Se impone de antemano un saludo afectuoso para aquellos que desde todos los rincones de nuestra sufrida América expresan la resistencia y, sobre todo, a quienes en estos momentos de unanimismo y hegemonía militarista en nuestro país, todavía se atreven a organizar estos eventos y, por supuesto, les agradezco la invitación.
Capítulo I
Los debates sobre la resistencia civil qué es y qué no es*
Alfredo Molano Bravo
Aproximaciones a la resistencia civil
William Tolosa G., ATI
A propósito de la resistencia. Apuntes para una reflexión necesaria
Eugenio Guerrero
La resistencia una opción legítima y viable
Marcos López
Eugenio Guerrero
A propósito de la resistencia: apuntes para una reflexión necesaria**
Se impone de antemano un saludo afectuoso para aquellos que desde todos los rincones de nuestra sufrida América expresan la resistencia y, sobre todo, a quienes en estos momentos de unanimismo y hegemonía militarista en nuestro país, todavía se atreven a organizar estos eventos y, por supuesto, les agradezco la invitación.
Me han invitado para que diserte sobre el concepto de «resistencia civil», asunto sobre el cual avanza un debate no exento de contradicciones, vacíos conceptuales o intenciones políticas. De cualquier manera, los argumentos y las posturas que compartiré, son fruto de un ejercicio colectivo que venimos desarrollando en Codacop, junto a otras organizaciones sociales, en torno del mismo tema de la resistencia. Ya hemos realizado, durante los últimos tres años, tal vez cinco o seis foros, en los cuales han participado fundamentalmente organizaciones del suroccidente del país, muchas de ellas aquí presentes, espacio desde el cual intentamos a nuestro ritmo, pero en un proceso creativo, clarificar el sentido de nuestra resistencia, con el interés de demostrar con argumentos, que no todo es resistencia civil y que habría que preguntarse por qué, de un tiempo acá, el tema se volvió tan de moda. Lo que voy a compartir con ustedes, obedece a una interacción activa y permanente con los compañeros indígenas del Cauca, en lo fundamental con los compañeros del norte del Cauca, y de manera específica con la guardia indígena, definitivamente ellos nos han salvado, por lo menos en mi caso, de hacer parte de ese gran torrente de la ideología de la claudicación, de la política de la capitulación. Ustedes, guardias, son defensores y cuidadores de la vida y la esperanza. Estos seres inmensos, con su ternura a flor de territorio y su mirada radical en lo propio, nos vuelven al camino justo para crecer en la resistencia.
Luego de este saludo corto, les cuento cómo realizaré mi intervención. En una primera parte intentaré establecer unos linderos conceptuales de lo que considero es la resistencia civil, para lo cual acudiré a otros dos conceptos básicos, que son el de «sociedad civil» y el de «desobediencia civil». La segunda parte de la intervención se destina a observar empíricamente el caso colombiano, de cómo se lleva a cabo la resistencia y cómo deberíamos movernos en tal contexto. Entonces, comencemos.
Para desarrollar la primera parte, refirámonos a la pregunta que nos convoca esta mañana: ¿Qué es y qué no es resistencia? Como sugiere el mismo término, desde el punto de vista del léxico, se trata más de una reacción que de una acción, de una defensa más que de una ofensa, de una oposición más que de una revolución[1]. En fin, resistencia, es oponerse a algo, en particular a una orden o intimación, de rendición o entrega, y es una fuerza que se opone a la que se considera activa, como sucede con la organización de los patriotas que luchan contra el enemigo en los países invadidos.
En el lenguaje histórico-político, con el término resistencia, entendido en sentido estricto, se indican todos los movimientos o las distintas formas de oposición, ya sea activa o pasiva, que se dieron en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, contra la ocupación alemana y la italiana.
En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, la resistencia fue una lucha patriótica de liberación nacional contra el ejército extranjero, contra el invasor, y en tanto que los alemanes y los italianos querían imponer una ideología bien precisa –la nazi y la fascista–, para la consolidación de un nuevo orden europeo, la resistencia tuvo como contenido ideal no sólo la defensa de la nación frente a la ocupación y a la explotación económica, sino también la defensa de la dignidad humana contra el totalitarismo.
Sin embargo, el concepto de resistencia, en principio tan claro, deja de serlo cuando lo calificamos como civil y lo enmarcamos en el contexto de un conflicto de carácter no internacional. Allí entonces es necesario referirnos a otras definiciones que pueden ser útiles a los propósitos de entenderlo genuinamente. La primera de ellas es «sociedad civil”, si quienes resisten son civiles en cuanto no portan armas, o civiles en oposición a lo estatal, o civil como sinónimo de ciudadano, o civil como sinónimo de particular y privado y en oposición a lo público, de cualquier manera, hacen parte de la sociedad civil y la resistencia se desata en su seno y desde su seno.
