Michael Randle*
Dinámica de la acción no violenta**
Introducción
Los gobiernos necesitan más al pueblo que el pueblo a los gobiernos. Si queremos tener un lema que expresen pocas palabras la filosofía política que subyace al concepto de la resistencia civil, éste podría ser tan bueno como el mejor.
Claro está que se trata de algo más que eso. Por un lado, no sólo los estados y los gobiernos sacan su poder de la cooperación del pueblo, lo hacen también las instituciones y los grupos existentes en todos los niveles de la sociedad. Ni tampoco todas las luchas por el poder donde se emplea la resistencia civil implican al estado o al gobierno como uno de los protagonistas. Sin embargo, como este estudio se enfoca sobre todo en los conflictos en que está implicado el estado o el gobierno, nuestro eslogan nos brinda un punto de partida idóneo.
En el capítulo 1 hemos considerado los vínculos existentes entre el poder, la autoridad y la colaboración popular. Valdría la pena hacer aquí una breve capitulación antes de adentrarnos en el análisis de los mecanismos sociales y políticos en los que se pueden producir cambios mediante la resistencia civil.
Según hemos señalado, simplemente para funcionar los gobiernos exigen la lealtad de las instituciones clave —las fuerzas armadas, los funcionarios, las administraciones—. Además de eso necesitan la colaboración, o por lo menos la conformidad, de la mayoría de la población que pretendan gobernar. La sociedad industrial moderna en particular necesita un alto grado de colaboración de la fuerza laboral para funcionar eficazmente. Esto le ha dado al trabajo organizado una influencia importante, que ha sabido utilizar en muy diversas ocasiones desde principios del siglo XIX para forzar concesiones económicas y políticas. Hoy en día, cuando los medios de masas desempeñan un papel tan grande en la vida de la gente, la colaboración de quienes trabajan en ellos difícilmente sería menos importante que la de los institutos armados. Vemos, pues, cómo en el momento culminante de la «Revolución de Terciopelo» de Checoslovaquia, los trabajadores del servicio de televisión estatal votaron abrumadoramente en pro de transmitir una cobertura en vivo de las manifestaciones de la plaza de san Wenceslao y de emitir una película a donde se veía cómo las fuerzas de seguridad atacaban a los manifestantes estudiantes.[1] Otras instituciones y grupos que componen la sociedad civil, como las iglesias y las organizaciones políticas, ambiéntales y comunales, pueden desempeñar también un papel crucial al plasmar la opinión y proporcionar centros potenciales de disidencia y oposición.
Los gobiernos dictatoriales pueden emplear la fuerza, o el terror descarado, para asegurarse la sumisión de la gente, y pueden conseguirlo a veces durante períodos prolongados. En esas circunstancias, la sociedad civil, en tanto que siquiera existe, tenderá a actuar clandestinamente, y lo más probable es que los medios estén sometidos a un rígido control gubernamental. Pero incluso en casos tan extremos, los gobiernos no mandan mediante la fuerza sola. La buena disposición de cada soldado en sí a obedecer las órdenes puede deberse al miedo a las consecuencias de una desobediencia, pero la lealtad colectiva de las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad depende de algo más intangible —de la autoridad del gobierno y de la aceptación de su reivindicación de legitimidad.
La resistencia civil procura a desafiar la autoridad y legitimidad del gobierno y privarlo de esa manera de su fuente de poder residente en la colaboración de las instituciones de la sociedad y del estado. Cuando el objetivo es acabar con una injusticia específica —como la discriminación racial — se hace un desafío limitado a la autoridad del gobierno; por lo general no se discute su legitimidad, sino simplemente su derecho a aprobar o a hacer valer determinadas leyes, o a tolerar ciertas prácticas dentro de la sociedad. En una batalla más fundamental, la resistencia civil desafía el derecho del gobierno a mandar y puede poner incluso en entredicho el sistema entero político y social dentro del que se desenvuelve.
En la mayoría de los casos, esas luchas implican una coerción, no en el sentido de que se utilice la violencia contra los adversarios, sino porque se cierran determinadas opciones, convirtiéndolas literalmente en inasequibles. El número de manifestantes o huelguistas puede llegar a ser tan grande que las autoridades no pueden enfrentarse a ellos. Las cárceles pueden estar llenas a rebosar, la economía paralizada por las huelgas, y ocurrirle lo mismo a la administración. El recurso a la violencia dura por las autoridades —suponiendo que lo permitan el entorno político y social — puede resultar contraproducente, movilizando más posición en el país y en el extranjero, y provocando en el caso extremo la negativa a colaborar por parte de la policía, los militares y el funcionariado. Los aliados políticos de las autoridades pueden abandonarlas —como ocurrió, por ejemplo, tanto en Polonia como en Alemania del Este en 1989, donde los pequeños partidos políticos, anteriormente adictos, se pasaron a la oposición.
Consideraremos en un capítulo ulterior los problemas especiales que trae consigo la resistencia civil en los países democráticos, cuyo gobierno asienta sus pretensiones de legitimidad en el mandato del electorado. Entretanto, señalaremos que, incluso en regímenes dictatoriales, la resistencia civil puede apuntar a menudo contra algún aspecto particular de la política del gobierno y no contra el régimen como tal. Sin embargo, como quiera que los gobiernos autoritarios reclaman una autoridad absoluta, un desafío afortunado de la población a cualquier aspecto fundamental de su política puede provocar su derrumbe, o en cualquier caso iniciar su proceso de desintegración. Vemos así cómo en la Europa del Este la demanda de derechos humanos básicos fue en algún sentido limitada, pero planteó un reto radical a la estructura misma y filosofía política del estado leninista. En este aspecto, el dominio dictatorial ha evidenciado con frecuencia una mayor rigidez y fragilidad que los sistemas democráticos.
