Por Ricardo Sevilla
Hace poco más de cuatro décadas murió el escritor y mitómano suizo Alejo Carpentier. Nacido un nevado 26 de diciembre de 1904, en la comuna de Lausanne, que se encuentra justo a orillas del lago Lemán, y cuyas calles están vigiladas permanentemente por la gélida ciudad francesa de Évian-les-Bains, el autor de El siglo de las luces fue hijo de la impoluta y estricta profesora rusa Catherine Balmont (o Blagoobrasoff).
A Lina ⎼como solían llamarla Alejo y sus amigos⎼ le encantaba el ballet y, debido a ello, solía llevar al pequeño Alejo a contemplar aquella conjunción de gimnasia rítmica y energía muscular que, años más tarde, quedarían grabados en la impronta musical de su hijo.
Cierto día, la maestra Balmont, “con una sonrisa dibujada en el rostro”, condujo (de la mano) a Carpentier para que se solazara observando las gráciles y perfectas ejecuciones de la mítica Anna Pávlova, una de las principales artistas del Ballet Imperial Ruso y figura tutelar de los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev. El mismo Carpentier, en “Recuento de moradas” ⎼una serie de apuntes biográficos que fueron publicados póstumamente⎼ cuenta (con parcos detalles) la anécdota. De acuerdo con el autor de Oficio de tinieblas, después de la función, además de entrar a saludar a Pávlova en su camerino, la bailarina, con un gesto materno, permitió que el pequeño Alejo yaciera unos instantes en su regazo. Más no dice. Y eso que era un escritor profuso, grandilocuente y recargado.
Pero la pregunta es: ¿habrá sido cierto? ¿Es posible que la posesiva Lina, con esos celos irrefrenables que la desbordaban ⎼y que alguna vez la impulsaron a exigirle a su hijo que evitara perder sus “energías corriendo detrás de las mujeres”⎼, hubiera permitido que Alejo se lanzara a buscar, así nomás, un huequito entre la cintura avispada y las piernas largas de Pávlova? ¿No habrá querido aplacar aquel capricho propinándole un pellizco, una nalgada o un jalón de oreja? Tomemos en cuenta que la profesora Balmont fue una madre manipulador y victimista que, con el fin de retener a Carpentier, inoculó fuertes dosis de sumisión, obediencia y culpabilidad en su hijo.
En las cartas entre Lina y Alejo abundan los chantajes emocionales: “No te niego que yo renunciaba a ella por ti, por tu tranquilidad. Tú pasarás siempre primero para mí que cualquier mujer”, apunta Alejo ⎼con un tétrico aire de sumisión que en algún punto recuerdan al psicótico Norman Bates⎼, después de prometerle a su madre que abandonará a Maggie, la primera mujer importante en su vida.
Ahora bien, no debemos olvidar que Carpentier se dedicó a mentir durante toda su vida y, aparentemente, sin ningún remordimiento. Y, a decir verdad, no lo hacía nada mal. De hecho, fue tan bueno mintiendo que hoy mismo, cuatros décadas después de su muerte, hay mucha gente que sigue creyendo que Alejo nació en Cuba, que innovó el realismo mágico, que inventó lo real maravilloso (lo que sea que haya sido eso), que tuvo una tranquila y apacible relación con sus padres y que, como siempre fue un tipo muy sereno, jamás escribió ninguna estupidez.
Desde luego, no fue así. Además de mentir deliberadamente sobre su lugar de nacimiento, una de las falsedades más grandes que Carpentier logró acuñar ⎼con ayuda, desde luego, de sus biógrafos pazguatos⎼ fue aquella trola de que él había creado “el realismo mágico” (en 1949). ¡Qué va! ¡Ni en sueños! En realidad, el concepto fue imaginado, escrito y explicado, veinticuatro años antes (en 1925), por el fotógrafo y crítico de arte Franz Roh en su libro Nach Expressionismus: Magischer Realismus, obra que por cierto tradujo a nuestro idioma el escrupuloso José Ortega y Gasset.
Ahora bien, cuando el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri ⎼que, antes (en 1948), también pretendió adjudicarse la paternidad del término⎼ alzó la voz para denunciar el remedo de Carpentier (sin decir su nombre, porque era un sujeto tímido y enemigo de los pleitos), el escritor cubano (o suizo, pues) guardó silencio y dejó que sus exégetas salieran a excusarse con una gracejada (o una mentirita, según se vea).
