Por Ricardo Sevilla
Desde pequeño, Manuel Nahuat tuvo facilidad para imitar el canto de las aves, el sonido del agua y el estallido de los truenos. Si se lo pedían, incluso también podía remedar el rugido de una pantera, el ulular de una lechuza o el relinchido de un mulo.
Pero aquellos dotes no serían reconocidos sino hasta muchos años después, cuando Nahuat aceptó convertirse en la voz de la Santísima Cruz de los mayas. José María Barrera, un soldado disidente que acaudilló a los llamados “mayas rebeldes”, se encargó de convencerlo. Y no le costó trabajo.
En realidad, Manuel, como a muchos mayas de la península de Yucatán, sentía una gran indignación al ver que su familia y sus ancestros habían tenido que trasladar sus ceremonias agrícolas hasta la cúspide de algunos cerros, cuevas, milpas, bosques y selvas. Ahí, con la voz queda y generalmente a oscuras, como si fueran ookoles, tenían que celebrar sus ritos cosmogónicos: a la fertilidad, a los ciclos estacionarios, al agua.
Pero el desdén, el racismo y la exclusión hacia ellos no era un asunto nuevo: eran prejuicios y maltratos que habían sido engendrados desde tiempos remotos, específicamente desde la Conquista.
A más de trescientos años de la opresiva y sangrienta invasión española, en 1847 los mayas seguían siendo tratados con el mismo menosprecio: no sólo eran asfixiados bajo un sistema semiesclavista que los forzaba a trabajar durante largas jornadas, sino que, además, los tenían viviendo en chozas miserables dentro de las tierras que, paradójicamente, les habían arrebatado.
¿Cómo no sentir rechazo por los dzules? ¿O cómo debían reaccionar cuando aquellas élites criollas y mestizas intentaron reemplazar su cosmovisión por la religión española, por la Iglesia católica?, eran preguntas que taladraban la vida de los maayat’aan.
Desde el arribo del extremeño Hernán Cortés, se les exigía a los diversos pueblos originales que sepultaran su tradición, sus referencias históricas, las historias que les contaban sus padres, sus abuelos y los abuelos de sus abuelos. En suma: que eliminaran de un tajo a su cultura y su genealogía. Muchos se resistieron y, con el pretexto de que llevaban a cabo “ritos brujeriles”, muchos nahuas, toltecas, mixtecas, otomíes, mayas, etcétera, fueron torturados e incluso asesinados. Por eso, los mayas de la península yucateca, desde hacía ya varias generaciones, habían decidido celebrar sus oraciones en lugares apartados y recónditos.
A mediados del siglo XIX, aquellas injusticias seculares indignaron a muchos mayas como Manuel Nahuat y José María Barrera, quienes, poco a poco, comenzaron a elevar críticas cada vez más airadas frente a sus respectivas comunidades. Las afrentas, vejaciones, escarnios y abusos que habían padecido a manos de aquellos grupos minoritarios eran demasiadas. Y ya no debían tolerarse por más tiempo, acusaron.
Pero, de hecho, no fueron los únicos ni los primeros en pronunciarse contra la explotación y el maltrato que recibían por parte de las élites criollas y mestizas. En distintos puntos geográficos, distinguidos y respetados baatab, entre los que destacaban los nombres de Cecilio Chi, un hombre de carácter flamígero, Jacinto Pat, un indígena letrado (que un siglo después serviría de inspiración para que el yucateco Ermilo Abreu Gómez escribiera la obra Canek) ya hablaban de una nación maya independiente del resto de México que respetara los derechos de los pueblos mayas.
No obstante, el descontento todavía no alcanzaba el punto de inflexión que daría origen a la Guerra de reivindicación social maya (conocida como Guerra de Castas). El acto que catapultó la irritación de los pueblos mayas y los hizo tomar las armas fue el cruento asesinato de Manuel Antonio Ay, un célebre y bienquisto baatab de Chichimilá.
Acusado de preparar la sedición maya, Manuel Antonio fue ahorcado en julio de 1847 sin ningún miramiento en el atrio de la iglesia del barrio de Santa Ana, en Valladolid. El juez Antonio Rajón, quien había ordenado el linchamiento, acudió a presenciar el crimen. La sonrisa que enmarcó su rostro al estar frente al cadáver colgado ofreció un espectáculo todavía más espeluznante debido al llanto y a la luz de las velas que los asistentes sostenían en las manos.
Durante el trayecto hacia Chichimilá, donde fue acendrado y sepultado, el cadáver del baatab fue escoltado por su esposa, su hijo y un sañudo enjambre de moscas que nunca dejó de pelear sobre la plataforma del carro donde transportaban el cuerpo del líder maya.
¿Por qué los dzules no quisieron convivir con ellos, su cultura, su cosmovisión y sus costumbres sin necesidad de vejarlos? ¿Por qué intentar oprimirlos, mediatizarlos y subyugarlos intelectualmente? ¿Por qué despojarlos, tiranizarlos y matarlos tan humillantemente?
Era preguntas que, de acuerdo con varios historiadores, ya no tenía sentido responder. Y no valía la pena hacerlo porque, a partir de ese momento, y durante más de cincuenta años, la guerra invadió todo el sureste de México, como una hiedra. El resultado, que no careció de episodios sangrientos y dramáticos, arrojó más de 250 mil mayas asesinados.
