Por Alfonso J. Palacios Echeverría | Rebelión
28 de septiembre de 2014.-Cuando nos preguntamos por qué se ha desenfrenado el egoísmo en los seres humanos, y la evidente deformación de principios que se manifiesta en todos los niveles y formas de la organización social, muchas veces referimos como causa de ello la degeneración de la educación, la pérdida de principios morales básicos, y varias cosas más, pero rara vez caemos en cuenta que el origen de las causas está en un hecho indiscutible: no somos los humanos los que gobernamos nuestras propias vidas, sino el “dios mercado”, ante el que se han rendido todos los poderes, el que realmente ha causado esta lamentable situación.
Todos, de una forma o de otra, somos víctimas de la destrucción de valores que se inoculó en las mentes de los individuos al sustituir los principios más elementales de la convivencia humana por el culto, la idolatría al mercado.
Nada tiene ahora un valor que no pueda ser transado. Son las monedas de plata de la traición con que hemos degenerado lo mejor de la raza humana ante el altar del consumo desenfrenado, la especulación desmedida, y la pérdida de los valores fundamentales.
Luego del periodo de «modernización» neoliberal del Estado y de la transformación del ciclo político de la economía en gobiernos económicos de la política, de las «gobernabilidades» y «gubernamentalidades» democráticas sometidas a los dictados del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, después de estos procesos de «gran transformación», comenzaron a plantearse tensiones, conflictos y confusiones entre la razón de Estado y la razón de mercado. El primero empezó a someterse al segundo.
La pregunta giraba alrededor de los efectos de la penetración de la racionalidad estatal por parte de la racionalidad mercantil y empresarial, en tiempos en que declinaba «el ciclo político del Estado-Nación». Y también entonces cabía interrogarse en qué medida el mercado había dejado de ser una racionalidad exclusivamente económica para volverse también social, política y hasta cultural, dominante en la moderna sociedad de mercado, donde también el Estado sería parte del mercado.
Tras más de tres décadas de dominio de las fuerzas y los intereses económicos sobre las instituciones y los poderes políticos, es necesario plantear un nuevo problema: ¿en qué estado se encuentra el proceso de desestatalización del Estado por parte del mercado? ¿Qué queda del Estado? Y de manera más general, ¿qué queda del mismo sistema político (régimen de gobierno, sociedad civil, sociedad política)? Esto, a su vez, remite a una cuestión ulterior: ¿para qué sirve hoy el Estado y qué es lo que puede hacer? Si ya no es el Estado el que regula a la sociedad, ¿a qué ha quedado reducida su función de gobernar? La crisis actual no solo pone a prueba la naturaleza residual del Estado moderno, sino que además manifiesta su más oculta realidad y sus límites menos evidentes, así como el extraordinario poderío del capital/mercado.
El desarrollo del capital adopta un modo de «producción destructiva», según el cual destruye todo aquello que le impide producir una nueva forma y fase superior de su desarrollo. Por esta razón, el capital devasta todo lo que no puede reciclar del Estado para su propia expansión. Tal devastación del Estado por el capital y el mercado reproduce a su vez esta forma «destructivo-productiva»: destruye toda aquella estatalidad que impide o no puede ser refuncionalizada para el desarrollo del capital, a la vez que el mismo mercado produce una nueva estatalidad, que convierte al Estado en un instrumento de las lógicas, los intereses y las fuerzas del mercado. Esto mismo ocurre con todas las instituciones de la «sociedad societal»: el mercado destruye la familia y produce una diversidad de formas familiares (monoparental, pluriparental, monoparental), que le son funcionales.
Del Estado, como de las demás instituciones de la sociedad, el mercado conserva la apariencia de sus formas, pero vaciándolo de su sustancia institucional; de todo lo que produce socialidad, vínculos sociales y cohesión social, categorías todas ellas incompatibles con la lógica y los intereses del mercado.
Es así como el Estado ha sido progresivamente despojado de su función de gobernar. No solo ha perdido su eficiencia gobernante, sino que también ha confundido y cambiado los modos de gobernar, y ha dejado de ser un organismo e instrumento de gobierno.