Los fans de Carpentier alegaron que, en estricto sentido, no era realismo mágico lo que había inventado el maestro suizo (o cubano, si se prefiere), sino “lo real maravilloso”. Pero, la verdad es que no había creado ni una cosa ni la otra. Y eso puede entenderlo rápidamente cualquiera que haya metido la nariz en dos o tres libros de Alejo.
Es más: perderá el tiempo quien busque “lo real maravilloso” en los libros de Carpentier ⎼ya sea en sus cuentos: El sacrificio o Viaje a la semilla o en sus novelas: La consagración de la primavera o El arpa y la sombra. Y no encontrará nada de eso porque, digámoslo de una vez por todas, “lo real maravilloso” fue un embuste que Alejo se inventó para evitar que lo acusaran de plagio. Pero no fue la primera ni la única ingeniosidad (o mentirilla) que se le ocurrió para salirse con la suya.
Lo que alarma, en todo caso, es observar cómo, al intentar urdir un concepto sobre bases inexistentes, Alejo pierde la cabeza y se suelta de la lengua cuando nos ofrece unas palabras preliminares, no pedidas, en El reino de este mundo. Desesperado porque no encuentra cómo definir lo indefinible (porque no existe), comienza a lanzar una serie de dardos pestíferos contra Los cantos de Maldoror “a los que debemos muchos «niños amenazados por ruiseñores»”.
Arrebatado por una extraña animosidad ⎼que lo hace olvidar que Breton, Péret, Tanguy y, en general, todo el equipo de La Révolution surréaliste habían acogido sus colaboraciones en las páginas de aquella revista⎼ la emprende a mazapanazos contra los surrealistas y, en especial, contra “la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy… que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris”.
Y mientras revuelve y busca ⎼sin encontrar⎼ algún argumento que logre explicar qué demonios es “lo real maravilloso”, va lanzando martillazos sobre las cabezas de Lautréamont y Victor Hugo (“tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina”).
Sospecho que, atarantado por la ofuscación, no se dio cuenta que, justo en aquel prólogo que tanto celebran y citan sus adeptos ⎼y que está infestado de taradeces y diatribas⎼, apuntó lo que quizá haya sido la imbecilidad más grande de su vida: “«Hay todavía demasiados adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas» (Lautreamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas”. ¡En la madre! El suizo, el falso cubano, el mitómano Carpentier, opinando que puede haber algo “maravilloso… en violar… mujeres vivas”.
Y toda esa ira, todo ese prólogo purulento ⎼que ofrece como acedo coctel de bienvenida a los lectores de El reino de este mundo⎼ porque el tipo no logró encontrar una noción que amoldara bien con esa ocurrencia de “lo real maravilloso”.
Pero su patetismo no termina ahí. Hay más. Carpentier sorprende siempre, ya sea cuando miente, se contradice o lanza injurias. Y es que, luego de quejarse amargamente por aquella “pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años”, en El reino de este mundo nos relata las desventuras del “manco Mackandal, hecho un houngán del rito Radá, investido de poderes extraordinarios por varias caídas en posesión de dioses mayores, era el Señor del Veneno”.
¿Cómo? ¿Pues no que execraba tanto la pretensión de “suscitar lo maravilloso” en la literatura? ¿Y entonces por qué intenta endosarnos un personaje “investido de poderes extraordinarios”? ¿Un personaje ungido por “dioses mayores”? ¿Y eso qué es? ¿Taumaturgia literaria? ¿Clichés vetustos y sobados? ¿Ilusionismo tropical? ¿O, simplemente, otra más de sus mentiras para epatar a los distraídos lectores? En fin.
Llama la atención, por otra parte, que los biógrafos y estudiosos de Carpentier ⎼cuyas tesis doctorales ya empantanan las bibliotecas de las “mejores” universidades del mundo⎼ no suelan preguntarse por qué se le habrá metido a Carpentier la idea de inventar que había nacido en La Habana.
No parece sorprenderles (tan indolentes son los doctores) que Carpentier, con la mano en la cintura, haya escrito cosillas como: “aunque nací en La Habana… me crie en el campo cubano… en contacto con campesinos negros y sus canciones… y ahí pasé gran parte de mi vida”, cuando, la verdad, es que al observar someramente la biografía de Alejo, en un santiamén, veremos que pasó la mayor parte de su vida fuera de Cuba y, con cualquier pretexto, corría a Francia (quizá porque le recordaba que, a unos pasos, estaba Suiza, su verdadero lugar de nacimiento).