Jiu-Jitsu político y moral
Se ha comparado el impacto de la acción no violenta con el yudo. El primero en sugerir esa analogía fue el autor estadounidense Richard Gregg en su clásico estudio de los métodos de Gandhi publicados en los años treinta.[2] En un capítulo titulado «Jiu-jitsu moral», Gregg aduce que del mismo modo que en el yudo se defiende uno utilizando la fuerza del atacante para hacerle perder el equilibrio físico, el resistente no violento hace perder al adversario su equilibrio moral con lo inesperado de su respuesta. El agresor espera una reacción de violencia enfrentada o al menos una exhibición de miedo o cólera. Al no hallar ninguna de ellas, sino una determinación sosegada a no ceder ni devolver el golpe, siente a la vez sorpresa y perplejidad. «La no violencia y buena voluntad de la víctima actúan igual que la falta de oposición física por el practicante del yudo para lograr que su atacante pierda el equilibrio moral.» [3]
Gregg prosigue hasta elaborar una explicación moral y psicológica del funcionamiento de la no violencia a un nivel interpersonal, y recalca el impacto que causa un sufrimiento soportado con paciencia e intrepidez. Algunas de sus afirmaciones se basan en la opinión cuasirreligiosa de que «exceptuando unos pocos deficientes mentales congénitos y convictos desesperados e incorregibles, cualquier persona lleva dentro por lo menos alguna pequeña chispa o potencialidad de bondad». En cambio, en capítulos posteriores, examina Gregg la dinámica de la no violencia colectiva, en oposición a la individual, y expone entonces unas ideas que serían recogida s por los últimos escritores de la escuela más inflexible, «pragmática». Sin embargo, sigue haciendo hincapié en el sufrimiento propio voluntario como el origen mismo del satyagraha, y la conversión del adversario como los medios capaces de resolver el problema en cuestión:
En cuanto al desenlace de una lucha mediante la no violencia, hemos de entender un aspecto muy a fondo. El objetivo del militante no violento no residen herir o aplastar y humillar al adversario, o «quebrantarle la voluntad», como en un combate violento. Su objetivo es convertir al adversario, hacerle cambiar de convicción y de sentido de los valores hasta llegar a concordar de todo corazón en el modo de hallar una solución realmente amistosa y satisfactoria para ambas partes. [4]
Se trata de una formulación clásica de lo que Boserup y Mack denominan aspecto «positivo» del conflicto, que está presente, aunque de modo un tanto ambiguo en los escritos del mismo Gandhi, y de modo bastante más categórico en los de algunos de sus intérpretes, (Véase el análisis que hay más adelante.)
Partiendo de una postura más pragmática, Gene Sharp adoptó posteriormente la idea básica del yudo al estudiar la acción no violenta colectiva. No se refiere al «yudo moral», sino al «yudo político», y emplea ese término a fin de explicar cómo el intento de aplicar la represión contra la resistencia civil puede volverse contra los que la emplean.[5] La represión, asegura Sharp, si se topa con un a no violencia disciplinada, hará que aumente la simpatía entre la población general hacia los resistentes y la antipatía y el desprecio hacia el régimen. Puede hacer que se distancien sectores de la población de cuyo apoyo había disfrutado antes el régimen, con lo que se reduce su base de poder. Puede incitar incluso a gran número de personas a participar activamente en la campaña, a pesar del coste, y conducir en circunstancias propicias al derrumbe del adversario. Fue así como el violento ataque contra los estudiantes que se manifestaron en Praga el 17 de noviembre de 1989 fue la chispa que encendió la oposición en masa de Checoslovaquia. Y es probable que terceras partes se vean afectadas de modo similar, lo que podría traducirse en sanciones y otras formas de presión aplicadas a escala internacional. Por último, la policía, las fuerzas armadas y los funcionarios del régimen o la potencia ocupante en cuestión pueden sentir asco y repulsión ante el repetido uso de la violencia contra resistentes desarmados y no violentos y volverse contra sus amos.
Entre otros ejemplos Sharp menciona la masacre de los peticionarios ante el Palacio de Invierno de San Petersburgo en enero de 1905, que encendió una rebelión general, la matanza de cientos de manifestantes en marzo de 1917 que dio lugar a motines, deserciones y más protestas en masa, y a la abdicación final del zar en la «Revolución de Febrero», y las palizas, muertes violentas y lanzamientos de bombas que sufrieron los activistas a favor de los derechos humanos en los Estados Unidos en los años cincuenta, lo que se tradujo en que surgiesen apoyos dentro de la Unión y en el extranjero a favor de la causa de los derechos humanos.
La resistencia civil y los mecanismos sociológicos del cambio
Aunque las personas que adoptan el enfoque positivo del conflicto hacen hincapié en la conversión del adversario, la ven sólo como uno de los distintos mecanismos del cambio los que se inclinan hacia el enfoque «negativo» del conflicto. (Véase el análisis que sigue.) Desde luego, estos últimos no consideran probable que la conversión llegue a desempeñar un papel central en un conflicto colectivo de envergadura en lo que respecta a los protagonistas principales. George Lakey, en una tesis de master en 1962, propuso tres mecanismos principales del cambio sociológico que fueron adoptados, ligeramente modificados, por Sharp en sus exposiciones. Son (en la formulación de Sharp): conversión, acomodación y coerción.[6] En su publicación más reciente sobre la «defensa de base civil»[7], Sharp postula un cuarto mecanismo —la desintegración.
La conversión se refiere a aquella situación en la que el adversario experimenta un auténtico cambio interno al haber sido conquistado por el razonamiento, o por la buena disposición de los resistentes a soportar privaciones, encarcelamientos o incluso la muerte por sus convicciones. Su relevancia en las luchas de importancia entre grupos grandes es problemática; consideraremos este asunto más adelante.
La acomodación describe aquel proceso mediante el que el grupo opositor, al darse cuenta de que el equilibrio de fuerzas empieza a volverse contra él, opta por la negociación y el compromiso. Sería físicamente posible continuar la batalla, pero se considera conveniente llegar a un arreglo debido a que los costos políticos y diversos de seguir manteniéndola son demasiado elevados, y también posiblemente porque hay una clara perspectiva de derrota final. En la Polonia de los años 1988-1989, el general Jaruzelski buscaba una «acomodación» con las fuerzas de la oposición cuando accedió a entablar unas conversaciones de mesa redonda con Solidaridad. Aquello condujo, al cabo de unos meses, a una transferencia pacífica del poder. A un nivel de confrontación menos absoluto, el gobierno conservador de Gran Bretaña se halló ante la necesidad de retirar el impuesto de capitación, debido en parte a que la campaña de desobediencia civil estaba haciéndole prohibitivamente difícil y cara su imposición, y también porque la reacción política había empezado a amenazar sus probabilidades de reelección.