Tras el asesinato de Ay, el enojo y la efervescencia se acrecentó a tal extremo en la región que, en menos de una semana, los pueblos de Tepich, Huay Max, Sacalaca Tihosuco, Chichimilá y Dziuché, ya tutelaban una salvaguardia (que en la mayoría de los periódicos del siglo XIX prefirieron calificar como “rebelión”, insubordinación” o “insurrección”) contra los dzules, los criollos y los mestizos que tantos dolores, heridas y humillaciones habían disparado contra los pueblos mayas.
José María Barrera, que un día apareció asegurando que había encontrado en un cenote semiabierto tres cruces grabadas en la corteza de un árbol, quizá sin proponérselo, fue el encargado de aportar el símbolo supremo de la causa maya: “la Cruz que habla”, también conocida como “la Cruz parlante”.
Algunos cronistas locales aseguran que Manuel Nahuat acompañaba a Barrera cuando ocurrió aquella supuesta revelación milagrosa, pero es una versión que hasta el momento no ha podido ser corroborada. No obstante, lo que sí es un hecho probado es que Nahuat no sólo aceptó respaldar aquella hierofanía, sino que también decidió ayudar a propagar el mensaje de la Cruz Parlante.
Nahuat, mediante un preciso y disimulado acto de ventriloquía, comenzó a acompañar las flamígeras alocuciones y sermones de su amigo Chema Barrera.
Arrebatado por un sopor profético que le hacía poner los ojos en blanco, como si estuviese en trance, Manuel se convirtió en una suerte de intermediario entre la comunidad maya y el sagrado mensaje de la Cruz Parlante. De hecho, hasta el día en que fue acribillado por el ejército federal del presidente José Joaquín de Herrera, Nahuat fue reconocido como el “santo mensajero” de la Cruz Parlante. Además de ser considerado uno de los héroes que ayudaron a la fundación de Chan Santa Cruz, Nahuat fue reclamado como el primer mártir del ejército insurgente maya: los Cruzo’obs.
José María Barrera, por su parte, era oriundo de Peto, una comunidad chiclera donde proliferaban toda suerte de mitos y leyendas. Durante toda su infancia el ulterior líder de los “mayas insurrectos” nutrió su imaginación con historias fantásticas que iban de la leyenda de la Xtabay (una mujer hermosa de cabellos negros y largos que, posada sobre un Flamboyán, guiaba a los hombres hacia su perdición) al mito del Huay-Chivo o Chivo-Fantasma (un caprino que, vomitado desde las mazmorras del infierno, salía todas las noches a balar infernalmente, mientras se dedicaba a perseguir a borrachos y pecaminosos).
Barrera, que poseía una imaginación desbordada y una formación militar, fusionó ambas aptitudes para conferirle mayor fuerza a la creencia de los mayas insurgentes, quienes orgullosos de ser llamados Cruzo’obs, no hablaban castellano y, si lo hacían, preferían pertrecharse detrás de un mutismo que imaginaban protector. De todos modos, pensaban, que la Cruz Parlante era quien los cuidaba y hablaba por ellos.
Durante el periodo más álgido de la batalla (1847-1851), la victoria de los Cruzo’obs se antojó harto difícil. No sólo enfrentaban al gobierno local. Desde el centro del país, un nutrido grupo de intelectuales, que se adjudicaban así mismos el mote de “personas sensatas”, convenían en la necesidad de que la raza indígena desapareciera.
En las páginas de El monitor Republicano, que de hecho fue el periódico que demostró menos virulencia durante el conflicto, algunos colaboradores sugerían una salida negociada. Pero ¿cómo negociar con la exclusión, el racismo? Los periódicos locales observaron críticas más sañudas. En el Amigo del Pueblo, un columnista criollo llamado José Trinidad Medina apuntó:
“nuestra abominación a la conducta indigna e inauditos procedimientos de esos hombres bárbaros, sin fe, sin conciencia, sin honor y sin humanidad que usurpan nuestro nombre y se apellidan con descaro hermanos nuestros”.
Su reproche, replicado en casi toda la prensa local y nacional, era unánime: Los “mayas insurrectos”, devenidos ahora en “grupos rebeldes de saña desenfrenada”, se han rezagado en la carrera hacia la civilización.
Cabe mencionar que el gobernador separatista Santiago Méndez Ibarra, quien era gobernador de Yucatán en ese momento, ordenó a su yerno, el influyente historiador y periodista Justo Sierra O’Reilly, que impusiera una línea editorial en contra de los “mayas rebeldes”. El resultado fue una línea editorial elitista que, mediante artículos tendenciosos y racistas, inoculaba en la población ideas y prejuicios contra los mayas, los Cruzo’obs y, peor aún, contra todos los indígenas.
Mientras los mayas eran ferozmente combatidos, las élites políticas e intelectuales debatían sobre cuál era la mejor opción para estos “seres intelectualmente inferiores”: redimirlos, esclavizarlos o exterminarlos. Y mientras las élites decidían cuál era el mejor destino para los pueblos mayas, la clase política e intelectual continuó apegándose al tácito acuerdo que, desde hacía ya varios siglos, habían acordado con los conquistadores españoles: invisibilizarlos.