El capital global solo funciona si las empresas transnacionales, los instrumentos de acumulación, funcionan
Por Júlia Martí Comas/ Viento Sur*
Como dice Harvey, el elemento clave en la explotación de la clase obrera (más que la plusvalía) es la ley del valor que marca las condiciones de producción y la mercantilización. Es decir que a pesar de que el trabajo siga siendo el elemento central de la lucha contra el capitalismo, este no es la única vía por la que nos explota. Esto se hace cada vez más evidente en el mundo actual, en el que el capital ha expandido sus vías de acumulación atacando cada vez más esferas de nuestras vidas.
En su afán de aumentar la tasa de ganancia el capital se expande a nuevos sectores, profundiza sus prácticas e inventa nuevos instrumentos. Así vemos como aparecen nuevos ámbitos de resistencia al capital, mientras que algunos espacios ya existentes reaparecen con fuerza o se recomponen. Hoy en día, la lucha contra el capital se da en los centros de trabajo, en la defensa de los servicios y el espacio público, en la reivindicación de los bienes comunes, en la resistencia de los pueblos indígenas, en la solidaridad contra los deshaucios, en la lucha feminista, en los movimientos antideuda, en las resistencias contra el extractivismo, en los espacios de construcción de alternativas, en los movimientos campesinos, en la defensa de la democracia… y un largo etcétera.
Pero para que estas luchas sean efectivas tenemos el reto, una vez más, de globalizarlas. Hay que recuperar la movilización a escala global, aunque sea localmente, aprendiendo del altermundialismo pero dando un paso más. Ya no basta con reivindicar otro mundo posible ni con organizarse sectorialmente, ahora toca atacar al capital en su propio seno. El capital global solo funciona si las empresas transnacionales, los instrumentos de acumulación, funcionan, por eso debemos ponerlas en nuestro punto de mira. Poner en común luchas, tejer redes, estudiarlas y trabajar estrategias conjuntas para desmontar su poder.
Ya hay muchas experiencias de resistencia contra las empresas transnacionales, pero en general están desarticuladas y aisladas. Para articularlas y hacerlas más efectivas tenemos que construir luchas que tengan en cuenta toda la cadena de valor, desde la financiación y extracción de las materias primas, a la manufactura y la comercialización. Sin olvidar el escenario en el que se mueven, con la mayoría de Estados e instituciones internacionales trabajando a su servicio, ya sea con la firma de acuerdos de libre comercio, con la construcción de infraestructuras dedicadas a su expansión o con políticas represivas, entre otras medidas.
Es cierto que en esta lucha somos liliputienses contra grandes gigantes, por eso la primera tarea consiste en romper el aislamiento que genera la producción fracturada a nivel global, para poner del mismo lado a los pueblos indígenas y campesinos que resisten contra la actividades extractivas de una empresa, a los y las trabajadoras de esta empresa y sus subcontratas en todo el mundo y los consumidores y consumidoras que probablemente serán víctimas de sus engaños publicitarios. Pero con globalizar las resistencias no basta, urge, también, poner en común agendas, pensar estrategias globales que vayan desmontando el enorme poder de las corporaciones. Para ello habrá que luchar contra un sistema político que las protege, denunciar la captura corporativa de los gobiernos y las instituciones internacionales y empezar a desmontar esta alianza en todos los espacios que sea posible, desde universidades a municipios y parlamentos.
Denunciar y poner alternativas a la alianza de las instituciones públicas con las grandes empresas tendrá que ir de la mano de un cambio cultural, para conseguir apartarlas de nuestras vidas y desaprender las formas de vida y pensamiento que nos han impuesto. Pero sobre todo, para quitarnos de encima la racionalidad neoliberal que nos hace naturalizar el poder supremo de las transnacionales, asumiendo que su papel en la sociedad es inevitable o hasta beneficioso.
Un ejemplo para estas agendas comunes puede ser la lucha para poner fin a la impunidad corporativa. Se trata solo de una de las caras de su poder, pero es algo que todo el mundo sufre y que si se consiguiera parar supondría un primer gran obstáculo en la carrera para la acumulación de las transnacionales. Además, atacar la impunidad de las transnacionales también supone sacar a la luz toda la arquitectura jurídica que las instituciones han construido en su beneficio. Denunciar la impunidad supone denunciar que se proteja más a un banco que a una familia deshauciada o que las empresas que han destrozado el Amazonas no hayan pagado ni un dólar de sus millonarios beneficios para reparar los daños, pero más allá de los casos concretos supone desenmascarar un sistema que protege más los intereses económicos que los derechos humanos.
Hay muchas formas de luchar contra la impunidad de las transnacionales. En la escala global existen desde hace décadas los Tribunales Permanentes de los Pueblos, tribunales morales que visibilizan los casos a los que los tribunales oficiales dan la espalda y que han demostrado una y otra vez que las violaciones de derechos humanos por parte de transnacionales son sistemáticas. Esta constatación llevó a la campaña global «Desmantelemos el poder corporativo y pongamos fin a la impunidad» a elaborar un Tratado de los Pueblos, con las propuestas jurídicas de organizaciones, movimientos sociales y comunidades afectadas para poner en pie mecanismos que garanticen el acceso a la justicia. Además, también se han dado algunos ejemplos de colaboración entre organizaciones de distintos países para llevar a los tribunales del país de origen a una empresa, como el caso de Shell en Nigeria, que fue juzgada en Holanda por las consecuencias de los vertidos producidos por su actividad en el Delta del Níger. Pero en general estas vías son poco eficaces ya que existen miles de trabas legales, además de los enormes costos que supone llevar a cabo este tipo de litigios; y no existen mecanismos internacionales que regulen y juzguen a las empresas transnacionales.
En este sentido, desde hace un año se ha abierto un nuevo espacio de trabajo dentro de Naciones Unidas que, a pesar de las contradicciones que genera, permite volver a poner en el debate público la necesaria regulación de las empresas transnacionales. Se trata de un grupo intergubernamental del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, creado a propuesta de Ecuador y Sudáfrica, para la creación de un tratado vinculante sobre Empresas y Derechos Humanos. Este grupo se creó a partir de una resolución aprobada el año pasado que supuso un cambio de rumbo en la lógica de las Naciones Unidas. Esta resolución, aprobada por mayoría, puso de nuevo sobre la mesa la necesidad de normas vinculantes, algo que, debido a la cooptación por parte de las grandes empresas, había quedado relegado por la apuesta hacia las normas voluntarias y la gobernanza entre partes interesadas (stakeholderism).
El camino que tendrá este proceso es incierto, de momento la valoración que podemos hacer de la primera sesión del grupo intergubernamental, que tuvo lugar la primera semana de julio, es agridulce. Por un lado, no se puede infravalorar la importancia de que se vuelva a hablar del tema, pero al mismo tiempo la posición de los Estados más poderosos dentro del sistema de Naciones Unidas hace pensar que este tratado tendrá un corto recorrido. La mayoría de Estados Europeos, así como Estados Unidos y Canadá no participaron de la sesión, si que lo hizo la Unión Europea, pero básicamente para intentar bloquear el debate y cuando vio que no lo conseguía pasó a intentar deslegitimarlo.
Regeneración, 27 de julio del 2015. Fuente Viento Sur