Hemos mencionado antes la coerción. Se trata de aquella situación en que la voluntad del adversario se ve forzada o maniatada a causa de la resistencia civil. Esto puede ocurrir en tres conjuntos de circunstancias. Primero, el desafío está demasiado extendido para poder reprimirlo, y se produce un cambio social, político y económico — o es sofocado éste dado el caso — independientemente de la voluntad de los oponentes. Quisling no cambió de parecer en cuanto a introducir la doctrina nazi en las escuelas de Noruega; la no colaboración del cuerpo entero del magisterio le hizo imposible llevar a cabo su plan. Segundo: una no colaboración muy extendida puede acarrear la paralización de la administración y la economía — o de partes cruciales de ellas—, llegándose a la práctica imposibilidad de que las cosas vuelvan a funcionar sin acceder a las demandas de los que protestan. Fue así como la huelga general de 1905 obligó al zar Nicolás II a que redactase el manifiesto constitucional del 7 de octubre que garantizaba el establecimiento de una duma (parlamento). Y es así también, más o menos, cómo los empresarios, mediante la coerción, han ido admitiendo a nivel mundial el reconocimiento de los sindicatos y permitiendo su funcionamiento, a pesar de haberse opuesto en muchos casos totalmente a dar ese paso. Tercero: los oponentes pueden perder la capacidad de reprimir la resistencia debido a la no colaboración de la policía, el ejército y la burocracia. El Shah de Irán fue forzado a huir del país en 1979 cuando los comandantes de ejército ordenaron a las tropas que volvieran a los cuarteles y se negaron a seguir tomando parte en la represión. Ferdinand e Imelda Marcos huyeron de las Filipinas cuando el ejército se negó a abrir fuego contra decenas de miles de manifestantes que les cerraban el paso en las calles de Manila. En Alemania del Este y Checoslovaquia, los gobiernos comunistas fueron expulsados materialmente del cargo por las manifestaciones en masa. De modo similar, los cabecillas golpistas de la «junta» de agosto de 1991 en la Unión Soviética se hallaron con que eran literalmente incapaces de aferrarse al poder.
La desintegración. Se trata de aquella situación en la que la estructura de poder del oponente «se desintegra» bajo la presión de la resistencia civil. Sharp la diferencia de la coerción partiendo de que entonces no existe ya un gobierno o unidad política susceptible de sufrirlos. Sin embargo, no se llegará a alcanzar un punto de inflexión semejante, sin el triunfo de una presión coercitiva sobre el gobierno o la unidad política anterior a su desintegración. Sharp cita el putsch de Kapp en 1920 y el golpe de los generales en Argel en 1961 como ejemplos en los que se desintegró la base de poder de los usurpadores. Pero está claro que dicha desintegración fue resultado de un proceso en el que los usurpadores se vieron incapaces de imponer su voluntad a la situación existente.
Modos positivos y negativos de concluir un conflicto
Podemos empezar por ver la resistencia civil como un modo ante todo «positivo» o bien «negativo» de concluir el conflicto.[8] El primer enfoque asume que la persuasión y la conversión son los mecanismos esenciales del cambio. El segundo está más en la línea de la concepción tradicional y antagonista del conflicto, y acepta en consecuencia que la coerción puede ser necesaria a menudo. [9]
El satyagraha, tal como lo definen la mayoría de sus partidarios — y aunque de modo un tanto más ambivalente el mismo Gandhi — pertenece al enfoque positivo. Va desarrollándose por fases a base de diálogo y negociación al principio, madurando a base del sufrimiento personal, impuesto voluntariamente, del militante, hasta desembocar en la no colaboración y la desobediencia civil. Sin embargo, la intención, incluso en la fase final, no es ejercer coerción en el oponente, sino llegar a un entendimiento común de la situación y las demandas de verdad y justicia. El sufrimiento autoimpuesto por los militantes y la retirada de la colaboración se perciben por igual como métodos de atraer la mente del oponente hacia la realidad y seriedad de los problemas existentes, y de invitarlo a que vuelva a tenerlas en cuenta.
Los partidarios del método negativo lo consideran más pragmático, más a tono con el mundo real. No descartan la conversión en algunos casos, o a algunos niveles, dentro del grupo opuesto, pero su teoría no depende de ninguna asunción particular de la psicología o de la sensibilidad moral del adversario. Los pragmáticos pueden dividirse a su vez entre los que consideran que la resistencia civil tiene (o puede tener) el potencial de minar el poder incluso del más implacable de los oponentes y los que consideran que su viabilidad está bastante más limitada por la naturaleza del adversario y las circunstancias de la lucha. Los pertenecientes a esta última categoría alegan normalmente la necesidad de tener otras formas de hacerse valer y de defenderse, incluyendo la fuerza militar. [10]
En la práctica no siempre está bien definida la división existente entre los enfoques positivo y negativo, dado que la no colaboración es una técnica central de ambos. En el enfoque positivo se le concede un papel de catalizadora de la conversión; en la aproximación negativa o antagonista, el de un instrumento de coerción. En cambio, desde el punto de vista del oponente, tal diferencia tiende a aparecer como un matiz académico. Vemos siempre como cosa coercitiva una campaña de desobediencia civil en masa sea cual sea la intención declarada de sus organizadores. Así vio el gobierno británico las campañas de no colaboración y desobediencia civil de la India en 1920-1921 y 1930-1931, e incluso todavía más la campaña de la India libre de 1942, por muchas protestas que hicieran en contra Gandhi y los líderes del Congreso.
Gandhi plantó un pie en cada uno de esos dos campos. Se nos presenta desde luego en el campo positivo por la mera elección del término satyagraha —«fuerza de la verdad» o «fuerza del alma»— y su énfasis en el sufrimiento voluntario para tocar el alma de su adversario. Sus cartas a Jan Smuts durante las campañas sudafricanas y a los sucesivos virreyes de la India en vísperas de la no colaboración y la desobediencia civil, están de acuerdo con su hincapié en la conversión en vez de la coerción.
