país que menos creció en la zona del mundo que menos crece: América Latina.
El fracaso neoliberal ha sido evidente. México pasó de tener empresas propias y cadenas productivas integradas, a entregar sectores enteros de la economía a manos extranjeras. No hay tecnología propia, ni marcas, ni propiedad intelectual nacionales. Se destruyó el aparato productivo a cambio de un modelo maquilador que no genera empleos ni bienestar. Se agudizó la desigualdad: Unos pocos ganan todo y la mayoría no gana ni lo más indispensable para vivir.
Se ha privilegiado la especulación, el favoritismo en contratos gubernamentales y se privatizaron las empresas públicas sin aumentar la producción ni los empleos. Surgieron grandes monopolios y algunos de los hombres más ricos del mundo, aunque la mayoría de las empresas tiene problemas para sobrevivir y más de la mitad de la población vive en la pobreza. El modelo que no creó riqueza pero la concentró en unos cuantos, que cada vez se quedan con una mayor parte de la producción nacional.
La «modernización» y la «integración al primer mundo», recetas inventadas por los organismos financieros internacionales, ya han dado muestras de su fracaso en todo el mundo. Cada vez hay más voces que condenan esas prácticas económicas, incluso varios premios Nobel de Economía cuestionan la conducción de la crisis por parte del gobierno de México.
En 27 años, se han llevado a cabo 90% de las llamadas reformas estruturales. Se supone que mejorarían el desarrollo del país, pero la apertura indiscriminada y la destrucción de la planta productiva han debilitado la economía y la han vuelto dependiente del exterior. Esas reformas no garantizaron un desarrollo económico sostenible e incluyente. Todo lo opuesto: México es de los países del mundo que menos crece, que menos empleo genera (somos los reyes de la emigración) y con mayor desigualdad. Esa es la razón práctica, no ideológica, que obliga a repensar la agenda económica.
Frente a ese inocultable fracaso, es increíble que el PRI y el PAN insistan en «completar» las reformas, en lugar de aceptar un cambio de la política económica. Aún quedan pendientes la reforma laboral (que consiste, principalmente, en reducir las prestaciones y poder de negociación de los asalariados), la fiscal (principalmente, sustituir impuestos directos por indirectos, restándole aún más progresividad al sistema fiscal) y la energética (que consiste en terminar de privatizar los sectores eléctrico y petrolero).
Todo ello hace necesario que los mexicanos diseñemos una política económica que esté centrada en el bienestar de la población, en aumentar la producción y el empleo, en crear oportunidades para todos. Una política opuesta a la especulación, los privilegios y los abusos de los últimos años. Sólo así, México podrá evolucionar hacia un país más próspero, más justo y, como consecuencia, más seguro.