«Todos pagamos el desastre ecológico», por Pedro Miguel

El mismo Hoy no circula ha generado un crecimiento descontrolado de un parque vehicular particularmente contaminante.

Intereses mafiosos han impedido erradicar la corrupción en los centros de verificación, corporativos impulsan desde siempre a la industria automotriz.

 

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Pedro Miguel

Regeneración, 4 de mayo de 2016.- La contaminación se estacionó y todos estamos pagando su parquímetro: la población, sabrá Dios con qué padecimientos, sufrimientos adicionales en su trajín cotidiano y nuevos sacrificios del bolsillo; las autoridades, capitalinas y federales, con un nuevo chapuzón en las aguas de la impopularidad y el descrédito; la economía, con un frenazo inesperado en tiempos –de por sí– de vacas flacas. La superficie del Valle de México entra en su tercer día de contingencia fase 1 con un tránsito vehicular recortado 40 por ciento, casi idílico para quienes pueden ocupar las vialidades. Salvo, claro, por los puntos conflictivos marcados en el mapa urbano por la construcción de nuevos y paradójicos tributos a la movilidad vehicular, como ese paso deprimido de Río Mixcoac que se ha llevado por delante centenares de árboles para abrir paso a los automóviles que hoy, por disposición oficial, vienen siendo el enemigo público.

En el subsuelo la situación es más complicada: el Sistema de Transporte Colectivo Metro trabaja con una sobrecarga de usuarios de entre 7 y 15 por ciento respecto de sus niveles del año pasado. Parece un incremento modesto cuando no se está al tanto del grado de compactación humana que eso conlleva en andenes, vagones, pasillos, escaleras y demás espacios del sistema, especialmente en horas pico. La estadística no se pronuncia acerca del incremento de las agresiones sexuales y las billeteras sustraídas.

Aglomeraciones semejantes, aunque atenuadas por el hecho de que ocurren al aire (es un decir) libre, tienen lugar en paraderos de autobuses, microbuses, trolebuses y camiones de la Red de Transporte Público (RTP). Las estaciones de ecobicis lucen vacías por necesidad. Un taxi libre es como una pieza de pan lanzada a una muchedumbre de famélicos.

La población ha acatado a regañadientes, y con algo muy parecido al heroísmo cívico, las medidas de emergencia ambiental, pero se extiende la percepción de que el gobierno (o los gobiernos, en el caso de quienes están al tanto de que el estado mayor conjunto de esta crisis no sólo está formado por el capitalino, sino también por los de los estados cirunvecinos y la administración federal) da palos de ciego y les carga la mano a los motores de combustión interna simplemente porque tiene que aparentar que hace algo.

Lo cierto es que, tras 48 horas de descanso obligatorio para dos de cada cinco automóviles, los niveles de ozono se dispararon sin razón aparente poco después de mediodía y para las cuatro de la tarde el repunte era de 147 a 192 puntos en la delegación Tlalpan. Y sin inversión térmica. Y con vientos que se perciben a simple tacto. Así las cosas, la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) dice lo mismo que mucha gente sin tribuna: que el Hoy no circula en su versión hard no sirve y hay que atacar la crisis mediante acciones rápidas para mejorar los sistemas de transporte colectivo, fomentar el uso compartido de vehículos particulares y aplicar en escala masiva la solución del trabajo en casa.

Otro organismo cúpula, la Cámara de Comercio, había hablado a principios de semana de pérdidas de cientos de millones. O sea que el descontento no sólo está en los paraderos de microbuses.

Pero una de las consecuencias negativas de la sopa gaseosa que se ha instalado sobre el Valle de México es que en ella se disuelven las certezas y ya nadie tiene claro a qué se debe la catástrofe: reducir la circulación de coches está muy bien como axioma civilizatorio, pero el compaortamiento de las partículas parece desmentir una relación causal entre el número de los motores de combustión activos y la calidad del aire.

