Por Bernardo Bátiz V.
El pueblo mexicano sufre con indignación y con dolor la comisión de dos crímenes coincidentes en el tiempo, ambos cometidos por los poderes del Estado. Uno, el homicidio perpetrado por policías de unos jóvenes estudiantes y la desaparición forzada de otros; el otro, este crimen político y social, fue cometido por medio de una sentencia nada menos que de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que cerró la posibilidad de que la ciudadanía ejerza su derecho de opinar en un asunto vital para la soberanía nacional y para el futuro del Estado.
El crimen violento es consecuencia del ambiente enrarecido que prevalece en el país, motivado por la imposición contra viento y marea de las reformas neoliberales rechazadas por la opinión general, pero forzadas con todos los medios y toda la fuerza del sistema, incluyendo actos de corrupción, acuerdos políticos ocultos, compra de votos, (del pueblo y de los legisladores) y todo tipo de engaños, maniobras mediáticas, represión, amenazas y trampas; el otro crimen, el político y social, es una pieza más de ese ambiente, quienes consciente o inconscientemente lo cometieron no se percatan de la cadena de consecuencias negativas que traerá para México y que no sabemos en qué concluirá.
Fueron los ministros de la Corte, envueltos en sus negras togas de lana, que les dio por usar recientemente para rescatar algo de dignidad, quienes cancelaron de un plumazo la tantas veces pospuesta democracia directa; rechazaron la consulta popular que se incorporó a la Constitución en el artículo 35 y que fue solicitada por millones de mexicanos. La excepción, que alienta y revive esperanzas, fue la del voto del jurista José Ramón Cossío, quien argumentó con razón que la consulta como un derecho humano superior en jerarquía al que, según sus colegas piensan, asiste al Estado.
No hay democracia representativa por los fraudes electorales, por la compra de votos y porque quienes debieran ser los mandatarios del pueblo se han convertido en servidores de un sistema cuyas decisiones finales se toman, no por el Poder Ejecutivo ni en las cámaras del Congreso, sino en las lujosas oficinas de las empresas y despachos que las patrocinan, ambientes lejanos al poder popular, pero cercanos a los poderes fácticos.
La Ley de la Consulta Popular y la reforma constitucional que es su base tuvieron como fin real, pero disimulado, aparentar apertura; sirvieron para negociaciones entre partidos; pensaron sus promotores que los ciudadanos no podrían reunir tantas firmas como las que se exigen y que no habría nadie que se decidiera a intentarlo a sabiendas de que la Suprema Corte podría frenar todo al final, como lo hizo. Lo lógico hubiera sido que primero se aprobara la pregunta y luego se recolectaran las firmas; se planeó el proceso al revés, para que los dóciles ministros de la Corte fueran la última barrera por si el pueblo, como lo hizo, salvaba todos los otros obstáculos.
Para estorbar la consulta, cada quien cumplió su papel: los partidos que forman parte del sistema improvisaron preguntas para que la de la verdadera oposición se perdiera entre las otras, los medios de comunicación pretendieron confundir y desorientar a quienes recababan firmas o a los que las estampaban; otro obstáculo fue la compleja papelería que se impuso, más la exigencia de números larguísimos en que los errores podrían darse fácilmente. Pero al final, los ministros cortesanos, una vez vencidas todas las barreras previas, cumplieron su parte desechando la pregunta por parecerles inconstitucional.
Por supuesto, no es anticonstitucional; la pregunta de Morena fue elaborada cuidando las exigencias del artículo 38 de la Carta Magna, pero al ver que se superó todo, buscaron una explicación para frenar el gran esfuerzo; la aparente razón que encontraron fue afirmar que la pregunta se refiere a los ingresos y gastos del Estado, que es uno de los supuestos prohibidos por el legislador constitucional. Eso no es así. La pregunta no se refiere ni al Presupuesto de Egresos ni a la Ley de Ingresos; nada tiene que ver directamente con estos instrumentos jurídicos que elaboran los legisladores y que pueden actualizar si se dan circunstancias que lo exijan.
La interpretación de la mayoría fue contraria a la intención del legislador constitucional que, amañada y todo, es permitir las consultas; un principio elemental de la interpretación de las leyes indica que debe atenderse al criterio más adecuado para que la ley surta efectos, no buscar pretextos para que no tenga ninguno. La Corte rebuscó argumentos precisamente para evitar que la ley pueda aplicarse; incumplió su papel, sirvió al sistema y los ministros sirvieron no a la justicia, sino las intenciones de sus padrinos que los pusieron en esos cargos. Pero no pudieron con ni desaparecer los millones de firmas ni ignorar el Zócalo lleno. Al fin y al cabo, la voluntad popular se expresó y la lucha sigue con nuevos bríos.