#Opinión: Albures

Por Miguel Martín Felipe

«Tuve una tienda en mi pueblo. Precioso lugar.

Te vendía de un camote de Puebla a un milagro a san Buto.

Pitos, pistolas pa’ niños, te hacía yo comprar.

Pa’ tu cruda una panza o te inflaba una llanta al minuto»

Así versa la canción La tienda de mi pueblo de Chava Flores. Su letra podrá parecer un relato intrascendente, por momentos inconexo y forzado, e incluso haciendo referencia a conceptos inventados. Sin embargo, su intención comunicativa es otra muy distinta a la que pudiera parecerle a quien no esté versado en las artes del albur. Ciertamente, el albur suele construirse al menos entre dos personas, por lo que, manifestaciones como la anteriormente citada, en forma de monólogo, solo quedan como testimonio escrito o lírico, pero no representan la generalidad de cómo se suscita este fenómeno lingüístico.

El albur se puede definir como un subcódigo dentro del español mexicano, sobre todo de los estados del centro del país, con origen y mayor presencia en la Ciudad de México. Se afianza, sobre todo, en el siglo XX, durante el periodo en que se dio con mayor intensidad la migración campo–ciudad, que fue como el entonces Distrito Federal y el área circundante se empezaron a poblar para dar forma a la megalópolis que hoy conocemos.

Dentro de ese contexto, la tradición de la picaresca en torno a lo sexual, que estuvo presente desde la época colonial en las carpas ambulantes, pero que a su vez venía incluso de la cultura mexica, propició que se comenzara a gestar un lenguaje encriptado dentro del propio español para hacer alusiones de carácter sexual o escatológico, todo ello con fines lúdicos. Todo se reduce a una secuencia de oraciones en que los interlocutores afirman hacerle al otro alguna práctica sexual, o bien, le endilgan algún calificativo peyorativo.

En algunas ocasiones se utilizan sustantivos o verbos que por consenso tienen un significado no referencial:

«–¿Sabes cuántas venas tiene un chile?

–Setecientas.»

En esta sencilla secuencia, se hace alusión al chile como falo. En la respuesta, se hace alusión a “sentarse en el chile”, lo cual remite a la penetración.

En otras ocasiones se hace uso de la morfología para componer el mensaje adecuado:

«–Nalgón, échame tus datos para registrarte.

–Me costó encontrarlos, pero ahí te van»

Aquí es muy evidente la petición de que uno “le pida las nalgas” al otro, lo cual es una alegoría de la sumisión o la derrota, obviando su evidente connotación sexual. Sin embargo, resulta menos evidente reconocer el albur en la respuesta. El reflexivo “me” y la partícula “cos”, componen la palabra “mecos”, que en la cadena fónica se aprecia sin pausas. Esto, retomando el verbo “echar”, hace alusión a la eyaculación.

Con verbos como “echar” o “sacar”, se componen igualmente albures de naturaleza escatológica y que hacen referencia a fluidos corporales involucrados en el acto sexual.

«–¿Hoy te llevas tu saco café?

–Hoy no, porque voy a Lechería»

Aquí, la palabra “café” hace alusión al excremento, ya que una de las explícitas formas con las que se designa a la penetración anal es “sacar la caca”. “Lechería”, obviamente no se refiere a la región del Estado de México, sino al semen, retomando el verbo “sacar”.

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En otras ocasiones, no necesariamente las alusiones son a lo sexual, sino simplemente a adjudicar algún calificativo.

«–Ya si le meten gol es porque de plano está muy pendejo.

–Te digo.

–Papá»

En la réplica, se compone la frase “te digo pendejo”. Mientras que la contrarréplica sería: “me dices papá”. El adjudicarse la paternidad del interlocutor es uno de los tropos sin una connotación directamente sexual más utilizados en el albur. Asimismo, y aunque es menos recurrente su aparición, también la figura materna tiene presencia en el albur.

«–Y ya que se va bien enojado echando madres.

–Te miento si te digo que lo vi.»

En esta secuencia se hace referencia al insulto tan carácterístico de los mexicanos: “mentar la madre”. Cabe resaltar una vez más que esto se enmarca en un contexto de camaradería. No se alburea con quien no se tiene una cierta relación de cercanía, ya que existe el acuerdo tácito entre los interlocutores de que se pueden decir algunas cosas subidas de tono, pero todas ellas dentro de ciertos parámetros. No pocas veces, la jocosidad, espontaneidad o grado de elaboración de alguna de las réplicas resulta en cortar de tajo el diálogo para entregarse a la risa. Esto evidencia que tampoco hay una formalidad ni códigos fijos con los que haya que cumplir necesariamente.

