Por Ramón Cuéllar Márquez
RegeneraciónMX.- De pronto la nostalgia pega duro y nos trae con sus pasos firmes los rescoldos de los años que nunca han de volver. Es un lugar común, lo sé, pero golpea tan duro como todo acontecimiento que impacta en nuestras vidas y las transforma. Ramón López Velarde es, con mucho, uno de los poetas que más guardo en el lado izquierdo, el del corazón, junto con León Felipe, Walt Whitman, Gilberto Owen y José Carlos Becerra. Cada uno tuvo su propio camino en mis lecturas jóvenes, de donde abrevé tantísimas cosas, sobre todo la poesía que me movía la sangre y las inquietudes intelectuales: más que nada el entusiasmo por vivir la poesía como lema y destino. Tener aliento.
El caso de López Velarde es especial porque lo asocio a una etapa fructífera, emocional, sentimental de la Ciudad de México, cuando cursaba la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM, y a las relaciones humanas suscitadas de la convivencia académica. La cantante Eugenia León había lanzado al mercado su disco Juego con fuego en 1991, hace exactamente treinta años, y en ese disco venía musicalizado el poema “El piano de Genoveva”, del poeta zacatecano, Ramón López Velarde. Seguro era un homenaje a los setenta años de ausencia de nuestro bardo. Esa ya convertida en canción, porque de algún modo se hizo popular, me asentó grandes memorias con mi pareja de aquellos años. López Velarde era más que un poeta al que podíamos leer con admiración, era el vínculo que se podía forjar dentro de una relación afectiva. Conocimos la Casa del Poeta, que fue el edificio donde López Velarde murió de bronconeumonía y de la complicación de la sífilis que contrajo tiempo atrás. No sé si todavía exista, pero había una especie de tour, entre performance e historia literaria, que se ofrecía, previo cover, a los visitantes para, imagino, sensibilizar a la gente en la vida y obra del autor. Lo recuerdo como uno de los pasajes más alucinantes de mis tiempos en la Ciudad de México.
Así que la nostalgia es juguetona, animosa, aunque también con la capacidad de poner en su justa dimensión los pretéritos. Por ello hablar del poeta jerezano es más que un ejercicio de escritura, es revalorarlo en su obra y trayectoria por este mundo, muerto a los treinta y tres años, la edad de Jesucristo, igual que otro poeta mexicano, José Carlos Becerra, de quien guardo en la memoria su formidable poesía, que leí en tantas noches en voz alta con mi amigo Fernando Ojeda. Alcanzar los treinta y tres años y la eternidad es casi lo mismo. Seguro don Álvaro Obregón, presidente de México por aquellos años, fue tocado de igual manera, pues cuenta la leyenda urbana que, debido a su espléndida memoria, se había aprendido varios de sus poemas en una mañana, y que a la postre convirtió en símbolo, por lo que sería conocido como el “poeta nacional”. Así lo contó Genaro Fernández Mac Gregor, que el día de la muerte del poeta caminaba junto al general Obregón en Chapultepec y que le dijo que había fallecido uno de los grandes poetas mexicanos; Mac Gregor le recitó incluso varios de sus poemas. Para mediodía José Vasconcelos, ministro de educación pública, le habría contado a Mac Gregor, que cuando le contó del deceso, el presidente le declamó varios de sus versos. El general ordenó que le hicieran un entierro pomposo, por cuenta del gobierno.
Ramón Modesto López Velarde Berumen nació en Jerez de García Salinas, Zacatecas, el 15 de junio de 1888 y falleció en la Ciudad de México el 19 de junio de 1921. Este año se cumplen cien años de su deceso y quise recordarlo por la enorme influencia que tuvo sobre mí, el impacto de su poesía y la enseñanza de que el pasado es solo un acontecimiento del instante: en ese 1991 el 2021 parecía lejano, pero desde el 2021 parece que fue ayer. Ramón López Velarde fue el hijo mayor de la familia López Velarde Berumen, cuyos integrantes eran nueve hermanos, bajo las alas protectoras de su padre, el abogado José Guadalupe, y de su madre la señora Trinidad Berumen Llamas. Pertenecían a una estirpe de terratenientes de la región. No trataré aquí de desglosar su biografía sino de hacer algunos apuntes para destacar la importancia del poeta a cien años de su muerte.
