(19 de mayo del 2017).-El 29 de marzo, el Tribunal Supremo disolvió la Asamblea Nacional. Aunque días después esta decisión fue parcialmente revocada, ello no evitó el estallido de una nueva oleada de protestas letales a comienzos de abril. Ya son treinta el número de víctimas mortales [1] y la cifra aumenta a diario. Entre ellas hay tanto simpatizantes del gobierno como de la oposición. Varias oficinas gubernamentales han sufrido saqueos y han sido incendiadas. También han muerto funcionarios. Y lo peor de todo es que no se ve el final de esta escalada de violencia.
La Organización de los Estados Americanos (OEA) tiene previsto celebrar una nueva reunión de emergencia de primeros ministros para discutir la crisis venezolana. Venezuela, por su parte, ha iniciado el proceso para abandonar este organismo, posiblemente para evitar ser expulsada del mismo. En opinión de muchos, esta opción aumentará su condición de nación paria.
No hay signos aparentes de que la profunda crisis económica y social que atraviesa el país vaya a remitir, sino que probablemente empeorará en medio del caos y la violencia que destruyen el país. La oposición ha demostrado su deseo de sacrificar las posibilidades de recuperación económica con el fin de lograr la meta de expulsar al presidente Nicolás Maduro de su cargo. Por su parte, la agencia de noticias Associated Press informa de que el presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, ha realizado contactos con más de una docena de los principales bancos internacionales para instarles a que interrumpan sus negocios con Venezuela. El gobierno, por su parte, cada vez se enfrenta a más críticas por su aparente incapacidad total para resolver, o incluso admitir, la gravedad de la crisis socioeconómica de la nación y lo que muchos consideran una deriva autoritaria.
¿Cómo dar un sentido a toda esta situación?
En el momento presente circulan dos narrativas contrapuestas sobre la crisis de Venezuela. La primera, que predomina en los medios de comunicación mayoritarios occidentales, pinta al gobierno como un régimen dictatorial que reprime de forma despiadada a una oposición heroica que pretende pacíficamente recuperar la democracia. La segunda, desarrollada por el gobierno y algunos sectores de la pequeña (y menguante) comunidad de solidaridad internacional, muestra a un gobierno democráticamente elegido acosado por una oposición violenta y perturbada que (a) representa a una pequeña minoría de élites acomodadas; (b) goza del total apoyo del imperio estadounidense; y (c) no se detendrá antes de lograr un cambio de régimen, sin importarle la legalidad o moralidad de sus acciones.
Ambas narrativas contienen elementos de verdad, pero ninguna de ellas hace justicia a la crisis venezolana.
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La idea de que Venezuela es autoritaria ha sido repetida hasta la saciedad durante prácticamente los dieciocho años de gobierno chavista, que se inició cuando Hugo Chávez fue elegido presidente en 1998. Hasta hace poco, era relativamente fácil rebatir esta afirmación, que ignora el hecho de que el partido gobernante de Venezuela ha sido una y otra vez reafirmado en las urnas, ganando en 12 de las 15 grandes elecciones celebradas entre 1998 y 2015 y admitiendo la derrota en las tres ocasiones en las que perdió (diciembre 2007, septiembre 2010 y diciembre 2015). Las cinco ocasiones en que Chávez compitió por la presidencia de la nación entre 1998 y 2012 ganó con márgenes sustanciales (el más pequeño fue de 55-44% en 2012 y el mayor de 63-37% en 2006). El actual presidente venezolano, Nicolás Maduro, también fue elegido democráticamente. Las repetidas acusaciones de fraude electoral carecen de base, pues el fraude resulta totalmente imposible con el sistema electoral venezolano, calificado por Jimmy Carter como “el mejor del mundo”.