El concepto de sociedad civil ha tenido varios significados sucesivos en el transcurso de la historia, siendo el último muy distinto del de sus orígenes. Los primeros que lo utilizaron fueron los iusnaturalistas, quienes lo contraponen al de sociedad natural, y es sinónimo de sociedad política. Hablan del estado de naturaleza en oposición al estado civil, pues si en el primero el ser humano vive sólo acatando leyes naturales, y antes que cualquier otra cosa debe entrar en un estado civil para que se pueda procurar bienes mínimos.
Para Rousseau, la sociedad civil deja de contraponerse no sólo a la sociedad natural, abstracta e idealmente considerada, sino también a la sociedad de los pueblos primitivos, adquiriendo en este nuevo contexto también la connotación de sociedad civilizada «donde civil no es más el adjetivo de civitas, sino de civilitas. Es decir, sociedad civil como «sociedad política» y sociedad civil como «sociedad civilizada». Esto es de suprema importancia, porque mientras que en la mayor parte de los escritores de los siglos XVII y XVIII los dos significados se superponen en el sentido de que el Estado se contrapone en general al estado de naturaleza y al estado salvaje, por lo cual en la edad contemporánea, civil significa político y civilizado. Rousseau, separa los dos conceptos y entiende sociedad civil como sociedad civilizada, la que aún no es la comunidad política, la que surgirá sólo mediante el contrato social como expresión de la voluntad general.
Para Hegel, la sociedad civil no es el Estado, sino que constituye un momento preliminar a éste. Separa los dos conceptos y, en consecuencia, su planteamiento es distinto al de los iusnaturalistas.
Más tarde Marx, el gran crítico del liberalismo y de los derechos naturales en cuanto libertades abstractas, demuestra cómo la sociedad civil es sólo la sociedad burguesa, la sociedad de los propietarios de los medios de producción, y el ámbito en el cual se desarrollan las relaciones económicas que constituyen la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, encubridor de las desigualdades reales. Por ello, la sociedad civil no es el Estado, existe, por el contrario, una separación radical entre los dos, en la cual aquella es la estructura y aquel la superestructura.
De modo que en la gran dicotomía entre sociedad civil y Estado, propia de toda la filosofía política moderna, la sociedad civil representa al principio el segundo momento y al final el primero, aunque cambiando de modo sustancial el significado.
En efecto, tanto la sociedad natural de los iusnaturalistas como la sociedad civil de Marx indican la esfera de las relaciones económicas intersubjetivas entre individuos independientes y abstractamente iguales, contrapuesta a la esfera de las relaciones políticas, que son relaciones de dominio o, dicho de otra forma, la esfera de lo privado (privado como otro sinónimo de civil) contrapuesta a la esfera de lo público.
Gramsci entiende como sociedad civil un momento de la superestructura, la que no comprende todo el conjunto de las relaciones materiales, sino todo el conjunto de las relaciones ideológico-culturales, es decir, el lugar donde se construye la hegemonía, el momento de la elaboración de la ideología y de la técnica del consenso, el momento de la dirección cultural respecto del dominio político (coactivo).
Hoy por hoy, existe prácticamente consenso entre los teóricos que disertan sobre estos temas, en cuanto a que el concepto de sociedad civil ha de definirse en contraposición al de Estado, sobre todo en la literatura política continental, pues en la de origen anglosajón tal distinción es casi desconocida, pues el sistema político es considerado con frecuencia como un subsistema respecto del sistema social en su conjunto y en el cual la sociedad civil es sustituida por el término más genérico de sociedad.
En últimas, se entiende hoy por sociedad civil –en contraposición a Estado– la esfera de las relaciones entre individuos, entre grupos y entre clases sociales, que se desarrollan fuera de las relaciones de poder que caracterizan las instituciones estatales. En otras palabras, la sociedad civil representa el terreno de los conflictos económicos, ideológicos, sociales y religiosos, respecto de los cuales el Estado tiene la tarea de resolverlos, ya sea mediándolos o suprimiéndolos; o como la base de las que parten las demandas respecto de las cuales el sistema político está obligado a dar respuestas; o como el campo de las varias formas de movilización, de asociación y de organización de las fuerzas sociales que se dirigen hacia la conquista del poder político.
Sin embargo, conviene anotar que en el contexto de las reformas neoliberales, en las cuales existe la necesidad de desembarazarse del Estado benefactor e intervencionista, emerge el establishment como parte del mismo y, aunque se me acuse de no guardar rigor teórico y resulte forzada tal afirmación, debo decir entonces que el establishment no es la sociedad civil, podría eventualmente hacer parte de ella, pero no es ella, pues es la estructuración gremial de los intereses privados hegemónicos, los que aparecen como generales, gracias a que alcanzan una organización pública y jerarquizada en el Estado. El establishment, es ese entramado de poderes de facto: políticos, económicos, sociales, culturales y militares, que instrumentan y en ocasiones se superponen al Estado. Moldean el futuro pero en el marco coercitivo que le corresponde al país como un todo, pueden sucederse los gobiernos con la condición de que sus intereses sean trascendentes. El establishment ejerce y refunda su poder en el poder del Estado y, por lo mismo, no es la sociedad civil, la cual se define en contraposición a éste y tiene una connotación, si se quiere, «popular». Es la sociedad civil la que, en permanente interacción con el Estado, reclama derechos frente a éste, camino por el cual voy acercándome a leer la resistencia civil en clave de derechos humanos.