Ahora bien, antes de que el (morboso) escritor cubano Roberto González Echevarría se asomara a la vida de Alejo (y ya con el claro fin de desenmascarar sus mentiras y sus extrañas farsas biográficas), poco se sabía sobre la vida de Carpentier. Y es que, como ya se ha dicho, él mismo era su biógrafo y, con ese poder, decidía libremente qué anécdotas difundir y qué (muchos) episodios suprimir.
En el libro Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home, González Echevarría ⎼que, después se supo, era un tipo tan (o más) mentiroso y pervertido que Alejo⎼ nos ofrece una interesante perspectiva sobre la última novela de su compatriota, El arpa y la sombra, donde, según el autor, mediante un inopinado ejercicio proyectivo, Carpentier establece un símil con Cristóbal Colón que, al igual que Alejo, se dedicó a ir sembrando mentiras sobre su lugar de nacimiento.
Si observamos algunas de las (numerosas) entrevistas que Carpentier concedió podremos constatar que el escritor jamás se permite entrar a fondo sobre su infancia, su adolescencia ni sobre la relación que mantuvo con sus padres. De hecho, todas las respuestas que ofrece sobre su biografía, cuando no son evasivas, se limitan a ofrecer datos tópicos y escuetos: que su padre era arquitecto, que su madre tocaba el piano y que ambos coincidían en el gusto por la música y la pintura.
¿No sorprende un poco que un autor al que todo mundo tiene por churrigueresco y recargado se muestre tan lacónico? No olvidemos que en toda su obra, para narrar cualquier minucia de la vida cotidiana, Carpentier siempre dio muchos rodeos y, siempre, pero siempre, descargaba una ensordecedora metralla de frases que, si las leemos en voz alta, pueden quitarnos el aliento: “Era probable que ella, a su vez, se creyera obligada a brindarse a esa hebdomadaria práctica física en virtud de una obligación contraída en el instante de estampar su firma al pie de nuestro contrato matrimonial”. (Los pasos perdidos). Pudiendo decir: Como estábamos casados, se sentía obligada a acostarse conmigo. O qué se yo.
Pero lejos de enzarzarnos en un tedioso análisis psicocrítico sobre qué razones (o sinrazones) llevaron a que Carpentier toda la vida se jurara cubano (allá él y sus manías), lo interesante, en todo caso, es darnos cuenta que, de no haber sido delatado por un puñado de enemigos (y que antes habían sido sus amigos), hoy mismo todos seguiríamos pensando que Alejo, efectivamente, había crecido en las calles habaneras, fumando puros y escuchando guajiras.
Sin embargo, cierto prurito periodístico, que no carece de su buena dosis de entrometimiento, puede llevar a preguntarnos: Si Alejo Carpentier dedicó toda su vida a fabricarse un mito donde se le pegó la gana reclamarse como hijo de Cuba, ¿a quién demontre pudo haberle interesado demoler su inocuo mito personal? ¿Qué ganaban operando semejante venganza de opereta? ¿Quién habrá fraguado el ataque? ¿Un enemigo acérrimo? ¿Una amante desdeñada? ¿Para qué?
En este caso, todos estos cuestionamientos nos ofrecen, de una u otra forma, la respuesta: el lausanés Alejo Carpentier, pese a ser un tipo bastante tímido y que pronunciaba las erres como “egues”, vio caer varias de sus mentiras (incluida la fábula de su nacimiento) gracias a ciertas animadversiones que, probablemente sin saberlo, había sembrado en el pasado.
Más tarde o más temprano, algunos de sus malquerientes, algunos con más efectividad que otros, aparecieron para intentar vengarse del viejo Carpentier, que, a juzgar por sus ojos tristones y las dos bolitas que abombaban sus mejillas (y que le conferían cierto aspecto de ardilla), no parecía ser ningún mitómano.
El primero de sus malquerientes fue un hombre poderoso: el (siempre oportunista y desfachatado) escritor Carlos Rafael Rodríguez, a quienes muchos apodaban maliciosamente el Ministro Corcho, debido a que supo flotar, sin hundirse jamás, ante todas las adversidades y maquinaciones políticas.