No obstante, aunque las acusaciones anteriores de autoritarismo no merecían crédito alguno, esto ha dejado de ser así. Desde comienzos de 2016, el gobierno ha adoptado una serie de decisiones que hacen cada vez más difícil refutar que Venezuela avance en una dirección autoritaria. En primer lugar, durante 2016 el Tribunal Supremo, que está clara y abiertamente supeditado al brazo ejecutivo, bloqueó a la Asamblea Nacional controlada por la oposición, que consiguió una mayoría legislativa en diciembre de 2015, evitando que aprobara leyes importantes. En ciertos casos, la Asamblea intentaba actuar más allá de su propia autoridad, por ejemplo cuando pretendió amnistiar a presos como Leopoldo López [2]. No obstante, el bloqueo sistemático ejercido por el tribunal Supremo a la Asamblea Nacional anuló el poder de la nueva mayoría legislativa de la oposición –y con ello los resultados de las elecciones de diciembre 2015. En segundo lugar, tras meses de demora, en octubre de 2016 el gobierno canceló un referéndum revocatorio autorizado por la ley. En tercer lugar, el gobierno pospuso indefinidamente las elecciones municipales y regionales que deberían haberse celebrado en 2016 según la constitución (aunque recientemente Maduro anunció una fecha para ellas). En cuarto lugar, como se ha señalado, en marzo el Tribunal Supremo emitió una resolución disolviendo la Asamblea Nacional, revirtiendo parcialmente la decisión días después, cuando Maduro solicitó al Tribunal Supremo que revisaran su decisión. Maduro se vio obligado a ello cuando su propia fiscal general, Luisa Ortega, dio un paso sin precedentes condenando públicamente la decisión del máximo tribunal al considerarlo “una ruptura del orden constitucional”. En quinto lugar, en abril de 2017 Henrique Capriles, una destacada figura opositora y candidato presidencial en dos ocasiones (2012 y 2013), fue inhabilitado para participar en política durante quince años, por motivos bastante cuestionables [3].
Al cancelar el referéndum revocatorio, suspender elecciones e impedir que políticos opositores se presenten a elecciones, el gobierno venezolano está bloqueando sistemáticamente la posibilidad de que el pueblo venezolano se exprese por medios electorales. Es difícil no considerar esta actuación como un progresivo autoritarismo. Pero también es difícil aceptar que Venezuela sea un régimen autoritario a gran escala, teniendo en cuenta el acceso significativo de la oposición a los medios de comunicación tradicionales y sociales y la libertad para participar en protestas antigubernamentales a pesar de determinadas restricciones (muchas de las cuales, si no todas, parecen justificadas, como por ejemplo limitar el acceso de los manifestantes a ciertas partes de Caracas, lo cual resulta razonable dado los repetidos episodios de destrucción de propiedad pública por parte de estos).
El gobierno es merecedor de fuertes críticas por sus actos autoritarios y su continua incapacidad para tomar decisiones significativas que resuelvan la crisis socioeconómica del país. Sin embargo, la oposición no es en absoluto la víctima inocente que nos describen a menudo las noticias de los medios mayoritarios. Un ejemplo especialmente notorio de lavado de imagen del pasado y presente violento de la oposición que proporcionan estos medios mayoritarios lo tenemos en un artículo del 19 de abril del New York Times , que transforma milagrosamente el violento golpe de Estado militar de 2002 que derrocó a Hugo Chávez en un “movimiento de protesta” aparentemente pacífico: “Mientras antiguos movimientos de protesta de la oposición intentaban derribar al gobierno de izquierdas –uno de ellos, en 2002, consiguió incluso deponer brevemente al entonces presidente Hugo Chávez…”
Existen numerosas pruebas de que la disposición de la oposición para utilizar la violencia y los medios inconstitucionales contra el gobierno no se limitó al golpe de Estado de 2002, sino que continúa hasta el día de hoy, tal y como he argumentado en otros artículos. En abril de 2013, la oposición se negó a reconocer la victoria de Maduro, a pesar de no contar con prueba alguna de fraude, y participó en protestas violentas que provocaron la muerte de al menos siete civiles. Otros 41 murieron en una nueva ola de violencia promovida por la oposición entre febrero y abril de 2014. Por lo general, se acepta que estas muertes fueron resultado de acciones tanto de activistas opositores como de fuerzas de seguridad del Estado, y algunos informes indican que cada parte fue responsable de aproximadamente la mitad de las muertes, aunque resulta difícil recoger suficiente información fiable sobre este tema controvertido.