Desde tal punto de vista, y aceptando el acuerdo general existente hoy respecto al concepto de sociedad civil, es ella la que se expresa y es ella el lugar donde se realiza la resistencia civil, entendida ésta como lo no estatal, aunque pública, pues lo público no se agota en el Estado. De suerte que la resistencia civil en modo alguno no puede ser ejercida ni organizada o alentada por el Estado. Puede resistirse contra toda fuerza que se considera activa, pero eso es apenas resistencia. La resistencia civil siempre será contra el Estado, o contra quien ejerza dominio político. Aquí es menester acercarse entonces al concepto de desobediencia civil.
En términos generales, la desobediencia civil es una de las situaciones habitualmente consideradas por la filosofía política en la categoría del derecho a la resistencia, y consiste en una acción ilegal, colectiva, pública y no violenta que apela a principios éticos superiores para obtener un cambio en las leyes.
Para entender de mejor manera lo que significa la desobediencia civil, es preciso considerar que el deber fundamental de cada persona sujeta a un ordenamiento jurídico es el de obedecer las leyes. Este deber se llama obligación política y es al mismo tiempo condición y prueba de la legitimidad de un tal ordenamiento. En consecuencia, la desobediencia civil es un acto cuyo fin es demostrar públicamente la injusticia de la ley y con el fin mediato de inducir al legislador a cambiarla.
La obligación política de acatamiento a un ordenamiento no debe confundirse con una pretendida obligación moral de obediencia al derecho, porque la obediencia que puede ser justificada o realmente impugnada con razones morales es la que debemos a las instituciones políticas. El ordenamiento jurídico como tal sólo se conecta con la autonomía moral de los ciudadanos, tribunal definitivo de la acción, como lo sostiene el profesor español Juan Antonio García Amado, por medio de aquellos criterios generales de legitimidad o de justicia de las normas, ya sean formales o de contenido, criterios cuya racionalidad permite la exigencia de su vinculación para el sujeto que se quiera racional, esto es, mediante criterios que constituyen la cuestión de la obligación política.
Por tanto, la desobediencia civil es, en efecto, una de las situaciones en que la violación de la ley es justificada éticamente y constituye una de las formas tradicionales de resistencia a la ley, las cuales comienzan con la obediencia pasiva y terminan con la resistencia activa, siendo la desobediencia civil una forma intermedia. A diferencia de la desobediencia común, que es un acto que desintegra el ordenamiento, la desobediencia civil busca, en última instancia, el cambio del ordenamiento, por tanto, no es un acto destructivo, sino innovativo. Es civil, porque quien la asume no se considera cometiendo una trasgresión cualquiera, sino que, por el contrario, se juzga buen ciudadano y, en tanto tal, desobedecer un ordenamiento injusto es por el contrario un imperativo ético.
Al respecto, es contundente el texto clásico de Henry David Thoreau: Desobediencia civil, en el cual rechaza el pago de impuestos fundado en el hecho de que con ellos se hacía una guerra injusta contra México y afirmaba que la única obligación que tenía el derecho de asumir era la de hacer a cada momento lo que consideraba justo y que bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente, el verdadero lugar para un hombre justo es la prisión. Es posible que tal cual están las cosas en Colombia, no sólo no exista obligación política de obedecer las normas, sino que, por el contrario, exista quizás un deber moral y ético para desobedecerlas, sobre todo, si leemos el asunto en clave de derechos humanos.
De suerte que si aceptamos que la resistencia civil se desata al interior de la sociedad civil siempre en oposición al Estado o al poder que ejerce el dominio político, y entendemos la desobediencia civil como la acción de desconocimiento a una norma u ordenamiento jurídico injusto, vamos encontrando que la resistencia civil, en últimas, se acota a tres espacios. Repito, aunque existen múltiples expresiones de resistencia, varias formas de verla y, a lo mejor, de ejercerla, cuando hablamos de la resistencia civil, tal espectro se acota a tres campos. El primero, es cuando se ejerce resistencia civil, cuando nos oponemos a una ley u ordenamiento jurídico injusto. El segundo, ejerce resistencia civil frente a un gobierno, frente a un Estado, que es sistemáticamente violador de los derechos humanos. En el tercero existe resistencia civil cuando nos oponemos a una fuerza invasora que atenta contra la soberanía, la independencia y la libre determinación de los pueblos. En este último caso, tal fuerza no es solamente militar, también puede ser política, económica o cultural.