Pero también siguió a La Boëtie y Thoreau al insistir en que los gobiernos no podían funcionar sin la colaboración del pueblo, reconociendo de ese modo el poder potencialmente coercitivo de retirar esa colaboración. Es evidente también que muchas de las personas que participaron en las campañas dirigidas por Gandhi —tal vez la mayoría — las vieron como un modo de aplicar presión a los gobernantes británicos de la India, y no tanto como un medio de llegarles al alma. No cabe duda de que Gandhi era desde luego un político demasiado astuto par a no darse cuenta del brete en que sus campañas de desobediencia civil en masa, o por ejemplo, su huelga de hambre de 1932 a cuenta del tema de la representación electoral separada de los hariyans ( intocables) ponían a las autoridades británicas.
Esto no equivale a sugerir que los continuos esfuerzos de Gandhi par a influir positivamente tanto en sus partidarios como en sus oponentes careciesen de efecto. Tanto en Sudáfrica como en la India se las arregló la mayor parte del tiempo para mantener abiertas las líneas de comunicación con el oponente. Con Smuts en Sudáfrica y con los virreyes que se sucedieron en la India. Sus ayunos públicos tenían por objeto casi siempre la propia purificación o iban dirigidos a sus compatriotas indios en un esfuerzo para prevenir un derramamiento de sangre entre ellos, o para acabar con alguno. Por último, si las autoridades británicas no experimentaban ningún cambio de sentimientos como consecuencia de las campañas de satyagraha muchos terceros se mostraron afectadísimos con la conducta y la ejecutoria de los militantes y el dramatismo de las manifestaciones públicas. Entre esos terceros se incluían el público británico, y el público y los gobiernos de los países aliados de Gran Bretaña, o al menos amigos de ella.
De hecho, el modo positivo puede funcionar con muy distinta eficacia de acuerdo con la naturaleza y la escala del conflicto. Es más fácil que se produzca una conversión en las luchas que se dan entre individuos o grupos pequeños que en las confrontaciones políticas de importancia. Tiene también más campo de aplicación, y ocurre lo mismo en un proceso de mediación y reconciliación, cuando ese conflicto surge más por un juicio erróneo o por una mala captación que por una auténtica divergencia de intereses. Cuando existe uno de esos choques de intereses muy profundos, sobre todo entre colectividades grandes, es más fácil resolver el problema a través de una lucha de poderes que a base de convencer una parte a la otra de la justicia de su causa. Con todo, los factores morales y políticos siguen siendo decisivos. Entonces no se trata ya de convencer al oponente, sino que hay que minar su autoridad —ya sea en general o en relación con algún aspecto particular de su política.
La polarización
Un factor que hace muy difícil la aplicación del enfoque positivo en situaciones de conflicto de grupos a gran escala es el fenómeno de la polarización.[11] La polarización es un proceso exclusivo de los conflictos de grupos. La caracteriza un cierre de filas dentro de cada grupo y el trazado de una línea fronteriza entre ambos más rígida, que cruzan los individuos por su propio riesgo. La extrema polarización tiende a producir síntomas indeseables y de mal cariz —intolerancia de la disidencia, hostilidad hacia las partes «neutrales», unida a una intensa presión sobre ellas par a que «entre en varas», haciendo estereotipos del grupo opuesto y sus ideas, una tendencia a tratar a sus miembros como seres de segunda, y así sucesivamente. Tales manifestaciones revisten a menudo su peor cariz en tiempo de guerra, y especialmente en los conflictos étnicos o religiosos. Sin embargo, cierto grado de polarización parece ser un fenómeno inevitable, e incluso necesario en cualquier conflicto de grupos. Se le puede considerar como un mecanismo social para lograr la acción concertada de rigor par a complementar, o sustituir, a los controles y sanciones centralizados. Tenemos el caso de Checoslovaquia en 1968; a raíz de la invasión encabezada por la URSS, el frente unido de las poblaciones checa y eslovaca contra los ocupantes disuadió a los posibles colaboradores existentes en el Comité Central del Partido Comunista Checoslovaco de enseñar las cartas y tratar de formar un gobierno pelele. Otro aspecto positivo es la potenciación de la autoestima individual y la moral de grupo que se sigue de la íntima identificación del individuo con el grupo. Este aspecto se evidencia tanto en las luchas violentas como en las no violentas —en las campañas de guerrillas de Cuba y Vietnam, pero no menos en la lucha de la India por su independencia y en las campañas pro derechos humanos de los Estados Unidos—. La polarización tiende a agudizarse especialmente en las circunstancias, digamos, de una invasión y ocupación extranjera, o de una población colonial que trata de mantener por la fuerza su posición de poder y privilegio. Como contraste, en algunas de las colonias europeas de África y Asia donde había una población colonial relativamente pequeña y s e había introducido gradualmente cierto grado de autogobierno, la situación se polarizó mucho menos cuando esos países avanzaron hacia su independencia. Eso permitió un mayor campo de aplicación al modo positivo de ejercer influencia y conducir el conflicto. Gandhi en la India, por ejemplo, actuó en una situación menos polarizada, digamos, que los húngaros en 1956, o los checos y eslovacos en 1968. Hasta tal punto que una de sus tareas, como les ocurrió a tantos líderes de los movimientos de liberación, consistió en realidad en aumentar la polarización despertando en la población una clara idea de la injusticia y envilecimiento producto de un dominio colonial inveterado, y consolidando su identidad de grupo de manera que la gente se aprestase a emprender una acción colectiva. En las luchas internas, como la del movimiento pro derechos civiles en los Estados Unidos, o la lucha por el gobierno de la mayoría negra en Sudáfrica, el grado de polarización puede variar. En Sudáfrica fue menos agudo en tiempos de las campañas de Gandhi en los primeros años del siglo a favor de la población india que en los de la campaña de Desafío de las Leyes Injustas de 1952, pocos años tras el triunfo electoral del Partido Nacionalista y la introducción de apartheid.
Lo difícil de aplicar la aproximación positiva en una situación muy polarizada estriba en que ello exige un contacto y comunicación entre las partes contendientes, el constante refuerzo de la buena voluntad, un empeño común en hallar terreno común —todo lo cual va a contrapelo en tales condiciones y fácilmente confundirá y dividirá a la población—. Por esta razón, una política de confraternización con los soldados y oficiales del otro bando estando un país ocupado por tropas extranjeras, puede ser considerado como la estrategia más deseable desde el punto de vista del enfoque positivo —en vez de, digamos, el ostracismo y el boicot social y económico—. Pero una política como ésa tropieza con una doble dificultad. El lado contrario podría verla como una estratagema. Y del otro lado, podrí a parecerles a muchos un paso en dirección al colaboracionismo. Algunos partidarios del enfoque positivo proponen una política que distingue entre el soldado u oficial individual y la función que realiza. O sea que podría existir un a confraternización con los soldados como individuos—-por ejemplo, invitándolos a ir a casa de uno—, pero negándose a colaborar con ellos en su papel de ocupantes. Llevar esto a la práctica exigiría hilar muy fino, y presupone una población de gran preparación y disciplina, y muy conocedora de la estrategia que se persigue.
Por supuesto que quienes adopten el enfoque negativo querrán tal vez por sus propias razones comunicarse con los soldados y oficiales ocupantes. Sin embargo, su objetivo explícito será el suscitar divisiones en el lado opuesto, al tiempo que dejan muy claro que rechazan de plano el derecho del agresor a situar fuerzas en el país. En tal caso, las acciones pueden constituir un medio de comunicación más eficaz que las palabras —por ejemplo, una no colaboración aunada al rechazo de la represalia violenta—. Es muy posible que las oportunidades de comunicación verbal con las fuerzas contrarias estén limitadas, especialmente si el otro régimen está al tanto de la táctica que se está planeando. Con todo, esas oportunidades tenderán a ser mayores en el caso de un golpe de estado que en el de una invasión por una potencia extranjera, y mayores con un ejército compuesto principalmente por reclutas que con uno completamente profesional.
Resumiendo, podemos decir que en cualquier situación de conflicto que implica grupos grandes de gente es inevitable algún grado de polarización. Probablemente será más aguda en unas situaciones que en otras —más aguda, por ejemplo, justo a raíz de una invasión y una ocupación que donde el esquema de dominio de un grupo por otro ha llegado a asumirse como una cosa casi inevitable—. La resistencia, tanto de carácter violento como no violento, tendrá como efecto un aumento de la polarización. Esto es deseable en tanto que refuerza la cohesión del grupo y le levanta la moral. Sin embargo, es algo menos probable que la resistencia civil dé lugar a unos extremos de odio e intolerancia igual que la guerrilla o la guerra convencional o el terrorismo. Desde luego, cuando la resistencia civil implique un compromiso a buscar soluciones no violentas, la directiva de la resistencia puede dar pasos activos para inhibir las negativas manifestaciones de polarización. Gandhi en la India, Martin Luther King en Estados Unidos, Desmond Tutu y Alan Boesak en Sudáfrica nos dan ejemplo de dónde se hicieron tales esfuerzos. Podrán no tener siempre éxito, pero podemos decir en general que la resistencia civil no violenta planta un reto a la injusticia, pero procura inhibir los fenómenos indeseables del conflicto de grupos y mantener abiertos los canales de comunicación con el oponente.
Elementos de una estrategia no violenta
En un capítulo anterior esbozamos un enfoque clasificador de los métodos de la resistencia no violenta basado principalmente en la obra de Gene Sharp. Nos presenta tres categorías principales: métodos de protesta y persuasión; no colaboración a los niveles social, económico y político; y la intervención no violenta.[12] Las marchas, velas, despliegue de piquetes y similares entran en la primera categoría. La no colaboración social incluirá el ostracismo de individuos, los boicots a instituciones sociales, académicas, artísticas y deportivas. La no colaboración económica incluye huelgas de varios tipos, jornadas de trabajo lento, boicots y sanciones económicas. La no colaboración política comprende cosas como boicots de asambleas legislativas, desafío de leyes particulares, y el boicot a las organizaciones apoyadas por el gobierno. Por último, como ejemplos de intervención no violenta están las sentadas, la obstrucción, los ayunos y las huelgas de hambre. Sharp enumera noventa y ocho métodos dentro de estas categorías principales.
Boserup y Mack, en cambio, agrupan los métodos de acción no violenta de acuerdo con su función estratégica. Presentan tres categorías principales: la acción simbólica; la acción de repudio; y la labor de zapa.
La acción simbólica. El simbolismo desempeña un papel crucial en la definición y consolidación de una comunidad. Las manifestaciones simbólicas —que pueden abarcar una extensa gama de actividades— desempeñan una función triple: llaman la atención de la gente hacia una reivindicación o un agravio; constituyen una expresión de la unidad y determinación de la resistencia; y desafían a los no participantes a que adopten una postura respecto a la misma. Contribuyen pues, dese modo, al proceso de polarización expuesto antes y, en palabras de Boserup y Mack, «sirven para definir la resistencia como una comunidad moral que puede proporcionar entonces una base poderosa para aplicar sanciones del tipo del ostracismo o el boicot social (aislamiento) a los disidentes, colaboraciones, etc.» [13]
Las acciones muy cargadas de significado simbólico pueden dar energía a los participantes, y ejercen un impacto emocional y galvanizador en el gran público. Son una forma de «propaganda mediante hechos». Comunican a un nivel más profundo que el de las palabras la convicción de que el cambio es posible, y la determinación de la resistencia a conseguirlo. De ese modo pueden contribuir a la solución de un problema con el que tiene que enfrentarse cualquier grupo o movimiento que desafíe el statu quo es decir, que la realidad social y política existente reviste un aura de normalidad e inevitabilidad. Los gobiernos y regímenes que disfrutan de un apoyo y legitimidad mínimos se aferran férreamente a esa raquítica sensación de normalidad que emana del orden existente para mantener su autoridad.