“Multifactorial”, es el terminajo del momento, con referencias a las fábricas del estado de México, la deforestación salvaje y rápida en las salidas a Toluca y Puebla, y la operación de las termoeléctricas de la Comisión Federal de Electricidad que surten de energía “limpia” al valle de lágrimas y moqueos en el que estamos sobreviviendo.

En todo caso, resulta imposible desvehiculizar la polémica pública, porque aun en el caso de que el villano principal sea el coche privado, la ofensiva oficial orientada a hacerles la vida difícil a los automovilistas (sea por convicción ambientalista, por afán recaudatorio o por ambos) se ha traducido en un entorpecimiento manifiesto del tráfico, ya sea por medio de los embudos inducidos en entradas y salidas de los segundos pisos de paga, los carriles para bicicleta que hacen más conflictiva la circulación o la reducción obligada de velocidad por obra del nuevo reglamento de tránsito.

Para no ir más lejos, el mismo Hoy no circula ha generado, y ni las autoridades se atreven a negarlo, un crecimiento descontrolado de un parque vehicular particularmente contaminante. Más vale dejar fuera del recuento los componentes hasta ahora indemostrables de lo “multifactorial”, pero ha de notarse que en ausencia de explicaciones y rumbo coherentes por parte de las instancias de gobierno cualquier cosa puede florecer en el pensamiento colectivo.

Algunos expertos sostienen que puede haberse alcanzado un punto de no retorno en lo que fue el delicado equilibrio ecológico del Valle de México (o del país, o del mundo), pero eso tampoco ayuda porque la población chilanga y mexiquense apiñada en la megalópolis no está dispuesta a esperar sentada el fin del mundo. La prueba es que la masa aguantó las colas y las esperas hasta de 40 minutos para abordar alguna lata de sardinas subterránea o de superficie, y agotó taxis y ecobicis. Se puede leer esta voluntad colectiva de mantener la normalidad cotidiana en medio de atmósfera y acciones oficiales anormales como una enésima prueba de la pasividad e indolencia sociales, pero la actitud también se deja interpretar como una férrea decisión de subsistencia a pesar de partículas suspendidas y dependencias públicas que merecerían la suspensión.

Cuando empezaron las contingencias, allá en los inicios de los años 90, Carlos Fuentes espetó: “aunque nos quieran matar como a cucarachas y nos hagan respirar mierda, no nos vamos a ir de aquí ni nos vamos a morir; aquí vamos a seguir viviendo”.

Un aspecto que no abona a la confianza es el agarrón entre los gobiernos capitalino y mexiquense con el telón de fondo del desastre. En la administración de Toluca no cayó nada bien que Miguel Ángel Mancera atribuyera parte de la responsabilidad por la infición a la industria asentada en los municipios conurbados. La respuesta brutal fue que el Estado de México dejaría de recibir la basura chilanga en sus tiraderos y rellenos sanitarios, y se sabe que el gobierno capitalino reviró la amenaza con una menos divulgada, pero no menos radical: impedir el ingreso de los camiones mexiquenses a territorio defeño o como se diga ahora.

A las disputas políticas habría que sumar los intereses mafiosos que han impedido erradicar la corrupción en los centros de verificación vehicular de ambas entidades, los corporativos que impulsan desde siempre a la industria automotriz y los de la especulación inmobiliaria que han producido un trazo urbano casi fractal, es decir, una fiel representación de las posibilidades del caos.

Quién sabe cuándo vaya a irse la inmundicia gaseosa que duerme en la hamaca de este valle, en la que fue incubada, pero las autoridades tienen que hacer algo coherente y eficaz antes de que empecemos a caer muertos como esos pajaritos que los mineros llevan al socavón para detectar la presencia de gases tóxicos.

La solución no será, en todo caso, el remplazo del doble Hoy no circula extremo al Casi nunca circula, porque entonces la que caerá muerta, con o sin nosotros, será la economía.