«Ni seguridad, ni derechos» en México. Informe de Human Rights Watch

-“Ni Seguridad, Ni Derechos: Ejecuciones, desapariciones y tortura en la guerra contra el narcotráfico de México”, informe 2011 de Human Rights Watch, en el que demuestra que las fuerzas de seguridad han participado en casos de tortura, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales.

 – Fracasa la política de seguridad pública seriamente en dos aspectos: "No sólo no ha logrado reducir la violencia, sino que además ha generado un incremento drástico de las violaciones graves de derechos humanos, que casi nunca se investigarían adecuadamente. Es decir, en vez de fortalecer la seguridad pública en México, la “guerra” desplegada por Calderón ha conseguido exacerbar un clima de violencia, descontrol y temor en muchas partes del país. –Human Rights Watch (HRW)
 
Regeneración 15 de noviembre del 2011. La organización de derechos humanos "Human Rights Watch" publicó su informe “Ni Seguridad, Ni Derechos: Ejecuciones, desapariciones y tortura en la guerra contra el narcotráfico de México” en el que se detallan graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos por parte de los agentes estatales encargados de hacer cumplir la ley.

Estos son los ejes del resúmen ejecutivo de dicho informe.
 
 

Han transcurrido casi cinco años desde que el Presidente Felipe Calderón declaró la “guerra” contra la delincuencia organizada en México. Desde entonces, México ha sufrido un incremento dramático de la violencia.

Tras un descenso sostenido que se mantuvo durante casi dos décadas, la tasa de homicidios aumentó más del 260 por ciento entre 2007 y 2010.

El gobierno estima que hubo casi 35.000 muertes relacionadas con la delincuencia organizada entre diciembre de 2006 y fines de 2010, incluido un aumento drástico cada año: pasó de 2.826 muertes en 2007 a 15.273 en 2010. En lo que va de 2011, la prensa mexicana informó sobre más de 11.000 muertes vinculadas con el narcotráfico.

Este incremento alarmante de la violencia ha sido consecuencia, en gran parte, de la rivalidad entre poderos carteles que compiten por el control del narcotráfico y otras actividades lucrativas ilícitas, como la trata de personas, así como de enfrentamientos internos entre sus propios miembros.

Estas organizaciones han cometido graves delitos contra integrantes de bandas rivales y también contra miembros de las fuerzas de seguridad. Sus actividades ilícitas también han afectado prácticamente todas las esferas de la vida pública, e incluyen las más variadas modalidades, como extorsión de pequeñas empresas, bloqueos de las principales autopistas, cierre de escuelas, toques de queda nocturnos, secuestros en masa y asesinatos de funcionarios públicos.

Han apelado a demostraciones públicas de violencia —desde dejar cabezas de personas decapitadas en plazas públicas hasta colgar cuerpos mutilados de puentes sobre carreteras— con el fin de infundir el terror, no sólo entre sus rivales, sino también en la población general. Han tenido un profundo impacto en la sociedad mexicana.
 
El gobierno de México tiene el deber de adoptar medidas para proteger a sus ciudadanos frente al delito; y cuando estos sean víctimas de la delincuencia, el gobierno tiene la obligación de asegurar que el sistema de justicia penal funcione de manera adecuada para brindarles recursos efectivos.
 
Cuando el Presidente Calderón asumió en 2006, heredó un país donde los carteles consolidaban progresivamente su presencia y las fuerzas de seguridad —militares y civiles— tenían extensos antecedentes de abusos e impunidad en el cumplimiento de esta importante función.
 
En lugar de adoptar las medidas necesarias para reformar y fortalecer las deficientes instituciones de seguridad pública de México, Calderón decidió emplearlas para llevar adelante una “guerra” contra organizaciones delictivas que ostentaban cada vez mayor poder en el país. Asignó al Ejército un rol central en su estrategia de seguridad pública, que se enfocó principalmente en enfrentar a los carteles mediante el uso de la fuerza.
 
Actualmente, más de 50.000 soldados están asignados a operativos de gran escala contra el narcotráfico en todo México. En los lugares donde se han desplegado estas fuerzas, los soldados han asumido varias de las responsabilidades propias de la Policía y de los agentes del Ministerio Público —como patrullar zonas, intervenir cuando hay enfrentamientos armados, investigar delitos y obtener datos de inteligencia sobre organizaciones delictivas—. A su vez, se ha reducido el control civil de las actuaciones militares. A los operativos de las Fuerzas Armadas se han sumado miles de miembros de la recientemente reconstituida Policía Federal y más de 2.200 fuerzas policiales distintas de los estados y los municipios, si bien la cooperación entre estas fuerzas de seguridad es a menudo limitada o superficial.

¿Cuál ha sido el desempeño de las fuerzas de seguridad?

