El sociólogo y escritor Miguel Aguilar nos narra los paisajes, historia, particularidades y su vida en la la Península de Yucatán, rasgos que explican su entusiasmo por el tren peninsular, el llamado Tren Maya
Por Miguel Aguilar*
Regeneración, 14 de noviembre de 2018. La Península. Paeninsula. Paene: casi; ínsula: isla. Casi una isla. La historia de la Península es una historia de aislamiento. Flanqueada por los pantanos de Centla, los ríos Usumacinta y Grijalva, la selva densa del Petén, el arrecife Palancar, el Alacrán y el Banco Chinchorro. No hubo país en México tan inhóspito como la Península de Yucatán. Una planicie kárstica con apenas un par de colinas ridículas, infranqueable por su ausencia de ríos y sus 500 kilómetros lineales de selva y selva y selva.
La península y la civilización. No seamos ingenuos, ni pachamamescos ni posmotarados. Si en la península floreció una civilización milenaria, ejemplar en artes y ciencias, fue por un metódico aprovechamiento de los recursos naturales. El sistema de roza, tumba y quema (que implica incendiar la selva para nutrir a la tierra con las cenizas) sigue tan vigente como hace 2 mil años, todavía puedes encontrar incendios fuera de control en primavera. Incluso, mucha de la “selva” fue construida por medio de la silvicultura. El chicozapote fue sembrado por doquier para brindar madera y alimento, y lo que hoy vemos como indómitas ceibas que se erigen más allá de cualquier otro árbol, fueron sembradas como referentes para orientarse cuando no era posible un sacbé. Porque, noticias: los mayas ya construían carreteras.
La península y México. Nunca fue colonizada, tan solo en la región norte, donde hoy es el estado de Yucatán. Se fundó Mérida, la ciudad de los blancos, y se conservó una miríada de poblados mayas, sometidos y presas de la esclavitud. Pero siempre estuvo la opción, y fue asumida por miles de mayas en resistencia, de separarse de la civilización híbrida, regresar al monte y adorar a Dios en una ceiba. Para ello quedaban decenas de miles de kilómetros que no fueron colonizados por la occidentalidad hasta bien entrado el siglo XX.
Fue Quintana Roo, último bastión de la Guerra de Castas; Quintana Roo, tierra de la Chan Santa Cruz; Quintana Roo, última frontera de México, Quintana Roo como una colonia penitenciaria, como un Australia donde enviaban a los presos a trabajar y morir. El “infierno verde” le llaman aún mis familiares más viejos. Subías a un barco en Tuxpan y dos semanas después llegabas a un Quintana Roo inhóspito, dependiente del comercio británico, poblado por serpientes, por chechén, por nubes de mosquitos. Los gobiernos del PRI regalaron tierras a campesinos de todo el país y enviaron miles de trabajadores del Estado para poblar la región. Se construyeron un par de carreteras en la década de los 60 (con su correspondiente depredación ambiental) que serían hitos para la aislada, olvidada, casi-extranjera sociedad peninsular. Sólo así, sólo así se terminaría de integrar la península a la occidentalidad.
La península y el tren. Campeche: petróleo. Quintana Roo: turismo. Yucatán: industria ligera y maquila. Sigue siendo un país por sí solo, podría serlo, pero se adolece de infraestructura. Los empresarios yucatecos, (los regios del Caribe, los judíos del sur) se quejan de que escasea hasta lo que se produce en la región, que por logística resulta más barato importar del extranjero que comprar insumo nacional. Toda la materia prima del mundo y no hay vía para transportarla. Tanta población urbana pero desperdigada, con cada ciudad a 5 horas de distancia, cuando es una población íntimamente ligada, producto de décadas de una migración interna que va de Mérida a Chetumal, de Campeche a Cancún, de Playa del Carmen a Valladolid. Donde es costumbre que las familias visiten cada dos semanas a la abuelita en el estado vecino. Donde te remiten a la única ciudad con hospitales ante cualquier emergencia médica. Donde los corporativos son regionales y sus ejecutivos van y vienen por una carretera federal atestada de camiones de carga.
Un comentario, ya muy personal. Si el proyecto del Tren Maya contemplara sólo a turistas, como tanto se ha insinuado en la opinión pública, lo aborrecería como a cualquier proyecto infame. Pero, sorpresa, el tren contempla a pasajeros nacionales para su interconectividad metropolitana. Pero, sorpresa, el tren sería de carga y aportaría una opción de logística para superar nuestra endémica peninsularidad. El tren desahogaría la congestionadísima carretera Cancún-Tulum, el tren acortaría las 8 horas de monte y nada en la carretera 186. El Tren Maya nos conecta con el resto del país, pone en comunicación los puertos de la región, apoya una diversificación económica que urge, introduce a la región el transporte más eficiente en términos energéticos. El Tren Maya es la obra más grande en la Península desde la fundación de Cancún. Y me escandaliza, perdonen que lo diga así, que haya tanto centro-mexicano que se rasga las vestiduras por el daño ambiental que supondría esta obra, cuando aquí se han canjeado los manglares por dólares desde hace décadas y nunca les ha importado. Todo lo contrario, muchos han sido parte de la depredación con sus paseos veraniegos. No conocen el sur, no les importa el sur, no sean hipócritas ni críticos de pose. Déjennos tener una vía férrea que correrá sobre el pastizal selvático que adorna las orillas de nuestras carreteras. Déjennos tener lo que ustedes siempre han tenido.
*Miguel Aguilar. Sociólogo, escritor y profesional en comunicación y analítica digital.