El modelo empresarial fue propuesto en la euforia neoliberal de los 90 como un ejemplo para el Estado, pero también para las universidades, la familia, el partido, el deporte… Respecto del Estado, el objetivo de este modelo no era solo que se gobernara como si fuera una empresa, sino también que el mismo Estado ejerciera un gobierno empresarial. Es así como surgen y se imponen los criterios de usuario, cliente y consumidor (en relación con los ciudadanos), de control de calidad (de los productos), de competitividad, eficacia, rendimiento (de las acciones).
La desestatalización del Estado se convierte, de manera casi invisible, en una mercantilización del Estado. Los problemas que no se pueden o no se quieren resolver políticamente se administran (eso sí: con los mejores rendimientos y con las mayores utilidades). Esto es justamente lo que ocurre desde hace dos décadas con la exitosa hipérbole de la «lucha contra la pobreza», cuya imponente y rentable administración es la mejor garantía para que dicha lucha nunca termine y para que las causas de la pobreza no sean afectadas jamás.
La gestión empresarial de la acción del Estado –desde la salud y la educación hasta la seguridad ciudadana– se sujetará a los criterios de calidad, competitividad y eficiencia empresariales: de ahí que la finalidad no sea tanto que los hospitales sanen, las escuelas eduquen y los fondos de pensiones garanticen la seguridad a sus beneficiarios, sino que produzcan beneficios.
La gobernanza escamotea la relación y la responsabilidad políticas entre gobernantes y gobernados las sustituye por el gobierno de los procedimientos y de los automatismos anónimos de la empresa y del mercado. La gobernanza global solo puede construirse a partir de y a costa del casi total debilitamiento de los Estados nacionales. La búsqueda de capacidades de decisión y de instituciones mundiales en condiciones de gobernar la globalización reivindica el dominio de los mercados sobre la política y los Estados, promoviendo un creciente apoliticismo y una despolitización de la política, para que aquellos y esta puedan quedar sujetos a los intereses y fuerzas del mercado.
La relación entre gobernantes y gobernados se degrada también en la medida en que la representación política es suplantada por la representatividad de los políticos, construida a partir de parámetros y recursos mercantiles: la «democracia de mercado» y la «video democracia», la venta de imagen (marketing profile), las ofertas del clientelismo político, así como el creciente poderío de los lobbies y su influencia en aquellas decisiones que involucran colosales intereses económicos (energéticos, agroalimentarios, de transportes, farmacéuticos, etc.)
Si el mercado obtiene suculentos beneficios, explotando la escenificación pública de la vida privada de los políticos, mucho más colosal es el producto de la corrupción cuando el ocaso de la representación política facilita la privatización de lo público. En definitiva, el mercado no solo genera un Estado sin poder, sino incluso una política sin poder, poniendo fin a toda una tradición histórica y del pensamiento.
De la misma manera que el Estado nacional, a partir del siglo xvi y durante cinco siglos, estatalizó y nacionalizó las sociedades, hoy el mercado sostiene un proceso de mercantilización de la sociedad. Por eso, la desestatalización de la sociedad de mercado puede ser enfocada desde la doble perspectiva schumpeteriana: la destructiva, en el sentido de que el mercado desocietaliza todas aquellas instituciones que caracterizaban a la sociedad del Estado-nación; y la productiva, por la cual la mercantilización de la sociedad abarca desde una «antropología de mercado» (el nuevo homo economicus) hasta una mutación mercantil del derecho y los valores.
Hemos llegado, pues, a una situación deformada del comportamiento social y del Estado como gran ordenador de la convivencia social.
Sólo importa el lucro, el consumo, los productos son fabricados para que no duren, los grandes monopolios y oligopolios internacionales ponen los precios antojadizos que exprimen las cada vez más escuálidas economías familiares: alimentos, medicinas, gastos médicos y hospitalización, bienes de consumo en general, el petróleo, el mismo dinero, etc. etc. etc. Vivimos, trabajamos para consumir, nos gobierna el mercado, y el Estado queda solamente como escenario para el ridículo, por falta de poder y como escenario para la corrupción que nace de esta actitud mercantilista de gobernar, en donde los partidos políticos son maquinarias diseñadas para beneficio de pocos y enriquecimientos a base de la corrupción que se pacta entre gobernantes y empresarios.