Resistir hoy, Alfredo Molano Bravo

Cuando se habla de resistir, se tiende a pensar en un acto heroico, como, digamos, la resistencia de los cartageneros frente al cerco del general Morillo en 1815. O la de los niños palestinos enfrentando a piedra los tanques israelitas. ¿Y qué duda cabe sobre estas formas heroicas de lucha? 

 

Capítulo I

Los debates sobre la resistencia civil qué es y qué no es* 

 

Resistir hoy

Alfredo Molano Bravo

Aproximaciones a la resistencia civil

William Tolosa G., ATI

A propósito de la resistencia. Apuntes para una reflexión necesaria

Eugenio Guerrero

La resistencia una opción legítima y viable

Marcos López

 

Alfredo Molano Bravo

Resistir hoy**

«La historia es el más grande conjunto de aberraciones,

guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez,

                                                   o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican

para cuidar a los más desventurados.

Ellos encarnan la resistencia».

Ernesto Sábato. La resistencia.

 

Cuando se habla de resistir, se tiende a pensar en un acto heroico, como, digamos, la resistencia de los cartageneros frente al cerco del general Morillo en 1815. O la de los niños palestinos enfrentando a piedra los tanques israelitas. ¿Y qué duda cabe sobre estas formas heroicas de lucha? Colombia ha sido patria de resistencias, la gran mayoría menos épicas y más humildes, por ser justamente hechas por gente humilde sin ambiciones de grandeza ni de figuración histórica.

 

I

 

Hablo, en primer lugar, de la tenaz resistencia indígena al vasallaje del blanco en toda América, e incluyo la de los pueblos navajos y yaquis, en el norte, hasta la de los tupamaros o mapuches, en el sur del continente. Pero me refiero especialmente a la lucha por no sucumbir al conquistador de los pueblos y de las culturas que hoy siguen peleando en el país. La gran familia Karib-Arawak es originaria del Amazonas-Orinoco, según lo atestiguan los vestigios más antiguos encontrados por los arqueólogos. Las pinturas rupestres del Chiribiquete, cuya perfección, sobre todo las figuras de jaguares, venados y danzas, podrían rivalizar con las de Altamira, en España, datan de entre el siglo XVII y el V a. de c. La sabia reexplotación económica de la selva húmeda tropical y la necesidad de conseguir mujeres de una filiación cultural diferente los obliga a desplazar contingentes cada vez mas al norte hasta llegar al mar Caribe, invadir las Guyanas, el golfo de Coquiabacoba, las Antillas. Y luego adentrarse por los ríos Magdalena y Cauca hasta la estrella fluvial, descender por el Patía poblando y reencontrarse aguas abajo en los ríos de la vertiente del Amazonas, por donde también habían ascendido. Los Karib-Arawak conservaron su identidad a través del uso de la yuca amarga, el tabaco, la coca y, añadiría, la hamaca, sin duda uno de los aportes más esplendidos que ésta cultura hizo a la humanidad. Su identidad esencial fue en sus orígenes resistencia contra el hostil ambiente hasta adaptarse y adaptarlo a sus necesidades.

La llegada del hombre blanco con sus dioses, su pólvora y sus caballos los sorprendió, pero no los derrotó, a pesar de haber sido masacradas las tres cuartas partes de su gente. Lucharon, claro, con sus macanas, sus flechas y sus lanzas. Memorable resistencia fue, entre muchas, la de Calarcá, la de la Gaitana, la de Tundama.

La llamada crisis demográfica causada por la Conquista podría ser vista como una forma de resistencia que implicaba la muerte –o el suicidio– antes que el vasallaje, y que tuvo una siniestra consecuencia para las culturas del África occidental: la esclavitud, el comercio de esclavos negros, su destrucción cultural casi total. La Iglesia, los esclavistas dueños de minas y haciendas, los gobernantes españoles, despojaron de casi toda identidad a estos desgraciados pueblos –divinidades, lengua–, salvo de su piel y de su música. Si sus lenguas no sobrevivieron a la esclavización, el tambor siguió llamando, recordando, invitando. El son del tambor fue el símbolo de su resistencia y el hilo que conservó la identidad de los negros desde el sur de EE. UU. hasta el Brasil.