La oposición ha participado en numerosos actos de violencia durante la actual ola de protestas. En un informe redactado sobre el terreno en Venezuela el 23 de abril, Rachel Boothroyd Rojas escribió:
“El repertorio de violencia de los últimos 18 días es estremecedor: escuelas saqueadas, un edificio del Tribunal Supremo incendiado, el asalto a una base aérea, además de una amplia destrucción de vehículos de transporte público y de instalaciones de salud y veterinarias. Han muerto al menos 23 personas y muchas más han sufrido heridas. En uno de los casos más sobrecogedores de la violencia perpetrada por la extrema derecha, que tuvo lugar el 20 de abril en torno a las 10 de la noche, mujeres, niños y más de 50 bebés recién nacidos tuvieron que ser evacuados por el gobierno de un hospital maternal público, que fue asaltado por bandas de la oposición”.
Una de las muertes recientes más trágicas ocurrió el domingo 23 de abril, cuando Almelina Carrillo, “una enfermera de 47 años iba de camino a su turno de tarde cuando se cruzó con una marcha chavista [en el centro de Caracas] y fue gravemente herida por una botella congelada, presumiblemente arrojada [desde una torre de apartamentos] por un simpatizante de la oposición”.
No está claro cuándo, o cómo, la espiral descendente de Venezuela tendrá fin. Ante esta tesitura, cualquier persona a quien le importe Venezuela, y particularmente los activistas, intelectuales y periodistas de izquierdas que han celebrado y documentado los abundantes e importantes logros de la “Revolución Bolivariana” se enfrentan a una triple tarea.
En primer lugar, contar la verdad. Ello, claro está, significa documentar y hacer público el brutal y letal uso de la violencia por parte de la oposición contra funcionarios del gobierno, chavistas de base e inocentes transeúntes. Este tema merece una atención mucho mayor de la que recibe en las informaciones dominantes sobre Venezuela. Pero, al mismo tiempo, la izquierda no puede cerrar los ojos ante la deriva autoritaria del gobierno ni ante sus políticas ineptas. Y esto no debe hacerse movidos por una fe ciega e injustificada en la democracia liberal representativa, sino porque el gobierno autoritario es incompatible con el bello aunque contradictorio e imperfecto proyecto destinado a construir una “democracia participativa y protagónica” que el chavismo contribuyó a potenciar.
En segundo lugar, rechazar todos y cada uno de los llamamientos a una intervención imperialista destinada a “salvar” a Venezuela. Las tentativas destinadas a tal fin no solo fracasarán, sino que probablemente convertirían en trágica una situación de por sí difícil, como demuestran demasiado bien los horrores de Irak y Afganistán.
En tercer lugar, solidarizarse con la mayoría de venezolanos que sufren en manos de una oposición vengativa e insensata y de un gobierno incompetente y falto de responsabilidad. Si hay un eslogan que capta el sentimiento generalizado de las clases populares que viven en los barrios pobres y en las aldeas de Venezuela, probablemente sea este: “Que se vallan todos”.
Notas del traductor:
[1] Este artículo fue publicado el 4 de mayo. Dos semanas más tarde, la cifra supera ya los 40 muertos.
[2] Político opositor venezolano, ex alcalde de Cachao (municipio de Caracas), condenado en 2015 a 13 años de prisión por incitación pública a la violencia en las manifestaciones de 2014 que se saldaron con más de 40 muertos y cientos de heridos.
[3] La Contraloría General de Venezuela basó su inhabilitación en hechos de corrupción durante su gestión como gobernador en los años 2011-2013, por haber actuado de manera negligente al no presentar el proyecto de Ley de Presupuesto para el ejercicio fiscal del año 2013 ante el Consejo Legislativo de Miranda, además de firmar convenios de cooperación con embajadas de Polonia y Gran Bretaña sin la autorización legal, omitiendo el procedimiento de selección de contratistas.
* Gabriel Hetland es profesor adjunto de estudios latinoamericanos en la Universidad de Albany. Su campo de investigación es la participación, la política y las protestas en América Latina y Estados Unidos.
Este artículo puede reproducirse libremente siempre que se respete su totalidad y se nombre a su autor, su traductor y a Rebelión como fuente del mismo
Fuente: http://nacla.org/
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo |