Editorial de La Jornada*
En el contexto de su visita de trabajo a nuestro país, el subsecretario de Estado para asuntos de Democracia, Derechos Humanos y Trabajo de Estados Unidos, Tom Malinowksi, dijo que México se encuentra bajo un fuerte escrutinio de la comunidad internacional por sucesos como los de Tlatlaya y Ayotzinapa, y que desea que las elecciones de junio próximo traigan de alguna manera efectos positivos para acabar con la tradición de impunidad que hay en el país en materia de violación a los derechos humanos, corrupción, desapariciones, secuestro y tortura.
La declaración del funcionario es por demás improcedente, en primer lugar por su carácter injerencista: ningún Estado puede erigirse en juez de otros ni aprobar o desaprobar el desempeño de éstos en ámbitos particulares, como el de los derechos humanos. Por otra parte, la pretensión estadunidense de emitir juicios sobre el respeto a las garantías individuales en México encierra un disparate mayúsculo, pues proviene de un país cuyo expediente en esa materia esta marcado por excesos y tropelías de toda suerte, entre los que destacan los campos de concentración de Abu Ghraib y Guantánamo, las redes de vuelos secretos de la CIA, el recorte legal a las libertades ciudadanas y a las garantías individuales padecido por los propios estadunidenses, los crímenes de lesa humanidad perpetrados en Afganistán e Irak y el historial de asesinatos de afroestadunidenses y latinos inermes por parte de efectivos policiales.
Ciertamente, la situación de las garantías individuales en México es catastrófica y tiende a empeorar: a la impunidad generalizada de que disfrutan los servidores públicos que atropellan a los ciudadanos, se suma la documentada persistencia de la tortura –a pesar de que el gobierno federal rechace las observaciones de organismos internacionales al respecto–, de la ejecución extrajudicial y de los abusivos arraigos, recientemente declarados constitucionales por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Más allá de las tendencias autoritarias en el presente gobierno mexicano, estos retrocesos son en buena medida reflejo y consecuencia de las políticas de seguridad y económica impuestas por los gobiernos de Washington a las sucesivas administraciones federales mexicanas, de las presiones ejercidas por los primeros contra las segundas para asumir como propias las guerras contra el narcotráfico y el terrorismo y para adoptar, en esa medida, directrices dictadas desde la Casa Blanca que en no pocas ocasiones restringen libertades civiles y garantías individuales y afectan la soberanía nacional. El correlato de esas presiones es la pretensión gubernamental de resolver conflictos sociales y políticos por medios penales, policiales y militares.
Ante las consideraciones referidas, las autoridades nacionales tienen el deber de rechazar y repudiar la pretensión estadunidense de erigirse en juzgador de nuestro país en materia de derechos humanos. La lucha por la vigencia de esos derechos dista mucho de haber terminado y el saldo es hoy desalentador; pero Washington carece de la autoridad moral para erigirse en ejemplo en esa materia.
Regenerción, sábado 25 abril del 2015. Editorial publicado en La Jornada.