Toda la región del mar Caribe conserva y reproduce aún hoy esa identidad. Parece como si así como a golpes de tambor en su tierra original se comunicaban, así de generación en generación también a golpes de tambor su identidad pudo ser conservada. El tambor, las bongas, los cueros, fueron –y continúan siendo– un arma de resistencia no sólo invencible, sino avasalladora. Las sonoridades negras han impactado la cultura colombiana y Caribe hasta convertirse en uno de los emblemas de su identificación.

El son acompañó a los esclavos en su trabajo, en su lamento, así mismo, en su fuga. Los esclavos huían de sus amos para recuperar su libertad y resistir en regiones escondidas y que el blanco no controlaba. Allí crearon comunidades de esclavos liberados, llamados Palenques. Sus lazos culturales fueron reconstruidos con lo poco que habían logrado salvar de la hecatombe: dioses, música, y uso de la selva húmeda tropical, muy similar a la cultura del bosque de la que sus abuelos fueron salvajemente extraídos. La resistencia de los antiguos esclavos continúa viva en la costa pacífica, hoy protegida por la Ley 70, una conquista amenazada por los intereses madereros, la gran ganadería y los megaproyectos.

Los pueblos indígenas, derrotados en sus guerras de guerrillas, conservaron su identidad refugiándose también en territorios que al blanco no le interesaban o cuyo costo de conquista y sometimiento era demasiado alto. Huir, refugiarse, ha sido una modalidad eficaz de resistencia indígena. Las selvas del Darién, la Sierra Nevada de Santa Marta, los desiertos de la Alta Guajira, la Serranía del Perijá, el Paramillo, las vertientes del Atrato y el San Juan, la depresión Momposina, –los Llanos orientales desde el piedemonte hasta el Orinoco–, los pliegues del nevado del Huila, el sur del Tolima, el norte y el sur del Cauca, las vertientes del Caquetá y del Putumayo, son las regiones de refugio y resistencia donde han dado la pelea los indígenas. Y siguen dándola. Ha sido una ardua y astuta pelea por sus valores, normas y autoridades, por su forma de vestir, por sus divinidades, por sus usos de la selva, por sus vehículos de ensueño y adivinación, la chicha de maíz o de yuca, el tabaco –o ambil–, la coca, el yopo, el yagé. Y, claro está, por sus territorios que no han dejado destruir porque saben que sus bosques son esenciales para vivir y, sobre todo, para resistir. La selva y la montaña han sido su gran maestra y aliada, su refugio y su arma de resistencia más tenaz; la irregularidad y la heterogeneidad en sus formas de lucha, su más eficaz modo de enfrentar a sus enemigos. La irregularidad en medio de la selva, los vuelve transparentes, invisibles y, por tanto, peligrosísimos.

La resistencia indígena –unas veces armada y otras pasiva, siempre audaz– atravesó el siglo XX y hoy continúa bajo otras formas que la han trasformado. Porque la resistencia es también un modo de trasformar al luchador y a sus enemigos. Me estoy refiriendo en concreto a una historia que es, a su vez, una gran metáfora. La lucha del indio por su tierra, o, más exactamente, por su territorio, base de su identidad y de su cultura. Desde el siglo XIX los indios del Macizo colombiano han luchado por sus resguardos contra las leyes que buscaban liquidarlos invadiéndolos, repartiéndolos o redistribuyéndolos. Su gran enemigo han sido los regímenes de la encomienda, primero, y el de la hacienda, después. En otras palabras, el latifundismo y sus representantes legales, los gobernadores y los gobiernos.

Durante muchos años los resguardos del Macizo colombiano, y los del sur del Tolima y el norte del Huila, lucharon localmente sin lograr ni de lejos hacer una lucha colectiva. Hasta que se levantó el indio Quintín Lame, nacido en el Cauca y muerto en el Tolima. Su historia es la de la unión indígena de los pueblos que habían resistido con mayor vehemencia. Quintín unificó esa lucha y restituyó, por así decirlo, la unidad de los pijaos con los paeces, ambos de filiación lingüística Karib. En esa lucha de resistencia por la tierra, se reencontraron la chicha de maíz de los pijaos y el mambe de la coca de los nayas. Ese sello es la cuna donde nació la resistencia liberal contra el conservatismo en los años de la violencia bipartidista.