En estos tres espacios se halla el ámbito de la resistencia civil y, en consecuencia, ya para desarrollar la segunda parte de lo anunciado, conviene precisar entonces quiénes conforman la sociedad civil en Colombia, o quiénes no harían parte de ella. En nuestro caso, quiero reiterar lo consignado arriba. Los miembros del establishment, los grupos hegemónicos, en últimas, los gremios, no hacen parte de la sociedad civil. La sociedad civil es, por esencia, el espacio de lo no estatal, aunque público. Por ello, me acerco a la definición que hizo el compañero de México, en torno de la sociedad civil, pues considero que ella tiene una connotación de organización del pueblo, denota de manera clara un sentido de lo popular. Así, puestos en el contexto de las reformas neoliberales del desmonte del Estado benefactor, difícilmente podría aceptarse que los gremios económicos colombianos son parte de la sociedad civil, y ustedes me acusarán por forzar el concepto de sociedad civil en tanto se define como opositor o como lo no estatal, y digo sí, acepto que a lo mejor incurro en una incoherencia teórica, pero, ¿quién puede negarme que en el caso colombiano, el establishment, es decir, esos privilegios económicos, políticos, sociales, militares y culturales hegemónicos que se estructuran mediante las políticas públicas del Estado, no son el Estado mismo? ¿Quién podría negar esa simbiosis peligrosa entre gremios económicos y políticas públicas? ¿Cómo negar esa participación de los presidentes de los gremios en los ministerios y cómo negar que muchos de los ministros actuales fueron hasta hace muy poco presidentes de los gremios o defensores a ultranza o por la paga de sus intereses, incluso contra los intereses generales de la nación? Pero, claro, aparecen después, en virtud de lo que consideran como políticas públicas, defendiendo esos intereses particulares y privados en su función de ministros, como si fueran los intereses generales.
En tal sentido, repito por enésima vez, el establishment colombiano no es sociedad civil, ni siquiera hace parte de ella, y, por lo mismo, se nos impone distinguir claramente entre lo que es y lo que no es resistencia civil. Desde ese marco teórico general y tal vez limitado de lo que es la resistencia civil, pueden trazarse pistas para abocar la distinción, para llegar luego a una conclusión obligada, no todo es resistencia civil.
Obviamente, estos linderos conceptuales al parecer claros, se dificultan cuando consideramos el caso de un Estado en cuyo territorio se libra un conflicto armado de carácter no internacional. Primero, porque si leemos la resistencia civil en clave de derechos humanos, no es posible que las propias instituciones estatales y autoridades estatales nos convoquen al ejercicio de la resistencia civil. Si hemos definido la sociedad civil en oposición a lo estatal, significa que el Estado no puede alentar dichas resistencias, por lo cual deviene antitética y, lógicamente, devaluada, cualquier convocatoria que efectúe el propio Estado en torno de la resistencia civil, so pena de resistirse así mismo.
Por ahí vamos advirtiendo las razones por las cuales la resistencia civil se volvió una moda en Colombia. Es claro, desde hace tres o cuatro años, surgió en nuestro país una preocupación insólita por el asunto de la resistencia civil. Comenzaron a realizarse foros por la resistencia civil y a organizarse marchas alentadas por alcaldes y a veces por gobernadores en torno de la resistencia civil. La conclusión a la que uno podría llegar o la explicación que podría darse a esta situación, es que la resistencia civil empezó a ser manipulada, organizada y utilizada como un artefacto más del arsenal bélico que esgrime una de las partes del conflicto, para poner a la sociedad civil en contra del otro actor. ¿Qué significa eso? Que de un tiempo para acá, sobre todo a partir de algunas acciones contundentes que la insurgencia propinó al ejército, en casos como El Billar, Miraflores, Mitú, entre otros, cuando la pugna interna iba dando visos de transformación de sus lógicas, de pasar de una guerra de guerrillas a otra entre ejércitos o guerra de posiciones, el Estado empezó a convocar a la sociedad, para que se expresara en principio abiertamente contra la violencia, contra la guerra, pero ahí mismo, los medios de comunicación masiva empezaron la manipulación y las manifestaciones generales contra la violencia, pronto se mostraron como las voces de la sociedad civil, que en resistencia civil rechaza a uno de los actores del conflicto.
Por ello, aunque la resistencia civil comprende un amplio espectro, que va desde la obediencia pasiva hasta la oposición activa, esto es, actuaciones que van desde la acción de omisión no violenta, pasando por la desobediencia civil, hasta la acción violenta, siempre en oposición al poder institucionalizado del Estado, huelga afirmar una vez más que, por antonomasia, las manifestaciones que se emprenden desde el Estado y que se califican como resistencia civil, significan un contrasentido inmenso, pues, como se ha dicho, la resistencia civil se opone al poder del Estado y por ello es civil.