 
Hace dos años, Human Rights Watch se propuso responder a este interrogante. Para ello, realizamos investigaciones exhaustivas en cinco estados profundamente afectados por la violencia vinculada al narcotráfico: Baja California, Chihuahua, Guerrero, Nuevo León y Tabasco. Se efectuaron más de 200 entrevistas a un amplio espectro de funcionarios gubernamentales, miembros de las fuerzas de seguridad, víctimas, testigos, defensores de derechos humanos y otros actores. También se analizaron estadísticas oficiales, se recabaron datos a través de pedidos de información pública y se examinaron expedientes, procedimientos legales y denuncias de violaciones de derechos humanos, además de otras pruebas.
 
Mediante este análisis, Human Rights Watch pudo observar que existe una política de seguridad pública que fracasa seriamente en dos aspectos. No sólo no ha logrado reducir la violencia, sino que además ha generado un incremento drástico de las violaciones graves de derechos humanos, que casi nunca se investigarían adecuadamente. Es decir, en vez de fortalecer la seguridad pública en México, la “guerra” desplegada por Calderón ha conseguido exacerbar un clima de violencia, descontrol y temor en muchas partes del país.


 
Violaciones generalizadas de derechos humanos

 

Human Rights Watch encontró evidencia de un aumento significativo de casos de violaciones de derechos humanos desde que Calderón inició su “guerra contra el crimen organizado”. En los cinco estados analizados, se observó que miembros de las fuerzas de seguridad aplican torturas sistemáticamente para obtener confesiones por la fuerza e información sobre organizaciones delictivas. Y la evidencia sugiere que habría participación de soldados y policías en ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas en todo el país.
 
Los patrones de violaciones de derechos humanos que se advierten en los relatos de víctimas y testigos, el análisis de datos oficiales y las entrevistas con autoridades gubernamentales, funcionarios vinculados con la seguridad pública y organizaciones de la sociedad civil sugieren fuertemente que los casos documentados en este informe no constituyen hechos aislados. Se trata, por el contrario, de ejemplos de prácticas abusivas que son endémicas en la actual estrategia de seguridad pública.

 

Tortura

 
Human Rights Watch obtuvo pruebas creíbles de tortura en más de 170 casos en los cinco estados relevados en el presente informe. Las tácticas documentadas —que en general incluyen golpizas, asfixia con bolsas de plástico, asfixia por ahogamiento, descargas eléctricas, tortura sexual y amenazas de muerte— son empleadas por miembros de todas las fuerzas de seguridad.
El objetivo aparente de estas tácticas sería conseguir información sobre la delincuencia organizada y obtener confesiones por la fuerza, en las cuales las víctimas no sólo reconocen su culpabilidad, sino que además sirven a posteriori para encubrir los abusos de las fuerzas de seguridad cometidos antes y durante los interrogatorios coercitivos. En general, las torturas se aplican durante el período transcurrido entre que las víctimas son detenidas arbitrariamente hasta el momento en que son puestas a disposición de agentes del Ministerio Público. Durante este lapso, las víctimas son a menudo mantenidas incomunicadas en bases militares u otros centros de detención clandestinos.
 
Desapariciones forzadas
 
Human Rights Watch documentó 39 “desapariciones” en las cuales existen pruebas contundentes de que habrían participado las fuerzas de seguridad. Si bien en estos casos hay testigos que vieron a miembros de las fuerzas de seguridad secuestrar a las víctimas, las autoridades negaron haberlas detenido o que estas hayan estado en algún momento bajo su custodia.
 
Además de los casos documentados por Human Rights Watch, el creciente número de denuncias presentadas ante el Grupo de Trabajo de la ONU sobre Desapariciones Forzadas, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, las comisiones de derechos humanos de los estados y organizaciones mexicanas de derechos humanos indican que la incidencia de esta práctica sería cada vez mayor en todo el país. No obstante, la prevalencia de este delito no se aprecia adecuadamente debido a que, incluso antes de investigar los casos, funcionarios del gobierno clasifican casi todas las desapariciones como levantones, es decir, secuestros perpetrados por la delincuencia organizada. Y los intentos por determinar que estos delitos se cometen se vieron también obstaculizados porque 24 de los 32 estados de México no penalizan las desapariciones forzadas.

 

Ejecuciones extrajudiciales

 
En 24 casos, Human Rights Watch obtuvo pruebas creíbles de que miembros de las fuerzas de seguridad cometieron ejecuciones extrajudiciales, y en la mayoría de los casos, intentaron encubrir los delitos. Estas muertes se clasifican en dos categorías: civiles ejecutados por autoridades o que murieron como resultado de torturas, y civiles que murieron en retenes militares o durante enfrentamientos armados donde hubo un uso injustificado de la fuerza letal en su contra.
 
En la mayoría de estos casos, la escena del crimen fue manipulada por soldados y policías con la finalidad de presentar falsamente a las víctimas como agresores armados o encubrir el uso excesivo de la fuerza. Y, en algunos casos, las investigaciones sugieren claramente que miembros de las fuerzas de seguridad habrían manipulado la escena del crimen para simular que las ejecuciones extrajudiciales eran ejecuciones perpetradas por carteles de narcotráfico rivales.
 
La magnitud de los abusos
 
Las estadísticas oficiales muestran un incremento de los casos de tortura, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y otros graves abusos.
 
