Tomás Mojarro «El Valedor« sentía un enorme hastío por la corrupción en todas sus acepciones y sostuvo que la corrupción no sólo era un problema de moral individual, sino también un sistema de sobornos y extorsiones perfectamente aceitado; Mojarro fue un pensador que reflexionó sobre la podredumbre que se anidaba en el gigantismo burocrático-estatal creado por el PRI.
Por Ricardo Sevilla
RegeneraciónMx.– Tomás Mojarro ⎼además de teólogo y filósofo⎼ fue un cronista y un discutidor irreverente a quien siempre le encantó salir a la calle a mirar y contar sus hallazgos.
El Valedor ⎼que sentía un enorme hastío por la corrupción en todas sus acepciones⎼ fue un escritor o, mejor dicho: un pensador que reflexionó sobre la podredumbre que se anidaba en el gigantismo burocrático-estatal creado por el PRI.
Mojarro, que siempre usó un lenguaje agrio y tajante, ahondó sobre la fermentación burocrática y sostuvo que la corrupción no sólo era un problema de moral individual, sino también un sistema de sobornos y extorsiones perfectamente aceitado.
El autor zacatecano jamás se mordió la lengua para llamar corruptos a los políticos (que lo eran) Y, debido a ello, la mafia intelectual encabezada por el priísta Octavio Paz lo desdeñó y difundió que no se trataba de un escritor serio ni respetable, lo que sea que eso signifique. Lo cierto es que eso le importó un cacahuate a Mojarro, quien, a diferencia de otros compañeros generacionales, no corrió a saludar al autor de El laberinto de la soledad para obtener una beca o un puesto en el establishment cultural acaudillado por el poeta de Mixcoac.
Y es que Mojarro, a diferencia del elitista Octavio, gozaba hablándole al gran público. Uno de sus temas preferidos fue la condición humana. Sus críticas, carentes de eufemismos y equilibrismos verbales, no dejaron títere con cabeza y, tocado un punto, abarcaron “la mediocridad de la mayoría de los mexicanos”.
Para superar la medianía de la población, el autor de Cañón de Juchipila llegó a la conclusión de que “el mejor antídoto contra la estupidez era la literatura”. Mojarro, que siempre tuvo un enorme “horror hacia le mediocridad”, un día se topó, en cierto programa radiofónico, con un radioescucha que le preguntó su opinión sobre las obras de Disney y, al punto, el escritor soltó una catarata de adjetivos contra el monopolio de medios de comunicación y entretenimiento estadounidense más grande del mundo. Y es que si algo irritaba al cuentista eran precisamente las versiones mutiladas de las grandes obras universales.
EL CRONISTA DE LOS MILAGROS COTIDIANOS
Hombre seducido por la palabra, que practicó a través de la radio y la literatura, durante algún tiempo participó en un programa radiofónico llamado “Buenos días”, conducido por un tal Héctor Martínez Serrano, un locutor zafio con cara de caballo, que, sólo el diablo sabe por qué, tuvo mucha audiencia en la XEW. El maratónico programa ⎼se transmitía de lunes a viernes de 5:30 a 10:00 a. m. y los sábados y domingos de 5:30 a 11:00 a. m⎼ se engalanó con la participación de Mojarro. No obstante, un buen día, hastiado por la supina ignorancia del conductor, el novelista decidió poner pies en polvorosa y no volver jamás.
A Mojarro, el cronista de los pequeños milagros que ocurren en la cotidianeidad, no lo encandilaban los temas estéticos, sino que le gustaba ofrecer detalles sobre la vida ordinaria. Esos paseos por la vida común produjeron narraciones que dejaron boquiabiertos a cualquier cantidad de espectadores. Durante muchos años, el novelista cuyos autores preferidos fueron, según decía él mismo, José Revueltas y Fiódor Dostoyevski, se dedicó a observar las pequeñas minucias de la vida con el asombro de quien, en cada día aparentemente anodino, presenciaba un milagro. Y es que G. K. Chesterton decía, en ese sentido, que lo de veras milagroso de los milagros es que puedan suceder. Lo curioso es que un puñado de bienpensantes nos quiera hacer tragar el cuento de que los milagros sólo ocurren en lo excepcional, cuando lo cierto es que lo más nimio de cuanto sucede a nuestro alrededor, bien mirado, podría ser calificado como un milagro en toda la regla. Y eso lo sabía perfectamente el autor de la novela Trasterra.