Este hombre pequeño y sonriente, que cultivaba unas barbas trotskistas ⎼y que, en distintos momentos de su vida, supo adherirse a la dictadura de Batista, al Partido Socialista Popular, a la guerrilla y, finalmente, saltó hacia la victoriosa revolución castrista, donde se coló para alzarle la mano a Fidel⎼ fue dueño de un agudo olfato político y un infatigable carácter arribista.
Y justo ese carácter desenfadado y carente de escrúpulos, logró que Carlos Rafael lograra convertirse en uno de los amigos y colaboradores más cercanos Castro, quien, tras el triunfo de la Revolución, aceptó premiar sus rendibúes concediéndole puestos de alta jerarquía.
Cierto día, el Zar económico ⎼como lo llamaban algunos periodistas extranjeros que no estaban al tanto del largo historial de arribismos y trapacerías que acompañaba al Ministro Corcho⎼ declaró que estaba muy irritado. ¿Y por qué o por quién?, le preguntaron, al unísono, sus aduladores (que no eran pocos). La respuesta fue directa: ¡Por causa de Carpentier! Y es que ahí, como no queriendo la cosa, algún conspirador anónimo de Alejo le hizo llegar a Carlos Rafael un ejemplar de El recurso del método, cuyo protagonista, como bien se sabe, es un estereotipo caricaturesco de un dictador que detenta el poder absoluto.
Al leer el texto, Rodríguez montó en cólera. Lo curioso es que Carlos Rafael, en ningún momento, pensó en que Carpentier estuviera refiriéndose en aquella extraordinaria parodia sobre déspotas y tiranos al dominicano Trujillo, al venezolano Juan Vicente Gómez, al boliviano Melgarejo, al paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia, o a los cubanos Machado, Menocal o Batista, sino que, en aquel paradigma simbólico que satirizaba cruelmente a la autocracia, creyó ver bien delineada la imagen de Fidel Castro (también llamado Quientusabes, el Susodicho, el Comediante en jefe).
Guillermo Cabrera Infante, en Vidas para leerlas, dice que el Ministro Corcho (él no le llama así) le espetó: “No sé a dónde va a parar [Carpentier] con su novela, pero no quiero que se nos convierta en un problema más político que literario. Lo menos que queremos nosotros es otro caso Pasternak”.
Y es que Carlos Rafael, que alguna vez fue llamado ⎼ya ven que los ofensores siempre descalifican igual⎼ “foca amaestrada del Kremlin”, siempre receló de Carpentier, en quien nunca logró ver a un “auténtico comunista”. Embriagado de teorías gramscianas, materialismo histórico y un raro amasijo de leninismo que, sin ningún pudor, combinaba con unas raras estadísticas militares que él denominaba “manualística soviética”, Rodríguez le reclamaba al autor de El discurso del método que no alcanzara a ver que “la génesis de nuestra lucha por la independencia es mucho más profunda”. Dicen que, antes de que comenzara a padecer aquel déficit de dopamina que, más tarde, los médicos diagnosticaron como Parkinson, Carlos Rafael, al ser cuestionado sobre Carpentier, perdió el control y, poniéndose rígido y luego tembloroso, gritó: “¡Ese suizo impostol (sic) nunca entendió que el socialismo con mala educación no será nunca socialismo perfecto!”
Otro de los enemigos más acérrimos de Carpentier ⎼y quizá el más peligroso de todos⎼ fue el escritor e intelectual Juan Marinello Vidaurreta. Este hombre de bigotito perfectamente recortado y estilo anacrónico ⎼y que en algunos gestos recordaba a los actores Preston Foster John Barrymore⎼ no era ningún esnob, sino un auténtico intelectual, cuyo pensamiento analítico le permitía razonar y esgrimir una abrumadora (y casi invencible) espada argumentativa con la que iba cortándole las cabezas huecas a fariseos y simuladores. Además de ser era un asaz lector de Marx (y sus epígonos), Juan era un admirador boquiabierto de Mariátegui y Waldo Frank, a quienes constantemente citaba de memoria. Amigo y protector de Nicolás Guillén, Marinello era (y quizá sea hasta hoy, aunque haya muerto) el estudioso y difusor más agudo de José Martí.