La CNDH ha registrado un aumento en la cantidad de denuncias de violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas de seguridad federales durante el gobierno de Calderón, y una proporción cada vez mayor de sus “recomendaciones” —que son informes exhaustivos donde se documentan delitos perpetrados por funcionarios públicos— han estado dirigidas a estas fuerzas. Por ejemplo, entre 2003 y 2006 la CNDH recibió 691 denuncias de violaciones de derechos humanos cometidas por soldados contra civiles; esta cantidad aumentó a 4.803 en el período entre 2007 y 2010. Y, mientras que entre 2003 y 2006 la CNDH emitió 5 recomendaciones en las cuales concluía que autoridades federales habían cometido torturas, en el período de 2007 a 2010 formuló 25 recomendaciones de este tipo.
 
Del mismo modo, la cantidad de investigaciones penales iniciadas por agentes del Ministerio Público militar y civil sobre delitos cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad contra civiles se ha incrementado notablemente en los últimos años. Según el Ejército, por ejemplo, los agentes del Ministerio Público militar iniciaron 210 investigaciones de delitos cometidos por soldados contra civiles en 2007, 913 en 2008 y 1.293 en 2009.
Por último, instituciones internacionales de derechos humanos, como el Grupo de Trabajo de la ONU sobre Desapariciones Forzadas, y defensores de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil también han recibido una cantidad cada vez mayor de denuncias de violaciones de derechos humanos. Toda esta evidencia, junto con las conclusiones que se exponen en el presente informe, señalan un aumento continuo en las violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas de seguridad.

 

¿Por qué estas víctimas?

 

La mayoría de las víctimas en los casos documentados por Human Rights Watch eran hombres jóvenes de origen humilde o de clase trabajadora. Muchos tenían familia e hijos pequeños. Tenían diferentes ocupaciones; se trata de mecánicos, conductores de taxi, empleados de fábricas y trabajadores de la construcción. Entre las víctimas también se incluyen policías, mujeres y niños, y algunos profesionales asalariados y personas de clase alta, como un profesor universitario y un arquitecto. Las víctimas de estos graves abusos —o sus familiares en casos de personas “desaparecidas” o asesinadas— declararon no haber cometido los delitos que les imputaban y afirmaron no tener conocimiento de, ni vínculos con, actividades ilícitas.
 
Las investigaciones de Human Rights Watch comprobaron que, en casi todos los casos, la única prueba ofrecida por las autoridades respecto de la culpabilidad de los detenidos eran declaraciones incriminatorias obtenidas después de sesiones de tortura u otros abusos. No parecían existir pruebas independientes que corroboraran estas declaraciones obtenidas mediante coerción, ni resulta claro en función de qué pruebas se determinó que existía sospecha razonable para detener a estas personas. De hecho, en varios de los casos investigados las pruebas sugieren que las autoridades actuaron equivocadamente al detener a estas personas. Por ejemplo, los registros judiciales del caso de una víctima de tortura que fue acusada de secuestrar a un civil establecen que la víctima ni siquiera se encontraba en México cuando se produjo el supuesto secuestro. En otros casos, la justicia ha exonerado a las víctimas o existen declaraciones de organismos gubernamentales que confirman su inocencia.
 
Es importante destacar que Human Rights Watch no está en condiciones de determinar cuáles fueron en cada caso los factores que llevaron a las fuerzas de seguridad a actuar contra estas víctimas. Pero aun si algunas de las víctimas cuyas historias se exponen en este informe hubieran tenido algún tipo de responsabilidad penal, los abusos y el extenso repertorio de graves violaciones de derechos humanos a los cuales fueron sometidas resultan inaceptables en cualquier circunstancia, han sido categóricamente prohibidos por el derecho internacional y deben ser investigados y los responsables castigados.
 
A su vez, si bien en algunos casos las personas acusadas de delitos graves pueden tener interés en proporcionar información falsa, Human Rights Watch incluyó en este informe únicamente aquellos casos en los cuales las versiones de las víctimas fueron corroboradas por testigos que presenciaron los abusos o confirmaron otros aspectos de lo relatado por ellas, así como por documentación médica, la identificación de patrones similares en los relatos de otras personas que no tenían conexiones entre sí, o las investigaciones de funcionarios públicos u otros terceros creíbles que confirmaron aspectos de la versión de las víctimas.
 

Falta de investigación de violaciones de derechos humanos

 

Es habitual que agentes del Ministerio Público militar y civil no lleven a cabo investigaciones exhaustivas e imparciales de casos donde existen indicios de que civiles habrían sido sometidos a graves abusos. Human Rights Watch documentó falencias sistemáticas en las investigaciones sobre tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, que han impedido que soldados y policías rindan cuentas por sus actos ante la justicia.
 