Lo que hace el Estado, es utilizar una particular definición de resistencia civil para convertirla en un recurso bélico, invirtiendo por completo el orden de las cosas, en el cual las autoridades no están para proteger a la población civil, sino que ésta es la que debe protegerlas. Aquí se invierte totalmente el fundamento de la existencia de los Estados modernos. Aprendimos en el lenguaje clásico de los derechos humanos, que el único garante, que el único responsable, que el que tiene el deber de garantía y responsabilidad de los derechos humanos, es el Estado. Hoy por hoy no existe otra justificación para el ejercicio del poder ni para la existencia del Estado y, por lo mismo, en las declaraciones universales de los derechos humanos se ha consagrado la resistencia como derecho fundamental, como mecanismo en manos del pueblo para hacerlo valer frente a un Estado o un gobierno sistemáticamente violador de los derechos humanos. En otras palabras, el Estado justifica el dominio político sobre los ciudadanos a contrapartida de garantizar sus derechos. De ahí se deriva la obligación política, entendida como el deber de todo ciudadano, de acatar al régimen, las normas y la fórmula política del Estado comprometido en garantizar sus derechos.
Pero, ¿qué pasa cuando ese Estado no garantiza los derechos y, por el contrario, se confirma que es clara y sistemáticamente violador de los mismos? Pues que los pueblos tienen el derecho y el deber de ejercer la resistencia civil para procurarse el respeto de sus derechos. En ese resistirse civilmente pueden incluso generarse las condiciones que desaten un conflicto con utilización de la fuerza y, aún así, en mi criterio, sigue siendo resistencia civil, pues allí la fuerza es simplemente un instrumento en manos de la población organizada, puesta en el último extremo de las posibilidades de resistencia civil, en el extremo de oposición activa frente a ese régimen que vulnera sus derechos.
Esto es quizá lo que ha sucedido en Colombia, donde avanzamos en un conflicto de carácter no internacional de vieja data y que hasta hoy ni siquiera los más optimistas se atreven a pronosticar su desenlace. Aquí conviene preguntarse entonces por las últimas causas de ese conflicto, no vaya ser que terminemos, con el mejor ánimo de parar su degradación, empujando el carro del pragmatismo a ultranza y acrecentando el coro de quienes creen que todo es resistencia civil, pero como recurso bélico y de manera irreflexiva, queriendo parar la guerra, logremos todo lo contrario: atizar el fuego de la violencia.
Es necesario preguntarse: ¿Por qué en Colombia existen unas expresiones armadas que se resisten a ese Estado, al que consideran sistemáticamente violador de los derechos humanos? Para responder tal pregunta se debe ir más allá de la simple circunstancia subjetiva de sus protagonistas. Con seguridad, existe algo más que las determinaciones de la agencia. Unas causas estructurales obligan a que tales expresiones sigan existiendo. En Colombia no imperan la injusticia, la pobreza y la exclusión porque exista un conflicto. El conflicto prevalece porque grandes capas de la población sufren la injusticia, la pobreza, la marginalidad y la exclusión. Por ello, en principio, la guerrilla es un instrumento en manos de esa sociedad civil que se organiza para defender y reclamar sus derechos. Los objetivos que se persiguen son más políticos que militares, en tanto se busca la destrucción de las instituciones políticas existentes y la emancipación social, económica y política de la población, lo cual indica que dicha situación se da en estados donde existen profundas injusticias sociales y la población está dispuesta al cambio. Tanto es esto así, que la propia teoría de la seguridad nacional se diseñó y se ejecutó precisamente para «quitarle el agua al pez». De suerte que en su origen la guerrilla es la misma población llevada al límite de las posibilidades de resistencia frente a un poder estatal avasallador que consolida una sociedad en extremo injusta y excluyente. Así, la guerrilla, en principio, es sólo un medio, un instrumento en manos de la población organizada que lucha contra la injusticia del poder estatal, es decir, una genuina expresión de resistencia civil.
Sin embargo, el asunto se hace más complejo cuando tal instrumento no está bajo el control de la población y en muchas ocasiones se vuelve contra ella. ¿Qué pasa cuando ese instrumento no está bajo el dominio de esa sociedad civil que se organiza en el reclamo de derechos y, por el contrario, se aleja de sus propósitos iniciales e impide la propia realización de los derechos, mostrándose a veces como un ejército invasor que también ataca a la población civil? En tal caso, la guerrilla sigue expresando una resistencia contra el Estado, pero frente a la población comete atropellos que bien pueden ser infracciones al DIH o actuaciones que los hace recorrer las sinuosidades del claro oscuro de la delincuencia común. Así, la población frente a la guerrilla no ejerce en principio una modalidad de resistencia, sino una demanda por autonomía. La población sigue resistiendo al Estado y sus políticas, incluidas las reformas neoliberales y la globalización, y le reclama autonomía, mientras que frente a la guerrilla demanda autonomía, la cual si no se alcanza, constituye un profundo cuestionamiento ético y devalúa las propuestas de transformación y cambio que supuestamente justifica la existencia de la guerrilla.
