Por Arnaldo Córdova
En 1995 se dio a conocer la encuesta Latinobarómetro, la cual nos reveló una verdad amarga: que los latinoamericanos (la encuesta cubre 18 países de la región), en una gran mayoría, no aprecian el valor de la democracia y, en una enorme proporción, piensan que sería mejor un régimen autoritario o, en todo caso, les es indiferente si es lo uno o lo otro. México ya aparecía con un 49 por ciento de sus encuestados que apoyaban la democracia y un 15 por ciento que preferían un gobierno autoritario. Para otro 22 por ciento daba lo mismo.
En la encuesta de 2013 México tiene sólo un 37 por ciento que apoya la democracia; un 16 por ciento se pronuncia por un gobierno autoritario, y otro 37 por ciento piensa que da lo mismo. En 17 años hemos perdido un 12 por ciento de ciudadanos que piensan que la democracia es mejor y un 52 por ciento no cree en la democracia. Somos un país autoritario predominantemente. Hubo un momento que pareció hacer la excepción: fueron los años que siguieron al triunfo de Fox. En 2002 llegamos a tener un 62 por ciento de ciudadanos que apoyaban la democracia y sólo un 20 por ciento que preferían el autoritarismo.
Si tomamos en cuenta el promedio de quienes apoyan la democracia entre 1995 y 2013, que es de 49, hemos perdido un 12 por ciento. No estamos muy lejos del promedio de países latinoamericanos en este respecto. Pero la encuesta señala que estamos entre los peores. Los que más bajo apoyo muestran a la democracia y no lo han aumentado en el periodo 1995-2013 son México, Honduras y Guatemala. El contraste lo ofrece la comparación con Uruguay que mantuvo un promedio de 78 por ciento de ciudadanos que apoyan la democracia y Venezuela con un 71 por ciento.
Los datos, por sí solos, no dicen mucho. México siempre ha sido un país predominantemente autoritario. Por su increíble déficit en niveles de vida y de educación y, también, por idiosincrasia, los mexicanos tienden a rendir culto al poder autoritario. Pocas veces se ha ejercido realmente la democracia, a pesar de la reforma política; sigue habiendo una gran desconfianza en el poder del voto y la deficiente estructura de nuestro sistema de libertades propicia toda clase de dependencias y dominaciones espurias.
Ha habido algunos comentarios a la encuesta, pero me ha sorprendido que sean tan pocos y, además, tan unilaterales. En 1995 hubo mayor sorpresa y muestras de una mayor preocupación por nuestro atraso democrático. Lo que sí prevalece es el pasmo. Nos seguimos sorprendiendo, pero cada vez pensamos que es porque los mexicanos somos así, incorregibles, sumisos, adoradores del poder, adoradores de nuestra dominación ignominiosa y contentos con ser sometidos, humillados y vilipendiados.
Por desgracia, hay mucho de eso. Los pueblos que nunca han conocido la libertad o la han ejercido a cuenta gotas, que se contentan con vivir engañados y pasar el día a la buena de Dios, hundidos en la miseria y la barbarie, como el nuestro, en efecto, están muy poco capacitados para ejercer dignamente la democracia. Me hubiera gustado que Latinobarómetro pidiera más definiciones a los encuestados mexicanos sobre la democracia. No sólo esa basura de si creen que los partidos o el Congreso son esenciales a la democracia. ¿Qué piensan los mexicanos que es la democracia?
No es sólo un problema de cultura, sino de convicciones. Es probable que la mayoría de los mexicanos sea capaz de identificar por sus datos más elementales lo que es la democracia, por ejemplo, votar y elegir libremente. Pero eso no resulta un dato favorable. La verdad es que los mexicanos cada vez creen menos en la democracia y que tienen razones muy poderosas parta ello. Llevamos ya 36 años de reforma política (empezamos en 1977). ¿En qué ha redituado el esfuerzo? En más descreimiento.
Hemos hecho las cosas de manera tal que no le hemos dado a los mexicanos la oportunidad de volver a creer en la democracia. Alguna vez creyeron en ella, aunque por un muy breve lapso: fue en 1910 y 1911, cuando Madero, bajo la enseña de la democracia, derribó la dictadura porfirista. Fuera de esa ocasión no hemos tenido otra oportunidad. Todo es un mar autoritario de ejercicio del poder que frustra continuamente la vocación democrática de nuestro pueblo. No sólo no hemos podido enseñarle lo que es la democracia, sino que jamás le hemos dado la oportunidad de ejercerla.
La reforma política de 1977 fue una gran promesa. No se pueden negar los avances, que han sido muchos y muy importantes. Pero hemos avanzado poquísimo. Casi estamos en el mismo lugar de la partida. De engaño en engaño hemos frustrado también las esperanzas en el cambio democrático. Después de tres décadas y media no le hemos dado a nuestro pueblo una verdadera convicción democrática. No tiene por qué creer en la democracia. La experiencia le dice que todo ha sido una gran farsa.
Las grandes oportunidades que ha tenido la democracia en México en la era de la reforma política han sido signadas por el fraude y la perversión de la voluntad ciudadana. Las elecciones de 1988, 2006 y 2012 representan la tumba de la convicción democrática del pueblo. Claro que es un punto de vista parcial. A la izquierda no se le dio la oportunidad de ganar en buena lid. En todo caso, fueron elecciones sucias, deshonestas y corruptas. Ningún ciudadano está ni puede estar seguro de lo que pasó en ellas.
Ante ese espectáculo, ¿cómo pueden los mexicanos creer en la democracia? La reforma política ha sido, además, profundamente corruptora desde otro punto de vista: convirtió a los partidos políticos, por el exceso de dinero, en maquinarias de latrocinio y pillaje. Nunca hubo tanto dinero a disposición de las agrupaciones partidistas. Tener un partido político, incluso un partido pequeño, es un gran negocio. Los ciudadanos ven eso, en primer término. Los partidos y los militantes partidistas son, ante todo, sucios y corruptos. ¿quién les puede creer?
Hubo en un momento, como siempre, demasiado breve, en el que los ciudadanos llegaron a creer que nuestras instituciones electorales funcionaban bien y constituían una garantía de la democracia. Antes y después, sin embargo, la noción que los ciudadanos tienen de las mismas es que son tan ineficaces para garantizar la equidad y la justicia en los procesos electorales como corrompidas por poderes que son extraños a la democracia. Me hubiera gustado que Latinobarómetro hubiese incluido preguntas a los ciudadanos sobre lo que pensaban de sus instituciones electorales.
Los ciudadanos no han tenido oportunidad de creer en nada, porque nada se les ha dado que los pueda hacer creer. No creo en la vocación innata autoritaria de los mexicanos. Todos los que hemos podido los hemos hecho descreídos de la democracia y hemos hecho muy poco por alejarlos de las convicciones autoritarias. No es, además, un callejón sin salida. Los mexicanos son sensibles a los cambios democráticos. Lo único que piden es que se les dé la oportunidad. El problema es que los que tienen el poder no lo quieren de ninguna manera. Habrá que lograrlo pasando por encima de ellos.