Por Victor M.Toledo
La frase parece temeraria, descabellada, incluso fuera de lugar, pero bien puede ser la manera en que una mexicana recibe a su pareja tras una ardua jornada en la que ambos han trabajado duramente. Son una familia privilegiada, aún sin hijos, porque tienen trabajo, aunque sea en condiciones de mínima supervivencia. Los acontecimientos de los últimos meses, la tragedia de Ayotzinapa, han dejado al descubierto una realidad que parecía imposible o muy lejana. En México, vecino de la mayor potencia del mundo, parece existir un Estado fallido o fracasado, como han comenzado a señalar varios observadores externos incluyendo los presidentes de Uruguay y Bolivia.
¿Realmente existe el Estado en México? Las estadísticas básicas sobre el país, frías y apabullantes, en vez de enardecernos parece que nos paralizan. Pero ahí están para que cualquier ciudadano del mundo las consulte. El salario mínimo se ha depreciado a tal punto que está por debajo del de China. Calderón mandó a la lista de pobres a otros 13 millones. Peña Nieto sigue haciéndolo, no detiene el empobrecimiento. Hace dos años había en el país 9 millones de jóvenes ninis (ni estudian ni trabajan). Noventa y dos por ciento de los delitos quedan sin ser investigados ni sancionados. En México, cualquiera puede cometer un crimen, un robo o un ilícito. No hay autoridad que lo limite. El decoro y la decencia se han convertido en una decisión individual, y ante las difíciles condiciones ni la ética ni la religión son garantía. Tal vez sea la familia, y en las comunidades rurales y los pueblos pequeños o medianos el prestigio y decoro social, lo único que mantiene el equilibrio. Ante eso, una minoría de empresarios y empresas y la élite política que gobierna, incluida buena parte de legisladores, partidos y ministros, hacen poco por detener la situación e incluso la empeoran cuando se corrompen. La lista de gobernadores que deberían ser juzgados y condenados aumenta cada día. Como contraparte, la clase política ha legislado nuevas leyes para conceder más territorio, recursos, como el petróleo, el gas y el agua, las semillas, las costas y playas, al interés empresarial y especialmente a las gigantescas corporaciones. En su ambición, esta oligarquía ha perdido el control y hoy paga las consecuencias. El Estado fallido ha sido alcanzado con la penetración del narco en todas las esferas del poder público, municipios, gobiernos estatales, las policías, el Ejército y los partidos políticos.
Foto: Eneas De Troya
¿Un Estado fallido en la mismísima nación vecina de Estados Unidos? Cuesta mucho trabajo aceptarlo y reconocerlo. A escala mundial la organización Fund for Peace y la conocida revista Foreign Affairs suelen realizar cada año una clasificación de los niveles de eficacia y legitimidad de los gobiernos. Normalmente encabezan la lista de estados fallidos 20 países, Afganistán, Haití y 18 naciones africanas. Cuando esos análisis examinen 2014, posiblemente acercarán a México a esos estándares. Curioso que los analistas del fenómeno en los países africanos ubican la debilidad y el colapso de las instituciones en un fenómeno recurrente: el sometimiento del Estado por el capital corporativo y monopólico, que acaba por corromper su función original: la de ser una entidad reguladora de conflictos e inductora del bienestar social. El Estado fallido surge con mayor frecuencia en África porque una élite política se corrompe y se hace cómplice de las empresas a las cuales concede multimillonarios contratos y facilita de manera especial sus inversiones. A cambio, los miembros de la clase política se enriquecen y se tornan una oligarquía inamovible al cancelar por todos los medios el cambio por la vía democrática. El Estado fallido termina entonces por inducir dictaduras militares y/o guerras civiles. Lo que sucede en México recuerda los ejemplos africanos. El diagnóstico más serio y detallado, hecho por el Tribunal Permanente de los Pueblos, es contundente: la violencia estructural que existe se traduce en violaciones impunes, masivas y sistemáticas de los derechos individuales y colectivos reconocidos por la Constitución mexicana y el derecho internacional de los derechos humanos, así como en violaciones graves de los derechos de los pueblos reconocidos en la Carta de Argel (www.tppmexico.org).
México ha entrado en un túnel negro. ¿Cómo salir de él? El mayor peligro está en la incapacidad de las instituciones políticas para enfrentar, resolver y remontar su propia crisis. Todo apunta hacia mantener el sistema intocado. Los tres fraudes electorales (1988, 2006 y 2012) son un triángulo pesado que anula o disminuye la esperanza. A ello hay que agregar un sinnúmero de operaciones legales, pero ilegítimas, que han bloqueado una y otra vez la participación ciudadana, el libre juego de poderes, y la autonomía e independencia de los actores, algo normal en toda verdadera democracia. El veto reciente a las consultas ciudadanas que determinó la Suprema Corte de Justicia de la Nación y hace una semana la olímpica negativa del Congreso a legislar una nueva instancia anticorrupción, indican que la autocracia continuará.
Difícilmente se podrá superar esta situación de desaliento, deterioro y corrupción si no es con un acto de transformación radical, y esto sólo parece viable por la actuación y presión de los movimientos sociales, unidos y organizados, como ocurrió en Egipto, Islandia, Túnez, Bolivia y Ecuador. Aún existe una salida electoral, que se pondrá a prueba en 2015. La irritación y protesta ciudadanas podrían expresarse en votos a través de Morena, un tema que ha provocado álgidos debates. Mientras, la fuerza motriz de la ciudadanía avanza por varios frentes. El primero es, sin duda, el conjunto de movilizaciones que aparecen al unísono o de manera aislada en prácticamente todo el territorio del país (en las tres jornadas globales sobre Ayotzinapa se han manifestado ciudadanos en 80 quizás 90 ciudades). El segundo se localiza en la consolidación y crecimiento de una prensa independiente y crítica que posiblemente ya supere a los medios dóciles o serviles. Este ágora cibernético mantiene un flujo de información entre millones de mexicanos, por medio de las redes sociales que incluyen sitios, televisión por Internet y radios comunitarias y regionales (Cuadro I)*. Un tercer frente se ha abierto entre el sector pudiente (con trabajo, auto y casa propia) que son millones, básicamente urbano, al que también le ha llegado la lumbre del infierno, y que se ha visto obligado a informarse, a debatir y a participar. Finalmente están sin duda la reacción y la solidaridad internacionales. No sólo las manifestaciones de protesta por decenas de países, sino las opiniones de los principales diarios del mundo y agencias noticiosas (Cuadro II)*, que deben contribuir a la renuncia del gobierno actual. Ayotzinapa ha levantado un gran espejo que ha iluminado una realidad desconocida, trágica, terrible. Los próximos meses serán cruciales.