La acción de repudio apunta a despojar al oponente de los frutos de la agresión o de un orden social, político o económico injusto. Las huelgas, boicots, jornadas de trabajo lento, obstrucción no violenta son los medios que permiten repudiar los objetivos materiales y «no materiales» del contrario. (Entre los objetivos no materiales hay hechos como el establecimiento —o mantenimiento— de autoridad, la imposición de una ideología política, y —inmediatamente después de un golpe o una ocupación— el recibir un reconocimiento de facto o de jure por la comunidad internacional como gobierno de un territorio.) En ese contexto, las huelgas industriales pueden elevar los costes de cualquier intento de explotar los recursos económicos del país. Las huelgas y la obstrucción de los servidores civiles y funcionarios pueden frustrar el intento del contrario de establecer una administración, recaudar impuestos, imponer leyes y regulaciones nuevas. La oposición y la no colaboración de maestros, académicos, líderes religiosos, etc., pueden dificultarle muchísimo al contrario la consecución de sus objetivos ideológicos. Las campañas de desobediencia civil pueden obstruir la administración y presentar a las autoridades un dilema. Si ignoran el desafío, su autoridad queda de hecho muy cuestionada. Si utilizan métodos draconianos para sofocar una protesta no violenta pueden perder prestigio moral y político en su país y en el extranjero.
Deduciremos del análisis precedente que las acciones denegativas son más eficaces cuando están cargadas simultáneamente de un significado simbólico. O sea que, a nivel físico, puede dar más resultado obstruir la entrada, digamos, de una base militar con barreras del tipo de camiones inmovilizados que una simple sentada de gente en la carretera delante de los vehículos que tratan de entrar o salir de esa base. Pero un simbolismo intentado al precio de que la gente arriesgue el propio pellejo, acaso con peligro de lesiones o muerte, se perdería en absoluto. Esto no quiere decir que no haya circunstancias en las que el empleo de vallas humanas no sea la táctica adecuada. Se trata sencillamente de subrayar de nuevo que el impacto moral y psicológico es más importante que la obstrucción en sí.
Acciones de zapa. Son aquellas que tratan de abrir y explotar las divisiones existentes en el campo contrario, y de cerrarle el acceso a la colaboración de terceros. Es evidente que muchas actividades que hemos denominado simbólicas o denegatoria sirven también, en forma de acción de zapa abierta o encubierta, para minar la confianza y unidad del adversario. Pero las acciones de esa campaña pueden también apuntar específicamente a abrir y explotar divisiones dentro de las filas del oponente. En el caso de un régimen dictatorial, esto podría suponer el hallar maneras de romper los vínculos que hay entre él y aquel sector de la sociedad que le ha dado apoyo hasta entonces explotando los desacuerdos existentes en la camarilla dominante y procurando ganar los grupos o sectores de la sociedad hasta entonces neutrales o indiferentes. En el caso de una ocupación extranjera, podría incluir el alentar el descontento entre los soldados y oficiales ocupantes, dividir al adversario en su frente doméstico, y buscar el apoyo y las sanciones internacionales.
Se debate actualmente cuáles son los mejores medios para fomentar el descontento entre las fuerzas y oficiales ocupantes en el contexto de una ocupación extranjera. La confraternización, incluso a nivel individual, es fácil que suscite la sospecha dentro de las filas mismas del ocupado de que se practica más bien un colaboracionismo que una técnica subversiva. La no colaboración es menos ambigua y puede ser más eficaz —aunque, por supuesto, puede ir unida a tratar de entablar una discusión pública abierta con las fuerzas ocupantes como la que paradigmáticamente se produjo en las calles de Praga y otras ciudades de Checoslovaquia en 1968.
El potencial disponible para suscitar divisiones dentro del país de origen de una potencia ocupante, y buscar aliados entre los grupos de la oposición e instituciones sociales independientes como las iglesias, centros de enseñanza, etc., dependerá de la naturaleza del régimen del oponente. Hemos señalado cómo se aprovechó Gandhi de la oportunidad que le brindara la Conferencia de mesa redonda de 1931 en Londres para verse con individuos que pudiesen influir en la situación y dirigir la palabra a organizaciones religiosas, concurrencias universitarias y otros grupos, incluyendo algunos de ellos obreros de la industria del algodón de Lancashire cuyos empleos habían corrido peligro por el boicot a las telas extranjeras que había apoyado el Congreso. De un modo semejante, cuando Ho Chi Minh visitó Francia en 1946 concitó apoyo allí a favor de la causa vietnamita. Es obvio que tales actividades son más fáciles de llevar a cabo cuando la potencia ocupante o colonial tiene un sistema político razonablemente abierto y democrático. Pero no olvidemos que los gobiernos dictatoriales tienen también críticos y opositores en la propia casa, y que normalmente a un país ocupado le queda cierto campo de acción para hacerse con amigos y aliados entre ellos.
Por último, está la necesidad de buscar simpatías y apoyo activo en la comunidad internacional. A este fin podrá ser especialmente importante encontrar apoyo entre las organizaciones políticas y religiosas de países aliados del adversario o que puedan influir en él. En tal caso será la meta última hacer que los gobiernos y poblaciones de esos países apliquen presiones coercitivas contra el adversario. Entre otros objetivos obvios en este contexto está conseguir el apoyo de organismos internacionales como las Naciones Unidas y la Comunidad Europea, organizaciones internacionales pacifistas y pro derechos humanos como Amnistía Internacional, movimientos pacifistas, internacionales socialistas y socialdemócratas, etc. Probablemente el éxito más impresionante logrado en la empresa para captar apoyo internacional a nivel de países individuales, y de organismos internacionales gubernamentales y no gubernamentales, es el del movimiento antiapartheid y por la democracia en Sudáfrica. Los palestinos de la Ribera Occidental y de Gaza han logrado también éxitos en este campo, especialmente desde que se inició la resistencia de la Intifada.
En un capítulo ulterior sobre la defensa mediante la resistencia civil estudiamos cómo se pueden organizar los diferentes medios de ejercer presión sobre el adversario para que constituyan una estrategia coherente. En el contexto de una lucha nacional de importancia —y en la preparación de ella — la estrategia asume una importancia central. De ahí nuestra decisión de estudiarla detalladamente en ese contexto.