Cabría agregar que el sur del Tolima ha sido también cuna de los grandes reformadores agrarios, Murillo Toro y Darío Echandia. El concepto de función social de la propiedad se enraíza en la lucha de los indios del Tolima y del Macizo por la tierra. Fue, además, la región donde comenzó a resistir Pedro Antonio Marín y sus primos, los Loaiza, mestizos con sangre indígena. En la hoya del río Amoyá resistieron a la violencia conservadora, resistencia que cobró forma social cuando fueron derrotados y divididos a raíz del arbitraje militar de Rojas Pinilla. Derrota que significó, no obstante, la unión con otro movimiento de naturaleza campesina y agrarista, acaudillado por Juan de la Cruz Varela en el Sumapaz.

La historia de la resistencia y su lenta y accidentada transformación en movimiento armado, cuyo catalizador fue el Frente Nacional, está íntimamente ligada a la lucha por la tierra. ¿Podría dudarse de que fue la liquidación de Ley de Tierras -Ley 200 de 1936, de López Pumarejo, por medio de la Ley 100 de 1944, condujo a la llamada guerra civil no declarada de los años cuarenta y cincuenta? ¿Podría negarse que la frustración de la reforma agraria de los años sesenta impulsó la creación de las FARC, del ELN y del EPL? Mas aún, ¿quién duda aún de que la concentración ilimitada de la tierra, autorizada por el Pacto de Chicoral, generó un proceso masivo de colonización permanente, en que los cultivos de marihuana, coca y amapola se convirtieron a la larga en la única forma de sobrevivir y de resistir a la economía de consumo y a la globalización?

 

II

 

La política neoliberal tiene una ley suprema: la vigencia absoluta de la ley de la oferta y la demanda. Todo lo que se oponga a su plena vigencia, excepción hecha de su producto más genérico, el monopolio, debe ser debilitado y poco a poco destruido. El Nafta liquidó de un plumazo, por imposición de los inversionistas norteamericanos, el Artículo 27 de la Constitución mexicana, el único más auténtico de la Revolución mexicana. En Colombia el TLC bilateral con EE. UU. buscará una reforma constitucional, ya en marcha, que destruya todas las trincheras en que las clases populares ¾incluido un sector de la clase media¾ defienda sus intereses.

Los resguardos indígenas, las comunidades ancestrales negras, las reservas campesinas, los sindicatos, las juntas de acción comunal, las áreas protegidas, todas estas herramientas y condiciones de la resistencia no armada, están llamados a desaparecer para que nada obstruya la libre inversión, generalmente en Colombia fruto de la especulación y de las ganancias extraordinarias de capital. La tendencia abarcará, claro está, la neutralización de la tutela, de la justicia civil, de los órganos de control, de las garantías de oposición, y de la división de las ramas del poder público, y entrará a saco en las reservas de la biosfera, en los parques nacionales, privatizará los páramos ¾esas formidables fábricas de agua y oxígeno¾, las playas, las islas, los ríos.

No quedará rincón de nuestra geografía que no sea susceptible de privatizar y de ser un instrumento de exclusión.

¿Cómo resistir a esta brutal embestida del capital? ¿Cómo impedir que toda nuestra vida sea individualizada y todos nosotros convertidos en sujetos de explotación y de extorsión económica? Sólo hay una salida: reconstruir y afianzar las fuerzas colectivas, los derechos colectivos, la resistencia a la individualización. Hace poco oí decir a un indígena huitoto en la maloca de La Chorrera: «Debemos rechazar la unidad porque ella es imposición del más fuerte, y debemos, en cambio, buscar la armonización de nuestras diferencias». Creo que la invitación del chamán es exacta. La unificación es peligrosa porque borra diferencias y contradicciones, en su lugar la lucha debe ser la armonización, para usar el afortunado término del indígena.

