Por Ricardo Sevilla
RegeneraciónMx.- Muchos años antes de inaugurar la semiología contemporánea y lograr que la filosofía, la lingüística y la literatura se fundieran en un cálido abrazo, Roland Barthes fue un niño miedoso e introvertido que usaba pantalones cortos y, cuando no buscaba refugio en los armarios, corría a meterse debajo de la cama.
No sabía nada sobre fotografía, corrientes neomarxistas ni hablaba con ese altivo timbre de sabelotodo. Tampoco había encontrado aún sus fórmulas para resolver las incógnitas del lenguaje. Y si alguien le hubiera dicho en ese momento que, veinte años más tarde, sería reconocido como una autoridad en semiología y letras clásicas, no habría sabido si festejar o lamentar la noticia. De hecho, al futuro teórico de la comunicación le costaba un martirio expresar claramente sus deseos y sus emociones.
Era el invierno de 1926: el dictador Mussolini había recibido una bala en la nariz y, dejando escapar su ira volcánica, ordenaba que todos los partidos que se le oponían fueran disueltos. Seis días antes de concluir el año, el 25 de diciembre, el mundo amanecía con otra noticia: un joven llamado Hirohito ⎼tipo escuálido que, detrás de unas ligeras gafas de montura, ocultaba cierto desequilibrio en la mirada⎼ sería el nuevo emperador japonés. Ésas y otras informaciones las escuchaba Roland, con apático desdén y, por lo general, liberado hacia sus propias introspecciones.
De momento, la única noticia que verdaderamente le interesaba a aquel niño ⎼y lo estremecía hasta el tuétano⎼ es que su madre y él se mudarían a París. Sólo tenía diez años y únicamente había vivido en Cherburgo y Bayona, viejas y desairadas tierras navales, cuyos escasos visitantes llegaban atraídos por una mohosa leyenda de vikingos y judíos expulsados. Más allá de eso, el niño no conocía nada. Y a quien tampoco había conocido, en estricto sentido, era a su padre. El tipo había muerto en una batalla cuando él contaba apenas un año. O eso le dijeron. Pese a ello, sobre las paredes del comedor familiar pendían varias fotos de un sujeto pulcramente uniformado y con varias insignias adornándole el pecho. Y todos los días su madre, protestante, lo instruía en la idea de que aquel hombre era su padre. Para reforzar su historia, le contaba una epopeya colmada de proezas navales en donde su esposo (así le llamaba) se imponía como el más osado paladín. Y como a Roland le agradaban las gestas heroicas, permitió que aquella historia lo impregnara.
Pero las cosas no eran tan simples. Poco a poco, el niño comenzaba a padecer frecuentes raptos de emotividad que, invariablemente, terminarán arrojándolo a los brazos de su madre. Desbordado por la sugestión, terminó por imaginar que, en verdad, la ausencia de ese hombre ⎼eclipsado en aquella gélida fotografía⎼ lo lastimaba. Y lloraba a cántaros; sobre todo cuando la lluvia aparecía alardeando con sus truenos y sus relámpagos. En ese momento sus miedos se redoblaban y corría a ocultarse en el armario o bajo la cama. De hecho, pasó su infancia abrumado por varias cosas: el ladrido de los perros, el rugido de las olas y los fines de semana, “un espacio de horas huecas”, que no sabía cómo llenar. Pero, más que todo, le horrorizaba la ausencia de un padre, o mejor: de ese hombre en el retrato. Y nunca se le quitó ese dolor. Toda su vida, Roland sintió esa orfandad como una herida abierta.
La madre comprendió que tenía —o mejor: había fabricado⎼ a un niño apocado y no dudó en volcar sobre él todas sus atenciones. Pero más que cuidarlo, lo acechaba y oprimía. A todas partes lo conducía de la mano y, prácticamente, no había día en que no le aconsejara evitar el trato con los chicos rudos. Le advertía que no se mezclara en problemas ni buscara “aventuras estúpidas” fuera de casa. Y que por favor, le aconsejaba, fuera “un niño juicioso”, que fuera “un buen hijo”. La lección materna se apoyaba en un argumento tan burdo como inapelable: el mundo rezumaba perfidias. Pero semejante admonición no debe sorprender. Se trataba de un comportamiento habitual entre puritanos. Y la madre de Roland lo era: una severa calvinista que, anquilosada en la doctrina de los hugonotes, inoculaba sobre su vástago la idea de que no era más que un ser frágil y quebradizo.
La abrumadora vigilancia, claro, mermó todavía más el carácter del muchacho. Y la sobreprotección, también, terminó por socavar su salud física. La infancia de Barthes ⎼como la de Bernhard y Leopardi⎼ fue la de un chico enfermizo, sometido a prolongados y dolorosos tratamientos médicos. Y la tuberculosis que lo aquejó hasta el día de su muerte no fue más que el resultado de una larga necrosis acarreada desde su niñez.
Aunque la mayoría de los estudiosos de Barthes ⎼estupefactos ante sus hallazgos semióticos⎼ han descuidado su biografía y, más allá de la sobada anécdota sobre el accidente vial que lo asesinó, se han dedicado a pergeñar leyendas falsas, cuando no adulteradas, sobre un niño prodigio que, casi, saltó de la cuna a los libros, para asombrar al mundo con sus portentos. Pero no es difícil encontrar las pistas que nos lleven hacia un retrato más íntimo sobre el exégeta de Racine. Muchos de sus glosadores se han devanado los sesos tratando de penetrar en su teoría. Actualmente, las universidades están atiborradas de interpretaciones, casi todas malogradas, sobre El grado cero de la escritura. Su tótem es venerado en las academias. Pero si curioseamos detrás de la apantallante bibliografía del semiólogo francés, encontraremos la sublime biografía del niño. ¡Y qué niño! Y es probable que eso le hubiera gustado más al mismísimo Barthes, quien pugnaba porque fuéramos “lectores más tangibles”.
¿Y para qué? El niño interior que siempre habitó en el interior de Roland Gérard Barthes respondió: “Para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito”.