Hay otros casos en los que el grado de encriptación del albur es significativamente menor y lo que se pondera es la estética de una rima.

«–Mejor llévate a tu tío, que ya anda hasta el pito.

–Me pelas tú y tu abuelito.»

Los albures más explícitos y procaces aparecen en contextos sociales donde es más relajada la permisividad. Sin embargo, muchos practicantes y entendidos del tema, hablan de una distinción entre “el albur fino” y “el albur grosero”. El albur fino es aquel que tiende a encriptar los significados de una manera que resulta casi imperceptible a quien no está familiarizado con el código.

Por otro lado, el llamado albur grosero es aquel donde se elabora la secuencia a base de palabras consideradas vulgares, y que resulta más obvio a los oídos de quien no maneja el código. Es en este caso donde ya incluso podríamos cuestionarnos si siguen siendo albures las expresiones de carácter sexual totalmente explícitas. Aunque, ciertamente, hay algunas otras que, si bien llegan a ser muy manifiestas, ostentan un cierto grado de elaboración y estética por echar mano de la morfología de las palabras para darles un cierto giro.

«–¿Y cuándo te vienes a jugar con nosotros?

–El hueves de la semama te entra.

–Ah, ¿ya ves? Te estoy hablando bien, güey.»

Los interlocutores del albur, pese a estar ambos conscientes de toda la gama de significados, pueden a veces no estar de acuerdo en si es momento o no de alburear. En el último ejemplo vemos a uno de los interlocutores mostrando amablemente la intención de no continuar con la secuencia e instando a su contraparte a manejarse dentro de un tono referencial y sin proseguir con aquello que finalmente no deja de ser un juego. Hay, sin embargo, algunas frases hechas que ya no ocultan ni componen, y en las cuales, lo único destacable es la rima, o bien, el planteamiento de una situación absurda:

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«A alburear me ganas, pero al burro se la mamas».

Esta frase es generalmente un recurso que, quien se sabe perdedor de la contienda, utiliza para zanjar la secuencia. Pero como se trata de una frase hecha y bastante recurrente, en ocasiones se va desgastando y produce hastío, como muchos otros recursos del albur cuando no se echa mano de la innovación, que es una cualidad muy apreciada entre los albureros, aunque no verbalizada como tal.

Estas son algunas de las particularidades semánticas y morfológicas de este juego verbal; un subcódigo que está en vías de extinción como ha sucedido con algunos otros subcódigos o variantes dentro de las propias lenguas. Se va convirtiendo entonces en una pieza de museo que ha de analizarse siempre dentro de su contexto.

Digo esto porque se le han adjudicado sambenitos como el de ser una práctica machista que oculta una subyacente tendencia homosexual, o de ser un lenguaje agresivo y excluyente para la mujer, aunque ahí habría que preguntarles a las mujeres que lo practican. La verdad es que no tengo desde la lingüística los elementos que pudieran arrojar luz sobre ese asunto, como probablemente no los tuvieron desde el mero ejercicio de la opinión autores más reputados como Carlos Monsiváis.

Por otra parte, si el albur está en extinción es más posible que se deba a una pereza mental generalizada en los círculos en que solía practicarse. Sería dar un salto lógico postular pomposamente una “deconstrucción de las masculinidades”, como también lo sería aseverar que el alburero es machista por definición. Me parece que esta visión entraña una cierta dosis de clasismo y en general desconocimiento de la naturaleza puramente lúdica que tiene el albur y de su función como vehículo de socialización para crear vínculos de amistad.

Soy periodista de izquierda, lingüista que desarrolla su trabajo al margen de la academia, y todo el tiempo crecí en la periferia. Estoy comprometido con las causas sociales y soy enemigo de cualquier tipo de homofobia, misoginia o machismo. He practicado y sigo practicando el albur. Cuando lo hago, no cruza por mi mente ninguna intención de sometimiento, imposición o ejercicio del poder; solo lo hago porque me gusta mucho reír, y esa es la manera que tengo de hacerlo en ciertos círculos donde convivo.

Tampoco metería las manos al fuego por las posturas de otros albureros, así como tampoco tomaría su asiduidad a esta práctica como parámetro para medir su calidad moral. Queda aquí el testimonio de este fenómeno lingüístico que está en proceso de convertirse en parte de un pasado al que, por la misma evolución constante de la lengua, puede que no volvamos más.

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