Por Ricardo Venegas
Efraín Huerta es referencia obligada para cualquier lector de nuestra lengua. La actualidad de su poesía radica no sólo en lo que dijo, sino en lo que no escribió (Paz dixit). Huerta prefirió mirar el lado complejo de la desesperanza para forjar una poesía de verdad y belleza luminosas, y si un poeta es su propia obra, es posible afirmar que Huerta era alérgico a la hipocresía.
Diversos ensayos confluyen en la imagen del poeta que abanderó una poética de la intensidad; lo social, la palabra pública del poemínimo, el erotismo y el amor, dibujan a este escritor excepcional dentro de nuestra lírica como uno de los autores más vigentes. Al leer los poemas nacionalistas de Huerta es posible ligarlo a los poetas del XIX que buscaron apropiarse de un paisaje, un horizonte nombrado para forjar su propia tradición: Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez Nigromante y Manuel Gutiérrez Nájera, El duque Job, son algunos maestros que dejan en su obra un proyecto de literatura nacional. Por ello, al leer los poemas nacionalistas de estos poetas, concuerdo con Heriberto Yépez cuando afirma: “El prejuicio contra la poesía política, sin embargo, es increíblemente torpe: la poesía política es anterior a la lírica, así que es absurdo lanzarle perros, peros o pedos.”
Incomoda sobremanera que Octavio Paz haya opinado que los poemínimos de Huerta eran simplemente “chistes”; no olvidemos que el mismo Paz calificó a Monsiváis como un hombre no de ideas, sino de ocurrencias. Aun siendo Nobel de Literatura, a Paz a veces no se le puede tomar en serio en todo momento, aunque como poeta –nadie lo duda– es contundente. Si hoy hojeamos El laberinto de la soledad, veremos que muchas de sus partes ya tienen fecha de caducidad; los mexicanos estamos en constante movimiento y somos “reacios a las definiciones” (como la poesía).
Si Octavio Paz exploró a través del ensayo el temperamento del mexicano, Huerta desde la poesía lo hizo con fortuna. Mientras uno sopesa e interpreta la personalidad de nuestros compatriotas, el otro llega a territorios insospechados e intuye que el alma humana siempre será la misma. Sin embargo, puedo decir con Paz que Huerta no es un estudio, es una historia. Hoy sabemos que los hombres del alba “son los que tienen/ en vez de corazón/ un perro enloquecido”.
VELARDE EN LA OBRA DE HUERTA
En 1917 se publicó una crónica titulada “La avenida Madero”; en este texto, Ramón López Velarde escucha los signos vitales de la ciudad, se convierte en un cronista-poeta en el último período de su vida. Huerta, por su parte, heredero de esta tradición, escucha las mismas palpitaciones en su contexto. Por ello no resulta extraño que El Cocodrilo haya escrito un texto como “Avenida Juárez”, en donde le toma el pulso a la metrópoli y a todo cuanto significa. Coincido con Norma Garza cuando menciona que quizá sea el poema en que “expone con más crudeza el desencanto, las sombras del país, del territorio que uno vive; es la crítica más atroz, la lucidez de quien se atreve a ver lo que nadie quiere ver”. Ahí están los turistas del mundo con su bandera de barras y estrellas, destruyendo países, construyendo muros, violando hegemonías, mientras Huerta pregunta: “¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”, y continúa: “Entonces uno tiene que huir ante el acoso de los búfalos/ que todo lo derrumban, ante la furia imperial/ del becerro de oro que todo lo ha comprado”, y sigue: “y lo dejan a uno tirado a media calle/ con los oídos despedazados/ y una arrugada postal de Chapultepec/ entre los dedos”.
Se ha dicho que Huerta es un poeta de ideología, pero ¿qué poeta no asume una postura? Si regreso a los poemínimos encuentro que el lenguaje de la poesía se funde con la circunstancia o viceversa; en este sentido, Huerta tiene mucho de la práctica del haizin (poeta del hai-kú). Esta equiparación puede subrayarse a partir del ensayo de Raúl Bravo. El hai-kú, recomendaban los antiguos, debe escribirse en el instante en que es concebido, ya que su naturaleza es vital y sólo así, a la manera de un pintor impresionista, puede asirse la vida momentánea. La palabra hai-kú en su acepción primigenia significa broma, juego (que Bashó expuso magistralmente y fue –otra vez- Paz quien mejor lo tradujo al español), función que sin duda comparte el poemínimo. Huerta también ofició el humor a su manera. Indudablemente, y como asegura Yépez, Ibargüengoitia es a la prosa lo que Huerta a la poesía. Cito un ejemplo: (Monterroseana): Cuando/ Desperté/ La/ Putosauria/ Todavía/ Estaba/ Allí.
No es empresa liviana hablar de un poeta del tonalaje de Huerta, 1,850 gramos hablan y el cerebro de Rubén Darío continúa ahí, al lado del Responso por un poeta descuartizado. Es un poeta que seguirán leyendo las generaciones venideras, pues como el propio Cocodrilo escribió en una dedicatoria poco conocida: “Paso dado ni Dios lo quita”.
Ahí está Huerta, enemigo de las citas, los epígrafes y el maquillaje, más vivo que nunca en el rigor de su poesía, en el espíritu santo de su “transa poética”:
Ahora llegan los incendiarios, los santoficios.
Ya llegaron y en el Valle todo es humo, sudor, palabras ardientes y ardiendo y en las afueras del Museo Nacional de Antropología, un poeta muerto de risa, amor, adoración y deseo.
Llueve.
Tomado de La Jornada Semanal Nº 742