En sus años de plenitud, Tomás Mojarro ⎼que nació en un hogar católico fanático, estuvo en el seminario y actuó como Jesucristo en una película⎼ nunca se consideró un viejo de aspecto venerable y galdosiano. De hecho, un día le preguntaron que si ya se sentía extenuado o pensaba en retirarse, a lo que él, atusándose esos bigotazos que le daban aspecto de morsa, respondió: “Quisiera decirle que me siento viejo, cansado, que he entrado a una zona penumbrosa. Pero no. Créame: hago exactamente lo mismo que cuando tenía 25 o 30 años, aunque de alguna manera voy trabajando un poco más, voy esforzándome un poco más. A cambio, tengo más sentido de la vida”.
EL PERIODISTA RADICAL
Mojarro, originalmente vinculado al periodismo y la literatura, fue confeccionado un discurso cada vez más radical que lo convirtió en una de las mentes más poderosas (y polémicas) de la transformación social. Debido a eso, los grupúsculos intelectualoides intentaron borrar su estela (que era bastante grande y portentosa) de los medios de comunicación masivos. De hecho, no en pocas ocasiones fue removido de sus espacios con cualquier pretexto bajo y de poca monta.
Y es que Mojarro devino, conforme fueron pasando los años, en un crítico sumamente radical. Cuando tocaban el tema sobre el 68, por ejemplo, dejaba escapar un hondo suspiro y, acto continuo, soltaba una serie de conceptos que, en su momento, solían hacer rechinar los dientes de los gobiernos del PRI y del PAN. “Para nosotros, los organizados, es una victoria, pero para el gobierno y los colaboracionistas es tan sólo una matanza”, sostenía Mojarro. Y agregaba: “El 68 fue un parteaguas histórico, ¿por qué fue esto? Por una matanza no puede ser, asesinatos ha habido siempre en México. Es parteaguas por ser un triunfo. El movimiento de 1968 recoge las experiencias de los ferrocarrileros, de las luchas de los maestros, de las luchas de los médicos, de las enfermeras, de tanta efervescencia social previa. Hace explosión en 1968 y todos sabemos que se dio el salto de calidad. Todos sabemos que éste se da por un detalle nimio, en apariencia, pero que es -para decir un lugar común- la gota que derrama el vaso”.
Mojarro, el fustigador de la corrupción y la mentira, recomendaba abrir bien los oídos cuando los “intelectuales chocarreros” comenzaban a perorar sobre la cuestión del 68. “Cuando alguien dé su versión, primero sitúenlo: ‘este compa era de la corriente democrático-burguesa; no, éste era de las pequeño-burguesa radicalizada; no, éste era de la de corte ideológico- proletario’. Entonces, su versión va a ser distinta: la de corte ideológico proletario iba por el cambio, la democrático-burguesa iba por más democracia y la pequeño-burguesa radicalizada iba contra las tácticas represivas y demás.” Y tenía toda la razón.
Su formación filosófica y su infatigable propensión a la polémica hizo de Tomás Mojarro un crítico irreverente y sin concesiones. Su afán por despertar la conciencia del gran público, casi siempre adormilado o empachado de series televisivas, lo hizo lanzar críticas virulentas contra las mentes blandengues: “El 99 por ciento de los mexicanos, no viven: sobreviven y vegetan. Lo de ellos es comer, descomer, beber un poco de licor los fines de semana y mantenerse con un trabajo como el de Sísifo: todos los días levantan el piedrón, y el piedrón cae todos los días. Ya que levantaron la piedra y la piedra cayó, se van a media tarde a su casa, encienden la televisión, se enajenan viendo episodios gringos en los que aparece el triunfador según la tabla de valores de Estados Unidos: tener cerca a una rubia y mucho dinero. Es el cartabón que ha triunfado”.
Mojarro, el crítico sentencioso, el polemista tenaz y el controversista porfiado, fue siempre y, hasta el día de ayer, un declamador de poesía que, relamiéndose los bigotes, hizo trinar a las mentes conservadoras, echándoles en cara frases certeras y lapidarias que entresacaba de su memoria portentosa. Decía el poeta Giuseppe Ungaretti que recordar es un signo de vejez y, bien visto, Tomás Mojarro, “El Valedor”, fue prueba fehaciente de que la memoria es el único paraíso del que jamás podremos ser expulsados.
Figuras de la pasión y el Jesucristo revolucionario de Tomás Mojarro