Impunidad de hechos de tortura

El Protocolo de Estambul es un conjunto de principios rectores reconocidos internacionalmente, destinados a evaluar el estado físico y psicológico de una potencial víctima de tortura, y México se ha comprometido a asegurar su aplicación en casos donde se sospeche que hubo maltrato. A pesar de ello, son excepcionales los casos en que estos principios han sido aplicados por funcionarios de la justicia federal y estatal. A su vez, es común que agentes del Ministerio Público no examinen en forma crítica las pruebas que señalan posibles maltratos de los detenidos, como las pericias médicas donde se documentan lesiones graves o los casos en que las “confesiones” de varias personas presuntamente involucradas en un delito son prácticamente copias textuales unas de otras. Como resultado de estas falencias, los funcionarios judiciales no excluyen aquellas confesiones que fueron obtenidas mediante tortura ni recaban pruebas que son cruciales para juzgar a soldados y policías que aplican tácticas abusivas. Por el contrario, los agentes del Ministerio Público, y en algunos casos los jueces, desestiman las afirmaciones de las víctimas por considerar que se trata de una estrategia para eludir ser castigadas, y clasifican sistemáticamente los casos de posibles torturas como el delito más leve de “lesiones”, sin antes investigar las denuncias en forma adecuada.

 

Impunidad de desapariciones forzadas

El período inmediatamente posterior a una supuesta desaparición es crucial para reunir información que pueda determinar el paradero de la víctima y evitar su “desaparición” por tiempo indefinido o su muerte mientras está detenida. No obstante, es habitual que funcionarios judiciales rechacen los pedidos presentados por familiares de las víctimas para que se inicien investigaciones en el período inmediatamente posterior a secuestros presuntamente perpetrados por funcionarios del Estado, y en algunos casos incluso se niegan a recibir denuncias formales. En lugar de ello, los funcionarios judiciales con frecuencia derivan a los familiares a estaciones de policía y bases militares para que averigüen si la víctima está detenida allí, y los obligan a esperar varios días antes de permitirles presentar una denuncia formal. Es común que autoridades gubernamentales se refieran automáticamente a estos casos como levantones, es decir, secuestros realizados por carteles rivales, y en muchos casos acusan a las víctimas de haber sido atacadas específicamente por su participación en actividades delictivas, sin antes efectuar una investigación al respecto. En los casos en que sí se inician finalmente investigaciones de las desapariciones, suelen observarse graves falencias; por ejemplo, no se entrevista a funcionarios públicos supuestamente involucrados ni se analizan las llamadas telefónicas efectuadas desde los teléfonos celulares de las víctimas después de los secuestros.

Impunidad de ejecuciones extrajudiciales

A pesar del aumento en la cantidad de muertes que son resultado de “enfrentamientos” entre miembros de las fuerzas de seguridad y presuntos delincuentes, la mayoría de estos hechos no son investigados. En las pocas excepciones en que se inician investigaciones, los funcionarios judiciales no adoptan medidas básicas, tales como efectuar pruebas de balística o interrogar a los soldados y policías involucrados. En vez de cuestionar los informes oficiales —muchos de los cuales presentan abundantes contradicciones y no coinciden con las versiones de los testigos—, es común que agentes del Ministerio Público acepten los informes de las fuerzas de seguridad como una descripción veraz de los hechos y no tomen en cuenta las pruebas que señalan un uso excesivo de la fuerza o que hubo torturas seguidas de muerte. Asimismo, en más de una decena de casos, los familiares de las víctimas de ejecuciones dijeron a Human Rights Watch que habían recibido presiones del Ejército para que firmaran acuerdos mediante los cuales renunciarían a cualquier acción para determinar la responsabilidad penal de soldados, a cambio de una indemnización.

 

Justicia militar

 

Es en el sistema de justicia militar donde la impunidad se manifiesta de manera más evidente. En nuestro informe de 2009, Impunidad Uniformada, Human Rights Watch documentó la falta de imparcialidad e independencia que se genera cuando es el mismo Ejército quien investiga a sus miembros, y recomendó a México reformar el Código de Justicia Militar para asegurar que todos los casos de presuntas violaciones de derechos humanos cometidas por militares contra civiles fueran investigados y juzgados en la justicia penal ordinaria. Desde que se publicó el informe, tanto la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en cuatro sentencias recientes) como la Suprema Corte de Justicia de México han emitido pronunciamientos en los cuales exigen que estos casos se excluyan de la jurisdicción militar. No obstante, esta práctica no se ha modificado y los resultados son los mismos: se siguen remitiendo las denuncias de violaciones de derechos humanos al sistema de justicia militar, donde continúan quedando impunes. En los cinco estados relevados en el presente informe, desde 2007 los agentes del Ministerio Público militar han iniciado 1.615 investigaciones de violaciones de derechos humanos supuestamente cometidas por soldados contra civiles, según datos oficiales obtenidos a través de pedidos de información pública. En ninguna de estas investigaciones militares en los cinco estados se han dictado condenas. A su vez, la Procuraduría General de Justicia Militar indicó haber iniciado 3.671 investigaciones de violaciones de derechos humanos cometidas por soldados contra civiles entre 2007 y junio de 2011. Durante este período, solamente fueron condenados 15 soldados; es decir, menos del 0,5 por ciento.