También por aquellos primeros años de la década de los noventa me había integrado a un equipo de trabajo con los maestros de la Facultad de Filosofía y Letras, Juan López Chávez y Marina Arjona Iglesias, quienes realizaban estudios de lingüística aplicada y utilizaban los primeros programas de computadora para hacer “lecturas” estadísticas de autores mexicanos, en especial registros léxicos, y entre ellos estaba López Velarde. Conocer la poesía y además su esqueleto, el espíritu que le da aliento a sus poemas, las palabras, fue para mí una revelación, porque el poeta poseía un alto censo léxico similar a otros poetas, como Octavio Paz. En López Velarde eran raras las repeticiones, excepto aquellas construcciones donde era necesario (artículos, preposiciones, nexos), por lo que su vocabulario era muy amplio. A ese ejercicio se le llamaba lematización o proceso lingüístico, consistente en encontrar el lema que corresponde, por ejemplo: plurales, femeninos, conjugaciones, que son entradas que suelen tener los diccionarios; sin embargo, para el caso de López Velarde era hallar el número de palabras, sus repeticiones y cómo las derivaba.
Sus primeros poemas gozan de la intimidad provinciana, y que habría de perseguirlo en su adultez, pues le evocaba un tiempo ido, junto a una niñez esplendente y añorada. En los libros siguientes habría de consolidarse como el poeta que era, uno que no tenía pretensiones de gloria, sino de tener una voz propia y enfrentar los demonios y ángeles que lo acosaban debido a su formación religiosa, pues fue seminarista, que luego abandonaría por la abogacía, que ejerció por unos años. A lo largo de su obra sobresale la figura de la mujer como uno de los tropos más profundos de su pensamiento poético. Podríamos hablar de una poesía dedicada al universo femenino, a lo que se dedicó con la mayor de sus pasiones. Incluso La suave Patria, pienso, es un ideario sustentado en su visión afectiva por la mujer, a quien profesó su amor y sintetizó en su estética a través del personaje de Fuensanta, una pariente lejana de la que se enamoraría, ocho años mayor que él, pero que luego se volvería un elemento metafórico de sus afectos. Podríamos hacer un paralelismo con El cantar de los cantares, que aunque la Iglesia afirma que se trata de la relación del hombre y su amor a Dios, o viceversa, en realidad se lee como un poema sensual y amoroso entre dos personas que se aman carnalmente; así sucede también con La suave Patria, más que un poema a la patria, es un homenaje a la mujer de sus tantas vidas por la tierra del poeta López Velarde: sus sentimientos metafóricos a la patria son a la mujer.
Va mi agradecimiento a la vida y obra de López Velarde. Conmemorar sus primeros cien años de ausencia física refuerza nuestros bríos por rescatar al poeta y su versos, que regresen a la voz popular, a la música, tal como lo hizo Eugenia León, que la emoción poética nos trascienda y transforme, porque en estos días es lo que la patria necesita, poner en primer plano la vilipendiada poesía que casi nadie lee y que se ha perdido en el laberinto de la soledad de los premios que a nadie importan, pero que se buscan afanosamente aunque nadie los tome en cuenta entre los corazones de la gente. Más Ramón López Velardes y menos poesía que se va olvidando en los clubes de fantasías y vanidades exacerbadas. Larga vida al poeta zacatecano y a la inmortalidad de su obra.
Sigue a Ramón Cuéllar Márquez en Twitter como @RamonCuellarM
* Narrador y poeta. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la FFYL de la UNAM. Ha sido profesor del Centro Universitario de Teatro; presidente de Escritores Sudcalifornianos AC. Colaborador de El Día, El Nacional, El Sol de México, Excélsior, La Cachora, Punto de Partida y