El problema de la represión
La represión constituye potencialmente el problema más grave par a la resistencia civil. A algún nivel es inevitable, diríamos que casi se invita a ella por el hecho mismo de hacerla a un gobierno autoritario o dictatorial, o resistir a un régimen de ocupación, o desafiar a un sistema de dominio y opresión muy arraigado. También es cierto que la disposición misma a soportar esas penalidades y sufrimientos, y a perseverar a pesar de ello, puede ejercer un poderoso impacto moral. Según hemos señalado, la represión resulta a menudo contraproducente del todo. Sin embargo, en algunos casos, ha sido lo suficientemente dura como para dar al traste con la organización y minar la moral de la resistencia; un caso típico al respecto lo constituye la matanza de Sharpeville en Sudáfrica en 1960.
Pero la represión acarrea también costos políticos para el lado que la comete. Por lo mismo, cualquier gobierno sensato se ve obligado a sopesarlos al decidir cómo responder al desafío de la resistencia. En Pekín, en junio de 1989, las autoridades chinas decidieron que el balance de los peligros y costes se inclinaba a favor de la intervención militar y el derramamiento de sangre. En Alemania del Este, unos meses después, le faltó a Erich Honecker el apoyo de Gorbachov —su aliado extranjero determinante — y el de un número suficiente de miembros de su propio partido para adoptar una acción similar contra las manifestaciones de masas en Leipzig, Dresde y Berlín. Hemos señalado antes también cómo el gobierno británico se sintió muy frenado para actuar con demasiada dureza contra la resistencia civil en India en 1920-1922 y de nuevo en 1930-1931, pero estaba mucho mejor situado para hacerlo durante la campaña Quit India de 1942.
En consecuencia, al movimiento de resistencia le toca considerar cuál va a ser la probable respuesta del gobierno y plasmar sus planes en consecuencia. Podrá tener que decidir, por ejemplo, si es un momento adecuado para una confrontación al máximo, o si sería más prudente concentrarse en otras formas de oposición. Pero el enfoque «prudente» no tiene tampoco por qué ser siempre el adecuado. Si la moral y la autoridad del gobierno se tambalean claramente, una resistencia a ultranza podría constituir el modo de actuar adecuado, aun a pesar de la casi certeza de que va a haber represión, e incluso con bastantes víctimas. En ocasiones, por descontado, los hechos pueden escaparse del todo al control de los dirigentes de la resistencia, como ocurre cuando la cólera y la frustración acumuladas por años de represión se expresan en una explosión de desenfreno popular.
Al ANC de la Sudáfrica de los primeros años noventa le cuesta mucho encauzar la ira reprimida de sus partidarios en los suburbios.
A menudo se pueden tomar medidas que obliguen a dosificar el empleo de la violencia oponente. Por lo general es más probable que un gobierno actúe con miramientos si sabe que su actuación está siendo observada por los medios nacionales e internacionales, y por otros gobiernos y organizaciones. Por esa razón es evidente que a un movimiento de resistencia le interesa que esos hechos se produzcan a la vista del público. Cuando el movimiento de Libertad y Paz (Wolnosc i Pokoj-WiP) de Polonia llevó a cabo sus primeras manifestaciones públicas en 1985, pusieron mucho interés en informar de sus intenciones a sus amigos del movimiento pacifista occidental, de Radio Europa Libre y otros medios occidentales, y a la prensa clandestina polaca. Se encargaron también de que las autoridades polacas estuviesen al tanto de aquellas precauciones para que no ignorasen que serían seguidas muy de cerca sus respuestas a la manifestación. Aquello dio buen resultado par a prevenir los asaltos de la policía, y para disuadir a los tribunales de emitir sentencias condenatorias.[14] Hay ya incontables casos similares del empleo por los movimientos de resistencia de publicidad previa y de la presencia de los medios internacionales como escudo protector contra las excesivas represalias de las autoridades.
Puede hacerse cambiar también la forma de las manifestaciones para reducir el peligro de la represión. En 1970 y de nuevo en 1976, el ejército y las fuerzas de seguridad polacos utilizaron los tanques y las armas de fuego para desbaratar las manifestaciones de los trabajadores en huelga. Se tuvo aquella experiencia en cuenta cuando los trabajadores del astillero Lenin de Danzig en 1980, cuando nació Solidaridad, optaron por una huelga de sentadas en vez de lanzarse de nuevo a las calles.[15]
Las actuaciones en las que los huelguistas se imponen voluntariamente privaciones y sufrimientos en vez de enfrentarse directamente al contrario tienen una tendencia (aunque desde luego, nada más que una tendencia) a inhibir una respuesta violenta. Los ayunos y huelgas de hambre son los ejemplos más claros de ello. En los primeros capítulos históricos hemos reseñado ejemplos de ellos en Bolivia en 1978 y en Uruguay en 1983.
Pero puede haber también períodos en los que la extrema dureza de la represión convierte en un disparate cualquier enfrentamiento abierto. En esas ocasiones, actos simbólicos como llevar insignias, cantar canciones nacionales o la observancia de tradiciones nacionales pueden contribuir a mantener viva una cultura de la resistencia. Esas actividades se pueden complementar con jornadas de trabajo lento y otras formas de obstrucción económica y administrativa, difíciles si no imposibles de detectarlo o contrarrestar por el contrario. Incluso en lo más álgido de la Segunda Guerra Mundial, se dio en todos los países de la Europa ocupada una resistencia apegada a esas líneas.
Entretanto puede continuar la tarea de establecer comunidades de base y redes organizativas de un modo solapado y clandestino. El trabajo en este sentido puede incluir la publicación de periódicos y revistas clandestinos, la introducción de contrabando de literatura y equipos de impresión y transmisión, el establecimiento de líneas de comunicación con los medios extranjeros, las organizaciones internacionales, etc. Las iglesias ocupan a veces una posición privilegiada en presencia de regímenes represivos tanto de derecha como de izquierda, y pueden brindar locales importantes para la disidencia. Esto ha ocurrido, por ejemplo, en Polonia, Alemania del Este, Sudáfrica, y muchos países de Centroamérica y Sudamérica. En Latinoamérica, muy especialmente, el desarrollo de la «teología de la liberación» ha proporcionad o un apuntalamiento neurálgico a los movimientos de emancipación. El esquema seguido en varios países de esa región indica que después de un período más o menos prolongado de actividad clandestina y a nivel de las bases incluyendo lo simbólico y la «microrresistencia», uno u otro gobierno dictatorial ha considerado necesario hacer concesiones para mantener en funcionamiento la economía y la administración, y para tratar de aliviar la hostilidad internacional. Y esto a su vez ha hecho posible una disidencia pública más abierta. Según hemos visto, ése ha sido el curso de los acontecimientos en Chile y Uruguay en los últimos años setenta y en los ochenta.