Resistir hoy el embate del neoliberalismo es rebuscar nuestras afinidades para reiniciar la lucha colectiva. Significa defender activa y radicalmente las organizaciones populares. La reciente pelea que dio la USO es un ejemplo de resistencia que debe inspirar la lucha de las clases excluidas del poder y de los beneficios del trabajo. La desobediencia civil de los resguardos del Cauca, que se niegan a permitir ser incluidos en la lucha armada de sus enemigos, los blancos, y a ser juzgados por esas leyes y esas autoridades, es un principio que de generalizarse daría al traste con el llamado orden establecido, que es en realidad el orden que defiende la corrupción, los negociados, la especulación, el clientelismo y el unanimismo.

Tres ejemplos más podrían ilustrar la lucha por impedir ser liquidados como organizaciones colectivas: la lucha de las comunidades del Cacarica, de San José de Apartadó y del Alto Ariari. Hay algo de comunidad primitiva, inclusive de catecúmenos, que ha logrado ser reconstruido y transformado en un espíritu batallador que se niega a dejarse disgregar, a dejarse arrebatar su territorio, sus autoridades, que se resiste a la violencia y a la guerra desatada por el establishment contra la gente a favor de los intereses de los grandes empresarios: los de la palma africana, el banano, la ganadería extensiva, los megaproyectos. No podría velarse el hecho de que el ejército y los paramilitares defienden la construcción de la carretera Panamericana pasando por encima de los derechos y los intereses de las comunidades del Cacarica; o la extensión de las bananeras en el Urabá y específicamente allí donde se han refugiado resistiendo las comunidades desplazadas del eje bananero; o finalmente la lucha por la consolidación del trabajo como propiedad campesina que los colonos del Alto Ariari han emprendido casi desde los años cincuenta. Hay un país que se resiste a ser plantación, hacienda, autopista.

 

 

 

III

 

Con todo, hay un enemigo del que no hemos hablado aún: el consumismo y su vehículo predilecto, los grandes medios de comunicación de masas. Hoy día el capitalismo se impone soberano y sin rival a la vista, a no ser, sus propias contradicciones que, no obstante, podrían fortalecerlo. Sus apologistas le han hecho creer al mundo que la producción está destinada a satisfacer las crecientes necesidades de la humanidad, y miden el grado de desarrollo, que es para ellos el nivel de la civilización, por el nivel de consumo.

La realidad histórica es distinta. La producción no satisface necesidades, las crea; no está jalonada por la demanda, sino por la lógica suprema del capital: su reproducción ampliada. Para ello debe romper toda otra forma de producir y de consumir, ellas son parte de su combustible y de su campo de expansión. En la Colombia de Uribe, el capital se ha quitado su máscara y ha mostrado su verdadera naturaleza: el Estado ha sido puesto sin consideración social de ninguna clase al servicio de las ganancias de los empresarios; ellas son para el gobierno actual la esencia de la legalidad; la piedra de toque de la justicia, la gobernabilidad, el desarrollo y el bienestar. El país excluido económicamente carece de representación política, y es cada vez más asimilado al terrorismo.

Cabe aquí agregar el siniestro papel que cumplen los medios de comunicación, especialmente la televisión. El periodismo era inicialmente una forma pública de debatir las diferencias ideológicas, los intereses políticos, las responsabilidades del Estado. Durante la Gran Depresión comenzó a convertirse en información, sin duda porque la crisis mostró la necesidad de que los inversionistas conocieran con relativa anticipación los hechos que podían afectar los mercados y las bolsas. La experiencia del Martes Negro caló hondo. La radio y la prensa dejaron de preocuparse por el debate para servir de medios de información que a la vez que servía la estabilidad de la ley de la oferta y la demanda, satisfacía la curiosidad, natural inclinación humana. Por esta vía, a la información se mezcló un nuevo ingrediente, el espectáculo, la diversión, el deporte.