Ahora bien, si el desarrollo de la pugna militar alcanza grados de desarrollo tal que vastas regiones puedan estar bajo el control de la guerrilla, en ese caso, frente a la población de estas zonas, se genera una obligación de protección derivada del dominio político que se ejerce, pues de alguna manera alcanza el estatus de Estado y, como tal, adquiere las responsabilidades y obligaciones de aquel, donde, por supuesto, la población expresaría eventualmente formas de resistencia civil.
Lo anterior no cuestiona la idea respecto a que la resistencia civil se ejerce frente al poder estatal, el cual se expresa en últimas, por medio de la dominación política, lo cual indica que quien ejerce tal dominio sobre la población adquiere responsabilidades como Estado y aquella puede desplegar acciones de resistencia civil. Ésta es una consecuencia lógica que resulta de leer la resistencia civil en clave de derechos humanos, pues la resistencia podrá ejercerse contra cualquier fuerza que se considera activa, pero la resistencia civil se ejerce sólo frente al Estado, por ser éste el que tiene el deber de garantía de los derechos y porque la resistencia civil se hace en la sociedad civil y desde ésta.
Obviamente, las lógicas del conflicto que se desarrolla en Colombia no permiten hacer afirmaciones contundentes, pues a veces se expresa como guerra de guerrillas y en otras ocasiones como guerra de posiciones. Lo cierto es que las lógicas militaristas desdibujan la concepción inicial de una guerrilla como instrumento en manos de las comunidades y va adquiriendo la fisonomía de un ejército, cuya labor principal es la de pervivir como tal, mientras que los derechos de la población son relegados a un segundo plano.
En síntesis, la resistencia civil se ejercerá siempre contra el Estado, en el cual incluimos necesariamente el paraestado y su expresión más notoria, el paramilitarismo. De igual modo, la guerrilla representa una resistencia frente al Estado, la cual sería civil en oposición a lo estatal, pero que pierde tal connotación en tanto no es una expresión de la población, en la medida en que cada vez está más lejos de ser un instrumento a su servicio y bajo su control y, por el contrario, la hace víctima. Cuando ello ocurre, no cabe la menor duda de que la población es la única que resiste civilmente frente al Estado y sus políticas, y la guerrilla asume lógicas militaristas que cuando menos deberían avenirse a las normas básicas del DIH.
Importa anotar que las comunidades que ejercen resistencia civil o que se hallan en resistencia civil, la ejercen frente al Estado pero no sólo en rechazo a sus políticas de militarización y paramilitarización de los espacios de la vida social en general y de violación extrema de los derechos humanos, sino también contra el modelo económico, la globalización y la entrega impune a las transnacionales de los recursos naturales, hídricos, energéticos, de biodiversidad y hasta culturales, lo cual hace de este Estado un violador integral de los derechos humanos. Desde tal perspectiva, las comunidades están planteándose acariciar la posibilidad de una transformación radical de la sociedad.
En nuestro caso, existe un problema adicional que, sin duda, contribuye a empeorar las condiciones de vulnerabilidad de las comunidades, referido a la dinámica misma del conflicto armado. Éste en un comienzo se desató entre las fuerzas estatales y las fuerzas guerrilleras como expresión de resistencia de las propias comunidades. Mientras se profundiza el conflicto y perdura en el tiempo, el instrumento o estrategia que debía estar en manos de las comunidades, bajo su control y por la demanda de sus derechos, empieza a separarse de tales propósitos y se muestra entonces como un fin en sí mismo. La guerrilla nunca se planteó como un fin, era un medio para la transformación integral de una sociedad que soportaba una grave situación de injusticia. Como perduró en el tiempo, sin lograr ninguna transformación de la sociedad, el medio se volvió un fin y las lógicas de la guerra soslayaron la política y, por supuesto, los derechos de las comunidades pasaron a un segundo plano. Mientras tanto, el establishment y el Estado privatizaron el conflicto por medio de la estrategia paramilitar. En ese empate militar, que también es el empate de la muerte, las comunidades son el objetivo principal de sus agresiones, tanto que la guerra empezó a librarse por interpuesta persona, a través de las comunidades, hasta llegar al extremo de degradación que hoy padecemos, en la cual el conflicto, lejos de resolver los problemas estructurales de la injusticia y la exclusión, se transformó en un elemento adicional que contribuye a su degradación y se utiliza como excusa para introducir todas las reformas antisociales.