 

Retórica peligrosa

 
A pesar de que no se investigan adecuadamente los casos de violaciones de derechos humanos, es habitual que funcionarios públicos desestimen las denuncias de las víctimas como falsas y describan a las víctimas como delincuentes –incluso cuando altos funcionarios expresan públicamente su firme compromiso con el respeto de los derechos humanos–. El modelo para este discurso contradictorio ha sido proporcionado por el Presidente Calderón, quien por una parte ha reconocido a los derechos humanos como la “premisa central” de la estrategia de su gobierno contra la delincuencia organizada, y por otra parte ha expresado su disgusto ante denuncias de abusos cometidos por militares “que no son ciertas”. Calderón también ha señalado en varias oportunidades que el 90 por ciento de las personas que pierden la vida en hechos de violencia vinculados al narcotráfico son miembros de bandas de delincuencia organizada.
 
El mensaje del presidente ha sido reproducido por funcionarios civiles y militares en todos los niveles, como el secretario de Marina, quien recientemente declaró que grupos delictivos habían conseguido, mediante engaños, que organizaciones de la sociedad civil “utilizar[an] la bandera de los derechos humanos [para] dañar la imagen de las instituciones [gubernamentales]”. Un agente del Ministerio Público federal en Tijuana indicó a Human Rights Watch que las denuncias de tortura de los detenidos eran falsas debido a que “el único que miente es el propio inculpado”. Las estadísticas de Calderón también han sido replicadas por políticos locales, por ejemplo, en las declaraciones efectuadas recientemente por funcionarios de Nuevo León que indicaban que el 86 por ciento de las víctimas en casos de homicidios violentos ocurridos en ese estado en 2011 pertenecían a carteles.
 
Estas afirmaciones fácticas efectuadas por Calderón y otras autoridades estarían justificadas si se basaran en investigaciones rigurosas y objetivas. No obstante, la gran mayoría de las denuncias de violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas de seguridad nunca son investigadas adecuadamente y prácticamente no se juzga ninguno de los homicidios que se presumen vinculados al narcotráfico. La ausencia de investigaciones permite dudar de los fundamentos de las afirmaciones expresadas por el presidente y otros funcionarios, y revela además una tendencia intrínseca en el gobierno a prejuzgar a las víctimas. Esta retórica transmite a los funcionarios judiciales el mensaje que las denuncias de las víctimas son infundadas y no ameritan una investigación seria, y a la vez insinúa a las fuerzas de seguridad que sus abusos no serán cuestionados.
 
Ante este discurso y la ausencia sistemática de investigaciones exhaustivas, las víctimas de violaciones graves de derechos humanos, sus familiares y los defensores de derechos humanos  enfrentan un serio dilema. Pueden investigar ellos mismos los delitos, en general corriendo un riesgo alto. O pueden resignarse a ver cómo sus causas se estancan en los canales gubernamentales. Quienes optan por la primera alternativa afrontan enormes obstáculos, que incluyen desde persecución y amenazas de muerte por parte de miembros de las fuerzas de seguridad, hasta excusas burocráticas y tácticas dilatorias que parecen interminables por parte de quienes deberían defender sus intereses en el sistema de justicia. En muchos casos, los investigadores no intentan siquiera ocultar su colaboración con los funcionarios acusados de cometer abusos, y reconocen abiertamente su temor o renuencia a admitir casos en los cuales estén implicados miembros de las fuerzas de seguridad. Como señaló un agente del Ministerio Público a los familiares de una víctima, “no pueden ganarle al Ejército”. Tras varios años de investigaciones deficientes y pasivas donde se consiguen avances sumamente limitados, incluso las víctimas más determinadas a obtener justicia terminan desistiendo.

Incriminación de las víctimas y presunción de culpabilidad
 
La presunción de inocencia ha sido consagrada como un derecho fundamental en la Constitución Política de México y constituye un principio central del sistema de justicia del país y de numerosos tratados internacionales de derechos humanos ratificados por México. El ejercicio de este derecho no sólo es valioso en sí mismo, sino que resulta además indispensable para el efectivo funcionamiento de la justicia, ya que asegura que los procedimientos judiciales se sustenten en pruebas y no en criterios sesgados. Ello permite que los verdaderos responsables sean condenados.
 
A pesar de estas garantías, en México las personas que son señaladas como responsables de un delito y cuyos derechos fueron vulnerados por funcionarios para incriminarlas a menudo se enfrentan a un doble obstáculo: deben probar su propia inocencia y, al mismo tiempo, demostrar que sus derechos fueron violados por funcionarios públicos. Esto se debe a que, en la práctica, a menudo el sistema de justicia penal de México presupone que los sospechosos son culpables mientras no se demuestre su inocencia, en vez de exigir a la acusación que presente pruebas contundentes para incriminarlos.
La decisión de no investigar denuncias de abusos y violaciones de derechos humanos constituye una abdicación por parte de México de sus obligaciones jurídicas internacionales en materia de derechos humanos, que obligan al Estado a investigar denuncias creíbles de abusos. No obstante, prevalece en México una práctica perversa por la cual se obliga habitualmente a las víctimas a probar que sus derechos fueron cercenados. Asimismo, a menudo se señala a víctimas y familiares que el haber sufrido violaciones de derechos humanos constituye en sí mismo prueba de que participaron en actividades delictivas. La madre de un civil que, según señalan las pruebas, habría “desaparecido” a manos de policías, se ha referido a esta situación en los siguientes términos: “la actitud oficial es: si te pasó algo, es porque andabas mal”.
 