La atención de los auditorios fue desplazándose del debate a la información para rematar en el espectáculo. La opinión pública se hizo así maleable y puramente receptiva. Hoy la TV afianza la individualidad –cada televidente está solo y maniatado frente a la pantalla– y destroza los intereses y las relaciones colectivos. Además, impide la fantasía, el ensueño que, reemplaza por imágenes de diseño. No solo impone la individualización sino programa la imaginación y la ata a las necesidades del consumo.

No obstante, la doble exclusión política y económica que señalaba antes y que afecta a la mayoría del pueblo colombiano, podría crear condiciones favorables para transformar la pasividad y el escepticismo en acción política colectiva. Es la función de la resistencia. El camino comienza a recorrerse cuando el ciudadano se vuelve un disidente y no necesariamente con relación al régimen político; se es disidente cuando se rechazan las formas de consumo pasivas y se reclaman los derechos del consumidor: la calidad, el precio, la presentación de la mercancía. Los ciudadanos deben negarse a ser una máquina que destruya la producción al consumirla y permita por tanto una nueva fase de la dinámica del capital. En Europa y en EE. UU., donde las luchas obreras y populares han creado un régimen pluralista, altamente sensible al reclamo y a las exigencias de los consumidores, sus derechos han alinderado el interés del capital. Se es disidente cuando se apaga la televisión y se regresa a los libros; se es disidente cuando se baila y se siente el son en la piel –y más adentro–. Se es disidente cuando se disiente, cuando se duda y, se controvierten las verdades oficiales; se es disidente cuando se renuncia a seguir la corriente en el lenguaje, en la moda de vestir, en los estereotipos de la belleza, en los buenos modales. Cuando, digo, se huye de lugares comunes y, sobre todo, se renuncia al confort de vivir en los promedios estadísticos.

En Colombia nos han obligado a ignorar los derechos por los que la gente ha luchado; somos rebeldes, pero no sabemos defender nuestros propios intereses. O, mejor, los defendemos muy intuitivamente a través de los caudillos, de los partidos, de la protección del Estado, lo cual en muchos casos termina privilegiando la resistencia armada porque el régimen político es refractario a la oposición y a la solución de los problemas sociales mediante negociación y consensos. La resistencia hoy, para evitar emboscadas históricas, debe ligarse cada día más a la disidencia frente al consumo de masas, a la controversia abierta sobre régimen político, a la denuncia pública sobre las condiciones de trabajo. Debemos convertirnos en motores de disidencia, en palos atravesados en la rueda diabólica del capital, en agentes de la protesta y la denuncia, con razón o sin ella.

Los medios de comunicación de masas son simples canales de imposición de la ideología del capital que se reclama una mirada pura, aséptica y neutral sobre el mundo. Han decretado la muerte y, la persecución sistemática de las ideologías, para hacer prevalecer la suya. El periodismo es cada vez más mera técnica de crear imágenes y de imponerlas, imágenes pautadas, institucionales. El periodismo, como un medio de controversia y debate, ha perdido la batalla frente al periodismo de información, que es cada vez más una empresa productora de una mercancía especial: el entretenimiento. El periodismo así no tiene el objeto de informar, sino de deformar, de canalizar la opinión pública a favor de intereses determinados. Los medios de comunicación son hoy empresas económicas gigantescas que producen, como la religión antes, sueños de opio. ¿Cómo resistir ante un poder tan formidable que nos maneja sin saberlo? ¿Cómo oponerse a nuestra masificación e individualización? ¿Qué significa en este decisivo campo de batalla la resistencia? Respondo: sólo la crítica acérrima, la crítica devastadora, la disidencia instintiva, podrán permitirnos evadir el redil, la masificación. No debemos extraviarnos por los caminos planos y cómplices de la crítica constructiva. No hay sino una sola forma de crítica, la radical, que, como se sabe, significa ir a la raíz de las cosas.



* Tomado del libro: Tolosa William, Mesa Gregorio, Bello N. Martha (coords). “Memorias. Encuentro Internacional. La resistencia civil: estrategias de acción y protección en los contextos de guerra y globalización” 300 p. Disponible en, www.transmisioneslibres.org/libros

** Nació en Bogotá en 1944. Sociólogo, escritor y periodista.