Aún así, creo que tenemos que hacer un gran esfuerzo por distinguir el ámbito de nuestra resistencia civil. Porque si el conflicto se degrada en medio de la peor confusión, le haremos un flaco favor a las comunidades si decimos que la resistencia civil es igual y frente a todos. No, el conflicto colombiano tiene responsables y tiene culpables, y es posible que, si no hacemos distinciones, terminemos haciendo llamamientos a la justicia por igual, que al final será impunidad por igual. En mi concepto, la resistencia civil la ejercemos siempre frente al Estado, porque es éste el garante único y universal de los derechos humanos, deber que se deriva del dominio político que ejerce sobre la población y, debido a que ejerce tal dominio político, tiene el deber de garantía de los derechos humanos. Si este Estado no garantiza los derechos, entonces la población civil tiene el deber y el derecho, casi que el deber moral, de la resistencia civil para procurarse sus derechos.
Si esa sociedad civil se organiza y en el amplio espectro de las posibilidades de resistencia civil activa, considera incluso la utilización de la fuerza, pues mientras esa fuerza esté en manos y bajo el control de esa población civil, mientras defienda sus derechos, mientras coadyuve a la organización, mientras permita la autonomía de esas comunidades, estamos hablando de una genuina resistencia civil. Por el contrario, si esa fuerza organizada no propicia mayor organización, ni defiende los derechos de la comunidad, y se vuelve contra ella, pues estamos hablando de otra cosa que ya no es una estrategia en manos de la población civil, sino que es una expresión armada frente a la cual la comunidad entera tiene una demanda ética que devalúa su propuesta política, y si se devalúa su propuesta, difícilmente podríamos decir que la insurgencia sigue siendo un instrumento en manos de la población, pues, ya hemos dicho, en su génesis la guerrilla, más que una apuesta militar, es una propuesta política de transformación integral de la sociedad. El cuestionamiento ético y político que hacen las comunidades a la insurgencia, no es, sin embargo, resistencia civil, es una radical exigencia de autonomía, porque todavía no son el Estado.
Ahora bien, si en el desarrollo del conflicto la pugna militar aumenta de manera significativa y notable que espacios del territorio se ponen bajo el dominio político y militar de la insurgencia, en tal caso, en tanto ejerce el dominio político sobre las comunidades, asume las obligaciones de Estado y, en cuanto tal, las comunidades en resistencia ejercen una resistencia civil, derivada de la obligación que tiene ese grupo insurgente de garante de derechos por ejercer el dominio político. Esto no devalúa nuestra tesis de que la resistencia se ejerce en la sociedad civil y por la sociedad civil, siempre frente al Estado, por el contrario, la confirma, en cuanto a quién ejerce el dominio político, asume las obligaciones y los deberes derivados de su condición de Estado. Es decir, en el lenguaje clásico de los derechos humanos, mientras el Estado sea Estado, será el garante de los derechos humanos y será frente a él que las comunidades y los ciudadanos reclamamos derechos, incluso de manera activa con la utilización de la fuerza tipo Chiapas. Ahí no hay ninguna duda, se ejerce una resistencia civil. Por el contrario, si esa fuerza hace víctima a la población civil y se vuelve contra ella, será una expresión de violencia organizada pero nunca de resistencia civil.
Considero que la resistencia civil está siempre ligada a un proyecto y a un interés de realización de los derechos desde una perspectiva integral. Por ello, cuando los privilegios económicos que se estructuran detrás del Estado (establishment), se manifiestan y hacen movilizaciones, en ocasiones multitudinarias, ello no sería una resistencia civil, sino una utilización tendenciosa para involucrar a la población civil en el conflicto. Por ello, las expresiones generales que, por ejemplo, se han hecho contra el secuestro, o contra la violencia o contra la guerra, no son una expresión genuina de resistencia civil, están ausentes del proyecto político de transformación social. Si no hacemos estas distinciones, contribuiremos sin querer a la banalización y a la devaluación del concepto mismo de la resistencia civil. Podríamos terminar como idiotas útiles de una estrategia contrainsurgente en el unanimismo que se impone por estos días, en un proyecto terrorista que se apellida antiterrorista. Podríamos terminar empujando el vagón de la narcocracia en trance de paracocracia, frente al cual, no cabe la menor duda, debemos y tenemos que alentar la resistencia civil, si es que queremos defender los pocos jirones de dignidad que aún nos cubren.