Es posible que algunas víctimas de violaciones de derechos humanos puedan haber cometido delitos anteriormente. Pero esto no justifica que se violen derechos fundamentales de las personas detenidas, y la condición de presunto delincuente de una persona no debería en ningún caso permitirle a las autoridades a desestimar sus denuncias cuando afirme haber sido víctima de abusos. Por el contrario, todos los ciudadanos deberían beneficiarse de la presunción de inocencia, y el Estado debería investigar en forma oportuna e imparcial todas las denuncias de violaciones de derechos humanos. Asimismo, como se demuestra en varios casos presentados en este informe, existen razones de peso para creer que una proporción significativa de las personas identificadas como presuntos delincuentes —en especial, cuando la única prueba en su contra es una confesión que se obtuvo por la fuerza— serían inocentes.

 

Consecuencias duraderas para las víctimas y sus familiares

Las violaciones graves de derechos humanos perpetradas por miembros de las fuerzas de seguridad pueden dejar huellas profundas y duraderas en las víctimas y sus familiares. Diversas víctimas de tortura señalaron a Human Rights Watch que continuaban padeciendo los efectos físicos y psicológicos de los tormentos sufridos. Una víctima que fue sometida a asfixia por ahogamiento dijo que durante los meses siguientes no pudo ducharse debido a que el agua le recordaba las torturas sufridas, y que incluso tomar líquidos era una experiencia traumática. Otra víctima que fue sofocada varias veces y golpeada violentamente en la cabeza dijo que, desde el interrogatorio, ha tenido episodios de pérdida de memoria inmediata, migrañas incapacitantes y pérdida de audición en un oído.
 
El trauma y el temor generados por violaciones graves de derechos humanos se extienden a familias enteras. Un joven que presenció la ejecución extrajudicial de su hermano perpetrada por miembros de la Marina en la vivienda familiar afirma sufrir pánico cada vez que pasa un convoy militar. Dijo que desde la noche de los disparos su familia no había regresado a la vivienda, ya que el lugar les trae recuerdos demasiado vívidos del incidente y no se sienten seguros allí. A menudo los abusos tienen un profundo impacto económico y social en los familiares de las víctimas, como le sucedió a un hombre que adoptó a los dos hijos pequeños de su hermano y su cuñada después de que ellos fueron ejecutados por soldados del Ejército.
 
Los familiares de los desaparecidos son objeto de tratos particularmente crueles, y al ser obligados a esperar en vano que haya novedades sobre el paradero de sus seres queridos, se les impide superar la situación y continuar con sus vidas. Esta crueldad se ve agravada por la actitud de funcionarios públicos que acusan a sus seres queridos de haber sido atacados por ser delincuentes, aun cuando hay pruebas que señalan lo contrario, y por las pobres medidas de investigación de las autoridades, que no hacen más que desmoralizar a los familiares y profundizar su sensación de impotencia. “Ya no sabemos ni qué hacer”, dijo la esposa de una víctima a Human Rights Watch. “Sabemos quién fue y todo, y no podemos hacer nada”.
 
Para los familiares de víctimas asesinadas por miembros de las fuerzas de seguridad, que no se juzgue a los responsables y que con frecuencia se señale públicamente a las víctimas como delincuentes constituye una causa de sufrimiento constante. Al igual que los familiares de personas desaparecidas, continúan luchando por saber qué le sucedió a sus seres queridos. El padre de una víctima asesinada por soldados un año y medio antes señaló: “Creen que a medida que pase el tiempo, nos vamos a olvidar de lo sucedido. No podemos hacerlo. Para nosotros, es como si hubiera sido ayer. Y no podemos resolver esto hasta que admitan que se equivocaron y sean castigados por ello”.

 

Carencias de las instituciones públicas de derechos humanos de México

 

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México y las comisiones de derechos humanos de los estados pueden desempeñar un rol central en la prevención de violaciones de derechos humanos y en su investigación y juzgamiento cuando estas se produzcan. En algunos casos, como el asesinato de dos niños por soldados en Matamoros, Tamaulipas, y otros señalados en este informe, la CNDH ha efectuado investigaciones serias y exhaustivas que demuestran su capacidad de practicar análisis complejos de balística, forenses y de campo, de realizar pericias médicas acordes con el Protocolo de Estambul, y de llevar a cabo entrevistas con idoneidad. La CNDH también ha demostrado que puede traducir sus hallazgos en enérgicas recomendaciones, donde se atribuye responsabilidad por delitos a funcionarios públicos y se exigen investigaciones penales. Varias comisiones estatales también han llevado a cabo investigaciones detalladas en algunos casos de violaciones de derechos humanos, como las de Guerrero y Chihuahua que se citan en este informe.
 