Por último, no se debe menospreciar nunca el humor como arma. Está bien documentado su punzante efecto en la propaganda oficial de toda Europa del Este durante los años del dominio comunista. Algunos grupos de la oposición se las arreglaron también para llevar el humor y la ironía a sus manifestaciones —por ejemplo cuando WiP representó en la Polonia de mediados de los ochenta un drama callejero como irónica celebración de la Revolución Rusa.
Vemos pues claramente que hay circunstancias en las que una campaña de resistencia civil confrontativa tiene pocas perspectivas inmediatas de éxito, y tal vez no es aconsejable en absoluto. Esto no constituye, por descontado, un argumento sólido para abandonar del todo la resistencia civil.
Lo que podría convenir, en cambio, es una estrategia a más largo plazo de resistencia cultural y de «semirresistencia», que termina haciendo vulnerable a ese régimen al desafío abierto. Los éxitos del «poder del pueblo» en esta última década más o menos —precedidos a menudo por una de esas resistencias, prolongada y de nivel discreto— han demostrado que incluso regímenes que parecían de todo punto imposibles de sacudir, excepto mediante una guerra, pueden ser vulnerables al fin al poder no violento.
* Michael Randle, nació en 1933 en Inglaterra, ha sido un activista por los derechos civiles, quien durante su agitada vida política estuvo preso en varias ocasiones, una de ellas por participar en acciones violentas frente a la base norteamericana de Wethersfield, en Essex; y otra, por tomar parte en la ocupación de la embajada de Grecia en Londres, a raíz del golpe de Estado de los coroneles. Randle además ayudó a escapar hacia la entonces República Democrática Alemana a George Blake —el famoso triple agente británico— de la prisión de Wormund Scrubs. Participó en el Comité de los Cien por la paz y contra las armas nucleares, creado en 1960 por el filósofo Bertrand Russell; colaboró con los disidentes checos, y fue coordinador de la Alternative Defence Commission, un grupo independiente que exploró las posibilidades defensivas de Gran Bretaña en caso de que este país abandonara la defensa nuclear y el establecimiento de armas nucleares en su territorio.
** Este artículo es el capítulo IV titulado “Dinámica de la acción no violenta” pp. , en Randle Michael, Resistencia civil. La ciudadanía ante las arbitrariedades de los gobiernos, Paidós, España, 1998.
[1]. Se procedió a votar en una reunión hecha el 23 de noviembre de 1989 tras haber hecho una incursión policías vestidos de paisano en la emisora central de la TV y despedir al director. 4.900 miembros del personal votaron a favor de la moción, 300 contra ella. Véase Nigel Hawkes (comp.), Tearing Down the Curtain, Hodder y Stoughton, 1990. pág. 118. La película de la manifestación estudiantil fue transmitida al día siguiente —el día en que dimitieron Jakes y todo el politburó.
[2]. Richard B. Gregg, The Power of Non-Violence. George Routledge y Sons, Londres, 1935
[3]. Ibíd., pág. 26.
[4]. Ibíd., pág. 36.
[5]. Véase el capítulo titulado <<Political Jiu-jitsun>> en Gene Sharp, The Politics of Nonviolent Action, op. cit. págs. 657-698. Aparece un resumen sucinto de sus argumentos en Civilian-Base d Defemce, op. cit., págs. 58-59.
[6].Sharp, The Politics of Nonviolent Action, op. cit., especialmente el cap. 13, «Three ways success may be achieved», págs. 705-776. La tesis de master de Artes de George Lakey en 1962 en la Universidad de Pensilvania se tituló «The Sociological Mechanisms of Nonviolent Action». Un ejemplar de la misma se halla en la Commonweal Library de la Bradford University, W. Yorkshire, R. U.
[7]. Sharp, Civilian-Based Defence, op. cit., págs. 60-65.
[8]. Establece esta diferencia el investigador noruego Johan Galtung en «On the Meaning of Non-Violence», en el Journal of Peace Research, vol. 2, n° 3, 1965, págs. 228 – 257. Véase también Boserup and Mack, War without Weapons, Frances Pinter, Londres, 1974, cap. 1, «Positive and Negative Conflict Behaviour:Theoretical Problems» págs. 21-36
[9]. Boserup y Mack sitúan firmemente al investigador noruego Arne Naess en el primer campo, y a Gene Sharp, Adam Roberts, Theodor Ebert, un destacado investigador alemán, y a otros «pragmáticos» en el segundo. Galtung trata de combinar tanto el enfoque negativo como el positivo, aunque es consciente de los problemas que suscita el empleo de los métodos positivos en las situaciones muy polarizadas.
[10]. Yo situaría a Gene Sharp en la primera de estas dos categorías, puesto que insiste en dejar abierta la idea de que la investigación ulterior demostrará que la resistencia civil y la «defensa con base civil» están a la altura de todas las situaciones de conflicto. Roberts, al menos desde los años 1970, se ha situado claramente en la segunda categoría.
[11]. Véanse Boserup y Mack en lo relativo a este tema. Op. cit., págs. 31-38.
[12]. Sharp, The Politics of Nonviolent Action, op. Cit., parte segunda: «The Methods of Nonviolent Action: Political Jiu-jitsu at Work ».
[13]. Boserup y Mack, op. cit., pág. 38.
[14].Véase mi entrevista a Elbieta Rawicz-Oledzka en Randle, People Power op. cit., págs. 167-171.
[15]. Véase Jan Zielonka, «Strengths and Weaknesses of Nonviolent Action: The Polish Case», en Orbis, primavera de 1986, págs. 91-110, especialmente págs.103-104.