Marinello ⎼que había enfrentado y superado las dictaduras de Gerardo Machado y Fulgencio Batista y, gracias a ello, había radicalizado su pensamiento revolucionario⎼ tenía un temple de hierro y poseía la manía de proyectarlo todo. Mucho podrían aprender sobre los procesos de planificación los ridículos oradores que hoy se dedican a ofrecer cursos sobre la “toma de decisiones”. Y es que leyendo a Marinello sorprende encontrar que, anticipándose más de medio siglo a los recalcitrantes “desarrolladores de alternativas”, este sujeto ya hablaba de marcos temporales a corto, mediano y largo plazo.
Dueño de una avasallante y heteróclita formación intelectual, Marinello supo detectar el carisma de Fidel y, antes de que Castro llegara al poder, ya había comenzado a proyectar escrupulosamente cuál sería exactamente su papel e intervención en la esfera pública cubana cuando Fidel estuviera al frente de todo. Y así fue.
Tras la llegada al poder del Ejército Rebelde, Marinello logró convertirse en el máximo mandarín intelectual del castrismo. Su influencia en la academia y en la vida literaria de la isla colmó la segunda mitad del siglo XX cubano. Y esa sobra, que proyectaba cierta metafísica sombría, terminó abrazando al timorato Alejo Carpentier.
El primer regaño que Alejo recibió de Marinello fue a través de un artículo titulado “Una novela cubana”. Con la vehemencia de un obispo reformista que, sin embargo, se dedica a rendirle culto al pasado, el pontificio intelectual cubano se ensaña con la primera novela de Carpentier: ¡Écue-Yamba-Ó! Entre otras tantas cosas, Marinello le exige al “camarada” Alejo que se deje de ilusionismos verbales y que, lo más pronto posible, se ponga a escribir “una novela de tamaño americano” en un lenguaje más “universal”.
Lo que asombra (y decepciona) es observar que, en lugar de mandarlo al diablo, Carpentier no sólo atiende como un inmaduro escolar las peticiones de Marinello, sino que incluso decide tachar de su bibliografía ¡Écue-Yamba-Ó ⎼cuyos párrafos están sembrados de descripciones vanguardistas y metáforas futuristas⎼ sólo para agradar al influyente mandarín que, además, le demandaba menos pintoresquismo, menos “sed artística”, más atención a las “esencias” y, si se podía, mayor “eficacia universal”.
De esa forma, El reino de este mundo ⎼cuyo prólogo, como ya se ha dicho, es una sucesión de injurias, incongruencias y mentiras⎼ es la obra que Carpentier decide reconocer (y cacarear) como “su auténtica primera novela”. Rasurada de todos los efectos y principios futuristas que tanto había practicado Carpentier en su etapa vanguardista, pero que incomodaban muchísimo al mandarín-Marinello, porque, oh, pecado, era una escuela atestada de loquillos que abjuraban completamente del pasado y eran irrespetuosos con la métrica, El reino de este mundo, no sólo es una novela escrita para agradar, sino también un libro hecho a la medida de las demandas de Marinello. O eso, al menos, le hizo creer al mandarín, porque, después de eso (y de vilipendiar a Alfred Jarry, Remy de Gourmont y a cuanto surrealista pudo), Alejo se olvidó de “lo real maravilloso”.
Lo más interesante de esta mentira ⎼que sin duda es la mejor de Carpentier⎼ es que, a partir de ahí, el régimen creyó que, una vez que el mandarín-Marinello le había señalado la ruta, Alejo ya nunca más iba a cometer el desliz de alejarse del buen camino.
Pero Carpentier, el mentiroso Carpentier, no estaba dispuesto a conformarse con ser el inocuo exponente de una cosa que ni siquiera existía (“lo real maravilloso”). Todo lo contrario: él quería universalidad, él soñaba con ser “el escritor cubano”, el “Premio Nobel de la isla”.
Así que, una vez que hizo creerles que no volvería a dar problemas, Carpentier volvió a colocarse su máscara de mitómano y, ya sin nada que temer, se dedicó a pasear tranquilamente por toda la isla, haciéndose pasar por cubano y “realista maravilloso”. Incluso, el gran mentiroso, de dio el lujo de aceptar algunos puestos (muy bien remunerados) en el régimen castrista.
Adoptando un estilo barroco e impenetrable (que justificó diciendo que era parte de “lo real maravilloso”) se dio gusto lanzando críticas y sátiras, en clave de ficción, que pocos lograron decodificar debido a su abigarrado cripticismo.