No obstante, con demasiada frecuencia las comisiones no ponen en práctica esta capacidad de investigación. En varios casos, Human Rights Watch comprobó que funcionarios de las comisiones no adoptaban medidas básicas para investigar las denuncias, no iniciaban investigaciones cuando existían amplias pruebas de abusos, o bien las concluían en forma prematura. Y, en más de una decena de casos, Human Rights Watch observó que la CNDH no ejerció su competencia para investigar denuncias donde existían pruebas que señalaban claramente que se habían cometido violaciones de derechos humanos y, en lugar de ello, remitió los casos a las autoridades civiles y militares antes de efectuar una investigación exhaustiva, mediante una práctica conocida como “vía de orientación”.
Aun en casos en que las comisiones llevan a cabo investigaciones minuciosas, a menudo limitan el impacto de sus propias conclusiones al no adoptar medidas para asegurar que se implementen sus recomendaciones. En particular, Human Rights Watch comprobó que las comisiones dejan de trabajar en los casos cuando los agentes del Ministerio Público inician una investigación de los abusos —una práctica que ya fue documentada en un informe anterior de Human Rights Watch—, en lugar de controlar que estas investigaciones avancen y se lleven a cabo de manera oportuna y exhaustiva. Esta falta de seguimiento agrava el clima de impunidad, y permite que funcionarios que anteriormente han cometido violaciones de derechos humanos permanezcan en cargos donde pueden repetir los abusos. Por ejemplo, desde 1991, la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero ha emitido 23 recomendaciones en las cuales concluyó que el actual jefe de la Policía Ministerial en la región norte de Guerrero había cometido abusos que incluyen homicidios, torturas y extorsión. Esta misma persona fue acusada de haber participado en forma directa en la tortura de una víctima entrevistada por Human Rights Watch para este informe.
 
Por último, la CNDH continúa dirigiendo al sistema de justicia militar las recomendaciones formuladas en casos de violaciones de derechos humanos cometidas por soldados, lo cual prácticamente garantiza su impunidad. Esta práctica contradice lo resuelto por la Corte Interamericana y la Suprema Corte de Justicia de México en sus sentencias y contraviene normas internacionales de derechos humanos, a las cuales se les reconoció igual jerarquía que la legislación interna tras la reciente reforma constitucional.

 

No mejora la seguridad pública

 

Las violaciones de derechos humanos no sólo debilitan el estado de derecho, sino que además pueden tener efectos contraproducentes para la reducción de la violencia, la desarticulación de redes delictivas y la construcción de la confianza pública en las instituciones que resulta indispensable para la efectividad de los operativos contra el narcotráfico. Desde el inicio de la “guerra contra el narcotráfico” de Calderón, los índices de delitos violentos han aumentado vertiginosamente; las prácticas abusivas de control policial han perjudicado la investigación y el juzgamiento de presuntos delincuentes; y la corrupción y los abusos generalizados han generado hostilidad entre la población civil, que de otro modo podría brindar información crucial a las fuerzas de seguridad.
 
Los homicidios que son producto de la violencia vinculada al narcotráfico han aumentado cada año desde que el Presidente Calderón implementó su estrategia de seguridad pública. Por ejemplo, las cerca de 15.000 muertes presuntamente relacionadas con la delincuencia organizada ocurridas en 2010 representan un aumento de casi el 60 por ciento respecto del año anterior. En Baja California, Chihuahua, Guerrero, Michoacán, Sinaloa, Nuevo León y Tamaulipas —estados donde el gobierno federal ha puesto en marcha importantes operativos contra el narcotráfico con intervención del Ejército— la tasa de homicidios tanto en 2008 como en 2009 prácticamente duplicó los niveles récord correspondientes a las dos décadas anteriores. Asimismo, la afirmación del gobierno de que los operativos de seguridad pública habían conseguido reducir la delincuencia en lugares como Tijuana no se ve respaldada por las estadísticas, que muestran que se mantienen niveles alarmantes de homicidios, robos violentos, secuestros y extorsión, a pesar de algunos descensos modestos y efímeros.
 
El Presidente Calderón ha señalado en reiteradas oportunidades que la alarma por la magnitud de la violencia en México es exagerada e indicó que la tasa de homicidios del país es mucho menor que la de otros países de América Latina, como Brasil y Colombia. No obstante, la tasa total de homicidios ofrece una descripción incompleta de la violencia en México, dado que los hechos de violencia vinculados con el narcotráfico afectan a algunas regiones mucho más que a otras. Por ejemplo, casi un tercio del total de homicidios vinculados a la delincuencia organizada ocurridos en 2010 en México se produjeron en tan sólo cinco ciudades, de acuerdo con datos del propio gobierno. Por lo tanto, es posible obtener una apreciación más realista de la gravedad de la violencia a través del análisis de las tasas de homicidios correspondientes a determinados estados y ciudades que, casi sin excepción, presentan tendencias ascendentes. Por ejemplo, en Ciudad Juárez la tasa de homicidios cada 100.000 habitantes se elevó de 14,4 en 2007 a 75,2 en 2008, y a 108,5 en 2009. La tasa de homicidios en Juárez durante 2009 no sólo fue aproximadamente siete veces superior al índice nacional para todo México, sino que es además una de las más elevadas del mundo, y supera ampliamente a las de Río de Janeiro, Brasil, y Medellín, Colombia, dos ciudades con las cifras más altas de homicidios de la región.
 
