Por: Manuel Pérez Rocha
Aquí he aprendido que puedo hablar y puedo pensar, dijo con mucho entusiasmo María, joven trabajadora de una oficina pública. Por supuesto no se refería a lo aprendido en la oficina, sino al fruto de su trabajo en unos ejercicios sabatinos llamados Prácticas de expresión oral, en los cuales participaba con esmero, prácticas aprovechadas a lo largo de varios años por diversos grupos de jóvenes y adultos. Estos ejercicios no tienen, como pudiera sugerir su nombre, el objetivo central de enseñar a hablar en público o generar sólidas competencias oratorias (aunque algo se avanza en las cinco breves sesiones que componen esas prácticas); buscan –y logran– generar la placentera y utilísima experiencia de enriquecer el habla y el pensar propios mediante el trabajo y la interacción verbal intencional con otras personas (el manual para organizarlas y conducirlas).
Entusiasmarse con el enriquecimiento del lenguaje y del pensamiento propio exige, en primer lugar, saber que ello es posible, como lo constató María, y sin duda lo es para todos los seres humanos. Ese entusiasmo no puede lograrse con la instrucción que al respecto podría dar desde la pizarra un maestro competente (certificado), se hace realidad cuando se experimenta personalmente un progreso de esas capacidades intelectuales como resultado del esfuerzo, y cuando se conocen sus frutos en el pensamiento de otros, ya sea por medio de la buena lectura o del ejemplo vivo que dan el maestro u otras personas en su actuación cotidiana. En la narración del origen de su vocación por la poesía –forma superior del desarrollo del lenguaje y el pensamiento–, Octavio Paz dice: “Mi amor por la palabra comenzó cuando oí hablar a mi abuelo y cantar a mi madre…”
El desarrollo y enriquecimiento de la expresión oral es una estrategia muy útil para el desarrollo de otras capacidades intelectuales, como la lectura y la escritura, con las cuales hoy se tienen tantas dificultades. La expresión oral es una experiencia cotidiana para todos los seres humanos, es una necesidad natural. Trabajar en ella no es una imposición arbitraria, como sí pueden parecer la lectura y la escritura, que son una maravillosa tecnología de la palabra, pero a la cuales no se accede de manera fácil y cuyos beneficios no son inmediatamente visibles. La escritura y la lectura parecen también innecesarias en esta época en que la imagen se impone como vía de comunicación (o manipulación), y el vocabulario dominante se reduce de manera progresiva. La lectura y la escritura, en contra de lo que muchos dicen, rápidamente se vuelven más ajenas a la vida cotidiana de la mayoría, por ello su práctica en la escuela es cada vez más difícil y tiene que forzarse. El desarrollo de la expresión oral, el enriquecimiento del vocabulario y de las formas de expresión y organización de las ideas y las palabras, pueden hacer visibles los valores y la necesidad de la escritura y la lectura. Esta fue sin duda la experiencia de muchas culturas: la escritura se inventó cuando la expresión oral estaba ya muy avanzada.
Si se acepta que una de las metas de la escuela reformada –desde primero de primaria– debe ser el desarrollo del amor por la palabra y el pensamiento, una actividad valiosa sería explicar a los niños lo que se sabe acerca de la relación que hay entre lenguaje y pensamiento. No es simple esta relación y varias teorías al respecto son materia de largas discusiones, pero la importante e innegable función de la palabra en algunos fenómenos que forman parte del pensamiento –por ejemplo la percepción y la memoria– puede ser probada sin grandes complicaciones, y comprendida y experimentada por los niños. La identificación de objetos, formas y colores, y la conservación de su imagen en la memoria, se facilitan si tienen un nombre. Sin la palabra, el pensamiento, la memoria, flaquean, incluso en ocasiones resultan imposibles. El poeta ruso Osip Mandelstam lo dijo bellamente: He olvidado la palabra que quería pronunciar y mi pensamiento, incorpóreo, regresa al mundo de las sombras. Otro ejemplo: la apreciación musical se intensifica cuando se conocen los nombres de los instrumentos, de los ritmos, de las formas. Los niños y los jóvenes pueden experimentar todo esto, reflexionar sobre ello y avanzar en la comprensión del conocido aforismo de Ludwig Wittgenstein: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Así es previsible que se interesen en ampliar su mundo enriqueciendo su lenguaje.
Hermanado con el amor al pensamiento está el amor a su resultado más preciado: el conocimiento, cuya solidez deriva, entre otras cosas, de la clase de pensamiento que lo origina. Se ha hecho popular la expresión pensamiento crítico, sin embargo no siempre se tiene conciencia de que éste supone la aplicación de criterios éticos, sociales y políticos pero también el análisis y la crítica de nuestros conceptos, de nuestro lenguaje. El pensamiento crítico también implica que el conocimiento se valora, se busca, se ama, no por lo que podemos obtener a cambio de él (dinero, honores, poder, buenas calificaciones), sino por lo que aporta para dar sentido a la vida propia y comunitaria, y para mejorarlas y enriquecerlas.
La experiencia de María puede reproducirse, en la escuela y fuera de ella. No se pretende que sea la panacea, se propone como una ayuda para romper con los atavismos de la escuela tradicional en donde imperan el silencio, la anulación del pensamiento y la imposibilidad del conocimiento sólido y fecundo. Otra posibilidad magnífica de enamorar a los niños con la palabra es la relatada en estas páginas el pasado lunes por Carlos Ortiz Tejeda: acercarlos a la poesía, por ejemplo con apoyo en el Libro de las adivinanzas, de Monika Beisner y José Emilio Pacheco.
En memoria de Luis Villoro