Y aunque Carlos Rafael Rodríguez y Juan Marinello nunca lograron comprobar ninguna de sus sospechas, el recelo hacia Carpentier prevaleció y no sólo intrigaron para que Castro nunca lo nombrara embajador de Francia, sino que urdieron una serie de golpes arteros para que en Suecia nunca consideraran seriamente darle el Premio Nobel, con el que tanto soñaba.
Finalmente, quien ofreció la prueba más tajante ⎼y, francamente, baladí⎼ sobre las mentiras de Carpentier fue Eva Frejaville, una de las exparejas más polémicas de Carpentier.
Alejo, después de una tórrida y dolorosa relación con esta musa francesa, terminó acusándola de haberle sido infiel en múltiples ocasiones. Y, en efecto, mientras era pareja de Carpentier, Frejaville sostuvo varias aventuras (que, además de ciertos encuentros lésbicos, incluyeron un intenso romance con el pintor Carlos Enríquez y un fugaz amorío con el poeta Pablo Neruda).
Y eso, aseguró alguna vez el propio Carpentier, lo impulsó a dar por concluida aquella relación. Sin embargo, había quienes aseguraban que aquella era otra de las mentiras de Alejo, porque realmente las cosas habían ocurrido de una manera muy distinta.
El poeta y políglota Heberto Castillo, otro de los enemigos más acérrimos de Carpentier (y cuya accidentada relación con Alejo merecería un ensayo aparte), contaba que en realidad ella había decidido abandonar al autor de El siglo de las luces, quien, poseído por un sentimiento de orfandad, acudió personalmente a la casa del amante de Eva para rogarle, llorando, que regresara a su lado, importándole un bledo las infidelidades: “una tarde Alejo fue a buscarla a la casa de un famoso pintor cubano [Carlos Enríquez] y cuando comenzó a llamar a la puerta oyó la voz que venía desde un dormitorio que ocupaba la parte superior de la casa: «Ya es tarde, Alejo…»”.
Por su parte, el pintor Marcelo Pogolotti, en su autobiografía Del barro y las voces, ofrece una versión todavía más melodramática sobre el asunto: “Los tres iban en un automóvil, y en pleno Malecón, a la luz del día, Carlos frenó, preguntándole a Eva si prefería seguir con Alejo o irse con él, y al contestarle ella que esto último, invitó al amigo a que bajara del vehículo. Cuando Carpentier, pensando que se trataba de una broma, fue a El Hurón Azul, el pintor esgrimió teatralmente un revólver”.
El crítico literario chileno Hernán Loyola ⎼que ha vivido sacándole bastante jugo a la obra y vida de Pablo Neruda⎼ fue quien obtuvo la confesión, de boca del propio Neftalí Reyes, sobre su romance con Frejaville: “a fines de los 60 si no recuerdo mal, me atreví a interrogar derechamente al poeta en Isla Negra: «Pablo, ¿quién es la mujer en el trasfondo de «Las furias y las penas»? […] la respuesta de Neruda a mi pregunta […] no pudo ser más sorprendente e inesperada. Tras unos segundos de silencio y sin mirarme: «la mujer de Carpentier», me dijo”. (Eva: la musa secreta de Neruda en «Las furias y las penas», p.76).
Aunque tiempo después, Alejo contrajo nupcias con Lilia Andrea Esteban Hierro, “hija de un aristócrata mestizo de Santa María del Rosario” (según el propio Carpentier), muchos aseguran que nunca pudo quitarse de la cabeza a Eva. Y, al parecer, ella también pensaba mucho en Alejo. Pero de manera muy distinta. Y es que, una vez más, Cabrera Infante, con aquella invencible sorna que caracterizaba su extraordinaria prosa, nos develó quién había estado detrás de aquella venganza de opereta contra Carpentier:
“Después de la muerte de Alejo se reveló quién había hecho la investigación ante las autoridades suizas. Había sido su antigua mujer Eva Frejaville, francesa en La Habana ahora en Los Ángeles. Todo comenzó un día con su visita a la madre de Alejo, de origen ruso, Catharine Blagooblasof. Exclamó nostálgica ella: “¡Cómo nevaba el día que Alejo nació!” La Frejaville iba a decir que no sabía que hubiera nevado en La Habana nunca. Se calló pero, después de divorciada, buscó en París sin suerte y luego en Suiza con acierto la partida de nacimiento de Alexis. Alejo murió, diplomático castrista, creyendo que había burlado a todos. Pero no hay una Eva que, expulsada del Paraíso, no lo sepa todo de Adán”.