Este aumento de la violencia no ha estado acompañado por un incremento de la cantidad de juicios penales. Si bien las fuerzas de seguridad han detenido a decenas de miles de presuntos miembros de carteles —en su mayoría, supuestamente in flagrante—, solamente en una fracción de estos casos se han iniciado investigaciones, es menor aún la proporción de casos en que se han presentado cargos, e incluso han sido menos los casos en que se dictaron condenas penales. Por ejemplo, si bien el gobierno afirma que entre diciembre de 2006 y enero de 2011 ocurrieron 35.000 homicidios vinculados a la delincuencia organizada, la Procuraduría General de la República solamente registró 13.845 homicidios. (De conformidad con la Constitución mexicana, si todos estos homicidios estuvieran efectivamente vinculados a la delincuencia organizada, los agentes del Ministerio Público federal estarían facultados a investigarlos y juzgarlos).
 
La PGR brindó datos contradictorios sobre la proporción de estos casos que estaban siendo investigados, e informó en un primer momento que había iniciado 1.687 investigaciones de homicidios, y tres meses después señaló que sólo había iniciado 997. Solamente han sido acusadas 343 personas en estos casos. Y, según estadísticas proporcionadas a Human Rights Watch por el poder judicial federal en respuesta a un pedido de información pública, la justicia federal solamente ha aplicado condenas en 22 casos de homicidios y otras lesiones vinculados con la delincuencia organizada. Los resultados a nivel estatal son igualmente deficitarios. Desde 2009 hasta mediados de 2010, se produjeron en Chihuahua más de 5.000 muertes vinculadas a la delincuencia organizada. De acuerdo con datos proporcionados por la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chihuahua, durante ese mismo período, solamente 212 personas fueron condenadas en los tribunales del estado en relación con homicidios.
 
Cuando se pide a funcionarios judiciales que expliquen las razones por las cuales sólo se consiguen condenas en casos excepcionales, presentan varias explicaciones, incluyendo el volumen abrumador de causas, la complejidad y el riesgo inherente que supone llevar adelante investigaciones relacionadas con la delincuencia organizada y la falta de certeza sobre si un homicidio corresponde a la jurisdicción federal o de los estados, entre otras. No obstante, varios agentes del Ministerio Público señalaron en confianza a Human Rights Watch que uno de los principales obstáculos que impiden investigar y juzgar eficazmente estos casos es el amplio repertorio de abusos cometidos por soldados y policías. Según han señalado funcionarios judiciales, no sólo es común que las fuerzas de seguridad contaminen y manipulen la escena del crimen, sino que además ponen a los detenidos a disposición de agentes del Ministerio Público casi exclusivamente sobre la base de confesiones que, como luego se determina, se obtuvieron mediante golpizas, amenazas u otros abusos. En este contexto, los agentes del Ministerio Público enfrentan la alternativa de ignorar posibles abusos y sustentar la acusación en las confesiones obtenidas mediante la violación de los derechos de los presuntos delincuentes, o bien desestimar estas pruebas y confesiones dudosas e iniciar su propia investigación desde cero.
 
Las prácticas policiales abusivas también debilitan la confianza de la población civil en las fuerzas de seguridad, sin la cual es muy difícil obtener información —como datos sobre actividades ilícitas— que resulta indispensable para la efectividad de las medidas para mejorar la seguridad pública. El Presidente Calderón ha apelado en varias oportunidades a la ciudadanía para que colabore con el gobierno en la denuncia de delitos. Sin embargo, la confianza de la cual depende esta cooperación se construye con la experiencia, y muchos mexicanos no creen que los delitos que denuncian serán debidamente investigados, o temen que la delincuencia organizada se haya infiltrado en la justicia y en los organismos de seguridad pública locales. Si a esto se suman los abusos generalizados cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad, que profundizan aún más la desilusión pública, no resulta sorprendente que muchos civiles consideren que la denuncia de delitos puede ser una alternativa más riesgosa que guardar silencio.

 

Esta desconfianza se refleja en la baja proporción de delitos y violaciones de derechos humanos que los ciudadanos denuncian ante las autoridades. En diálogos con Human Rights Watch, agentes del Ministerio Público y funcionarios de derechos humanos han coincidido en que tan sólo una proporción mínima de víctimas denuncian los abusos sufridos, como resultado de una combinación de temor y falta de confianza en las autoridades. Un representante de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua en Ciudad Juárez, por ejemplo, estima que solamente una de cada diez víctimas de abusos militares presenta una denuncia ante la comisión. Agregó que los civiles que no denuncian violaciones de derechos humanos seguramente tampoco denuncien otros delitos. Asimismo, se ha determinado a través de encuestas nacionales que casi el 90 por ciento de los delitos en México nunca se denuncian. Esta renuencia a denunciar delitos, a su vez, alimenta un círculo de impunidad que protege a los responsables y favorece la delincuencia.