En consecuencia, desde este punto de vista, no todo es resistencia civil, y puede que haya Estados soberanos que hagan parte del polo general de la resistencia contra la globalización
Una cosa, es hacer parte de ese gran polo de resistencia contra la globalización, y otra cosa muy distinta es la forma como ejerce el dominio político sobre los ciudadanos. Si tal Estado realmente garantiza los derechos humanos de su pueblo y hace esfuerzos por garantizárselos incluso contra la agresiva globalización que se impone, difícilmente podríamos considerar que quienes a él se oponen, expresan y ejercen una resistencia civil. Será otra cosa. Esto es claro, como les digo, si aceptamos leer la resistencia civil en clave de derechos humanos y la complementamos con el proyecto político transformador de la sociedad para alcanzar la justicia y el bienestar general. Ese proyecto político entre otras cosas, no puede ser otro que los derechos humanos integrales. Tenemos que hacer de los derechos humanos un programa político, pues la historia ha demostrado que no son posibles las libertades básicas, civiles y ciudadanas, sin mínimos derechos económicos, sociales y culturales; tampoco es posible consolidar un programa económico incluyente, sin libertades básicas garantizadas. De nada nos servirá la libertad de pensamiento si no tenemos educación, de nada nos servirá la libre expresión si no tenemos donde expresarla y darla a conocer, de nada nos servirá la libertad de empresa si estamos muriéndonos de hambre. En fin, me parece que si leemos la resistencia civil en clave de derechos humanos, se nos acota en buena medida el gran espectro de lo que habitualmente se nos presenta como resistencia civil. Ahí cabrían todas las expresiones que se organizan desde la sociedad civil contra las políticas económicas, la militarización y la globalización. En contra de todo aquello que violenta los derechos humanos, los derechos básicos de la población y los derechos de los pueblos.
Conviene decir de igual modo, que debemos avanzar en un esfuerzo por caracterizar el conflicto que se sufre en Colombia. En él claramente sólo existen dos polos en la pugna militar; el polo estatal (fuerza pública y paramilitar) y el polo insurgente (todas las guerrillas). Que es un conflicto que se degrada, se extiende, se profundiza, y se nutre del narcotráfico. Que es un conflicto en el cual cada vez se evidencia la mano del imperio, tanto que incluso no sería descabellado pensar que de a poco va transformándose en conflicto internacional, no sólo porque exporta la crisis humanitaria, sino porque una potencia extranjera tiene gran injerencia en él. Quiero, ante todo, llamar la atención sobre la manera como el Estado utiliza la excusa del conflicto para introducir todas las reformas legales y constitucionales antisociales, en un claro desconocimiento de las obligaciones internacionales que durante años ha adquirido el Estado colombiano en materia de derechos humanos. Se quiere superar el conflicto por la vía militar, y por allí lo único que se logra es su profundización, pues, sin duda, mientras no se resuelvan las causas más profundas que generaron el conflicto, las motivaciones para su existencia seguirán allí. Por ello, nuestra resistencia civil ha de encaminarse a la superación de esas injusticias, ha de dirigirse a la transformación radical de esta sociedad. De lo contrario, quedaremos en la simple resistencia, pero sin proponer un camino para la superación del actual estado de injusticias. Tendríamos que estar muy atentos a lo que está pasando con este gobierno, deberíamos estar muy atentos desde nuestras resistencias civiles, a la denuncia del desmonte del Estado social y democrático de derecho consagrado en la Constitución de 1991.
Desde nuestros espacios de resistencia civil debemos estar con nuestros sentidos bien abiertos en cuanto a denunciar y a entender para dónde va la adecuación institucional autoritaria, disciplinaria y militarista que agencia este gobierno, pues todo ello obedece a la necesidad de la adecuación institucional para introducir las reformas económicas que permitan la imposición del ALCA. Por eso, hoy más que nunca nuestra resistencia debe tener una connotación política de lucha contra el modelo, en perspectiva de construir una cultura contrahegemónica. En ello, creo que todas las experiencias de las comunidades indígenas que hemos escuchado en el transcurso de estos días y que con toda certeza seguiremos escuchando, son un ejemplo vivo de cómo, desde esa resistencia indígena, se propone y se construye otro mundo posible.
Seguramente tendremos otros espacios para profundizar mucho más estos temas y estas preguntas que nos quedan. Sólo quiero invitarlos a que desde nuestras resistencias civiles empecemos a generar los lazos de unidad de todas estas propuestas. Es el camino que puede llevarnos de la resistencia civil a una propuesta de transformación integral de la sociedad. Por ahora, me parece que podemos seguir soñando que una sociedad sin globalización, que un mundo distinto con justicia social, pluricultural y con sueños diversos, con maneras distintas de pensar, de actuar y de amar, aún es posible en la ternura de los espíritus que resisten.
** Abogado, con maestría en Derecho con énfasis en modelos de interpretación constitucional, derechos fundamentales y garantías sociales de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Ha ejercido como asesor jurídico y litigante en casos relacionados con la defensa de los derechos humanos. Actualmente se desempeña como investigador social en Codacop, Corporación de Apoyo a Comunidades Populares, y a la vez, acompaña y asesora el proceso organizativo de los indígenas paeces del Norte del Cauca, especialmente con la guardia indígena.
[1] Lo expresado en esta parte se fundamenta especialmente en lo consignado por Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, en el Diccionario de política, de Siglo XXI Editores.