La reforma educativa carece de una propuesta de formación para los maestros. Lo que oferta es un “estatuto laboral” llamado servicio profesional docente, que pobremente incita a la capacitación técnica para uso de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), a la memorización de leyes y reglamentos laborales y administrativos para la funcionalidad de la escuela. Eso fue lo que priorizaron sus falsas “evaluaciones” que a falta de legitimidad y fundamentos pedagógicos, impusieron a sangre y fuego contra los docentes.
En este marco de acontecimientos, propios de un régimen fascista, no podemos ya pensar en que la formación de docentes con altos compromisos éticos y sociales pueda ser un acto dirigido en la verticalidad y el autoritarismo. Es necesaria una ruptura que recupere la capacidad autónoma de los maestros para constituirse como verdaderos educadores con autonomía para definir desde su condición social el tipo de sociedad y el modelo educativo que se requiere construir para detener el avance de un Estado antidemocrático.
No es posible que la sociedad siga confiando a los organismos de la globalización económica, a la iniciativa privada o empresarial, la formación de los docentes, porque sencillamente los proyectos son opuestos al desarrollo colectivo, a los intereses plurales de la nación, pero una alternativa sólo adquiere sentido en tanto se materializa, es decir, se llevan a cabo las prácticas de empoderamiento de los subalternos. En este caso hablamos de los educadores que alienadamente han transitado sobre caminos hechos para que otros logren sus intereses particulares y hegemónicos.
Esta alternativa para la formación docente sólo puede venir de los educadores mismos, y tendrá que desinstalar los sistemas meritocráticos de profesionalización que se han configurado con base en escalas de trabajo gerencial al estilo McDonald’s y el fetichismo por la medición de resultados a través de la “evaluación”; tendrá que evidenciar la propuesta oficial para reformar las normales, por su carácter “minimalista” en la reducción de saberes, cuyo objetivo central es el desarme cultural de la formación didáctica, ética, pedagógica, filosófica, histórica y política, incluso, hasta desaparecer la profesión docente.
El gran reto es descolonizarse, desaprender, no formarse más como docentes para repetir las mismas tesis de la educación empresarial, porque el resultado será igual al que se necesita cambiar. Estamos frente al desafío de proclamarse en la independencia educativa, en la autonomía y descolonización cultural de la clase en el poder; esta perspectiva obliga al reconocimiento de las raíces latinoamericanas de nuestras formas propias de entender lo pedagógico como un proceso de educación popular para la emancipación social y la afirmación de una identidad arraigada en los excluidos, desde sus diferentes formas de opresión racial, sexual, económica o política, pero identificando una sola raíz de la dominación, el sistema-mundo capitalista.
La herramienta principal de los docentes en el terreno ideológico para empezar a ser educadores populares, sin renunciar a la resistencia de las movilizaciones pacíficas, debe ser precisamente la “razón crítica”, con base en ella tendrán que enfocar el análisis educativo. Se trata de hacer visibles las relaciones de poder, control y dominación en el ámbito microsocial de la escuela y el aula; de someter a juicio reflexivo los planes y programas de los sistemas educativos, enfoques y didácticas, políticas y marcos jurídicos reproductores del poder, este es un paso fundamental para la elaboración de propuestas alternativas.
La crítica al currículo es, sin embargo, sólo el parteaguas para la deconstrucción de la escuela como aparato de reproducción ideológica, material y cultural de los dueños del dinero, lo que sigue es hacer de ella un campo de disputa de lo que ahí se enseña y se aprende, de cómo se organiza y para qué fines, de otro modo sólo habrá protesta y no propuesta, la resistencia será negación sin un proyecto educativo viable que haga posible un mundo mejor; en otras palabras, la invitación es a no sólo ocupar las calles y plazas públicas, sino también las escuelas, las bibliotecas escolares, las instituciones de formación docente, los libros de texto, las reuniones de consejos técnicos escolares, los planes y programas de estudio, con un proyecto que materialice lo que se escribe en cada manta o pancarta como demanda educativa, lo que se repite en cada consigna como aspiración colectiva de lo que debe ser la educación pública, científica y popular.
El nuevo educador que demanda este proceso de ocupación ideológica y empoderamiento pedagógico no debe ser lineal, ni enarbolar el pensamiento único, mecanicista y productivista de la reforma educativa. Los maestros que en ella se forman para educar en competencias, medir los conocimientos con instrumentos de estandarización y organizar la escuela como empresa para lograr la “calidad”, están totalmente limitados, son incapaces de explicar el mundo en su complejidad y fomentar el desarrollo integral de los alumnos.
Los docentes tendrán que formarse en la comprensión de una realidad natural y social que tiene muchas facetas y dimensiones con relaciones estrechas entre sí, en la atención de alumnos también diversos, irreductibles al individualismo competitivo, a números estadísticos o a su sola capacidad laboral; por el contrario, los alumnos se definen en múltiples facultades éticas, estéticas, políticas, económicas, sociales, culturales, creativas, emocionales, racionales, existenciales y demás que tenemos los seres humanos y que jamás podrían desarrollarse en la cuadratura de las competencias o medirse con exámenes estandarizados.
Junto a los tiempos y espacios de movilización y protesta social, deberán crearse otros en los que los educadores se formen en la conciencia crítica, en el conocimiento de las pedagogías liberadoras, en los principios de la educación popular; pero de manera sistemática, práctica, teórica, académica, rigurosa, estratégica y consciente, para saldar los vacíos y compromisos de la educación neoliberal con el pueblo, pero sobre todo para formar educadores que sean constructores de sueños, de sociedades libres, de hombres y mujeres críticos.
A esta instrumentación violenta de la reforma para despojar a los maestros de su identidad histórica como forjadores de la patria y convertirlos en reproductores de la escuela-fábrica, proponemos la conceptualización que Paulo Freire elaboró para referirse al maestro como “educador”, es decir, como un sujeto que enseña y aprende a su vez, revestido de conciencia crítica, sentido ético y compromiso colectivo; pero que es también “popular” porque se reconoce como pueblo, como parte de una clase social que no es opresora y por tanto su papel liberador es inherente al de su profesión educativa.
Está claro que los nuevos educadores populares no se harán en la espontaneidad, no existe una conciencia social que surja de la nada, adquirida de modo automático en la experiencia o preconstituida, y que pueda simplemente trasmitirse, tampoco instalarse como un dispositivo desde fuera de cada persona, esto se hace en el diálogo, en el intercambio de experiencias, en la lectura crítica de los textos y contextos, en la reflexión y la práctica. La gran tarea de las maestras y maestros de México es abrir esos canales de diálogo, materializar cada propuesta y desmantelar las bases que dan sustento a la reforma educativa de los empresarios.