Todos los principales candidatos a la presidencia, incluyendo Bernie Sanders, junto a unos medios de comunicación que son una cámara de resonancia descarada de las elites, abrazan la guerra sin fin. Se ha perdido el arte de la diplomacia, la capacidad de leer el paisaje cultural, político, lingüístico y religioso de aquellos a quienes dominamos por la fuerza, el esfuerzo para diseccionar las raíces de la ira y la violencia yihadistas, y la simple comprensión de que los musulmanes no quieren sufrir la ocupación más de lo que nosotros querríamos sufrirla.
Otro ataque terrorista yihadista en Estados Unidos extinguirá lo que queda de nuestra anémica y en gran medida disfuncional democracia. El estado manipulará y atizará aún con más entusiasmo el miedo. Se suprimirá lo que reste de nuestras libertades civiles. Los grupos que desafían al Estado corporativo –como Black Lives Matter (Las vidas negras importan), los activistas del cambio climático y los anticapitalistas– se convertirán en blancos objeto de eliminación, a medida que el país se deslice hacia el mundo maniqueo de “nosotros o ellos”, de traidores contra patriotas. La cultura se reducirá a un batiburrillo sentimental y un kitsch patriótico. La violencia será santificada, en Hollywood y en los medios, como un agente purificador. Cualquier crítica de la cruzada o de los que han conducido a ella será herejía. La policía y los militares serán deificados. El nacionalismo, cuya esencia es la autoexaltación y el racismo, distorsionará nuestra percepción de la realidad. Nos reuniremos como niños asustados alrededor de la bandera. Cantaremos el himno nacional al unísono. Nos arrodillaremos ante el Estado y los órganos de seguridad interna. Pediremos a nuestros dueños que nos salven. Estaremos paralizados por la psicosis de guerra permanente.
En tiempo de guerra, el discurso público emite los demenciales balbuceos del rey Lear: “Así pues, matad, matad, matad, matad, matad, matad”. Los demagogos braman pidiendo más bombas y más cadáveres enemigos. Los militares y los especuladores de la guerra hacen realidad sus deseos. El público vitorea la matanza. La victoria está asegurada. La nación se alegra cuando la nueva cara del mal ha sido erradicada. Pero cuando una de las caras del mal –el jeque Ahmed Yassin, Saddam Hussein, Osama bin Laden, Abu Musab al-Zarqawi o Abdelhamid Abaaoud– es exterminada, otra surge rápidamente para tomar su lugar. Es una vana búsqueda sin fin.
La violencia genera contraviolencia. El ciclo no se detiene hasta tanto no cesa la matanza. En tiempos de guerra, todo lo que nos hace humanos –el amor, la empatía, la ternura y la bondad– se descarta como inútil y signo de debilidad. Nos deleitamos en una hipermasculinidad demente. Perdemos la capacidad de sentir y comprender. Sólo nos apena lo nuestro. También celebramos nuestros mártires glorificados. Atribuimos a nuestros santificados cadáveres las nobles virtudes y bondades que definen nuestro mito nacional, haciendo caso omiso de nuestra complicidad en la perpetuación del ciclo incesante de la muerte. Después de todo, nuestros aviones no tripulados y nuestros ataques aéreos han decapitado a muchas más personas, incluyendo niños, que el Estado Islámico.
Los yihadistas trolean la Internet y los oscuros pasillos de los bloques de viviendas sociales en los márgenes de las ciudades francesas y en los barrios pobres de las ciudades iraquíes, en busca de jóvenes desechados por la guerra y el neoliberalismo, al igual que los reclutadores de nuestro Ejército olfatean nuestros propios descartados y desposeídos y los envían a luchar. Jóvenes marginados a los que se les ofrece la ilusión del heroísmo, la gloria e incluso el martirio, prometiéndoles una oportunidad de estar armados y sentirse poderosos, se dejan seducir por estos carroñeros. Cientos de millones de personas en todo el mundo han sido descartados por la globalización como basura humana. No tienen ningún valor para el Estado corporativo. Se les niega el empleo, los servicios sociales, la dignidad y la autoestima. Son presa fácil de los cantos de sirena de aquellos para quienes la guerra es un lucrativo negocio. Se visten de uniforme. Sacrifican su individualidad. Experimentan la droga embriagadora de la violencia. Asumen una nueva identidad, la de guerrero.
En el momento en que ven más allá de las ilusiones y las mentiras, en el momento en que comprenden de qué modo los han utilizado y traicionado, están ya rotos, mutilados o muertos. No importa. Hay legiones detrás de ellos esperando ansiosamente su oportunidad.
Hemos perdido las guerras de Iraq y Afganistán. El Iraq unificado ha sido fragmentado en enclaves antagónicos enfrentados. Nunca volverá a ser un solo país. Nos aseguramos de que Iraq sería un estado fallido en el momento en que lo invadimos y disolvimos su ejército, su policía y aparato de gobierno; el momento en que estúpidamente tratamos de dominar el país por la fuerza, incluyendo para ello el encuadramiento y la organización de escuadrones de la muerte chiíes que llevaron a cabo un reinado de terror contra los sunitas. Los insurgentes iraquíes, al-Qaeda y, más tarde, el Estado Islámico fueron capaces de reclutar con facilidad masas de enfurecidos desposeídos cuyas familias han sido destrozadas desde la invasión de 2003, cuyas infancias han contemplado la pobreza extrema, el miedo, la falta de educación y servicios básicos, y horribles actos de violencia, y que no conciben, correctamente, ningún futuro bajo la ocupación estadounidense. El Estado Islámico controla ya una zona del tamaño del estado de Texas, tallada de lo que queda de Siria e Iraq. Todos nuestros ataques aéreos no conseguirán expulsarlos. La situación no es mejor en Afganistán. Los talibanes controlan una parte mayor de Afganistán que cuando invadimos el país hace 14 años. El régimen títere de Kabul que armamos y apoyamos es odiado, brutal y corrupto, y está inmerso en el tráfico de drogas y paralizado por la cobardía. Además, está fuertemente infiltrado por los talibanes. El régimen de Kabul se derrumbará en el momento mismo en que partamos. Billones y billones de dólares, además de cientos de miles de vidas, se han despilfarrado por nada, en un momento en que el cambio climático nos pone cada vez más cerca de la extinción de la especie humana.
Nos metimos en conflictos que no entendíamos. Nos movíamos impulsados por la fantasía. Se suponía que con la ocupación de Iraq deberían habernos recibido como libertadores. Planeamos implantar la democracia en Bagdad y extenderla por todo Oriente Próximo. Nos vendieron la promesa absurda de que los ingresos del petróleo pagarían la reconstrucción. En cambio, nuestra locura generó el colapso político, social y económico, la pobreza generalizada, los desplazamientos masivos, la miseria y una rabia que dio a luz a yihadismo radical en Iraq y en toda la región.
La desintegración de Iraq, Siria y Afganistán nos ha obligado a formar una alianza de facto con Irán para combatir el Estado Islámico y los talibanes. Esta desintegración ha puesto patas arriba nuestro objetivo de derrocar el régimen sirio de Bashar el Assad. Ahora asumimos funciones, junto con los rusos, de sustitutos de la fuerza aérea de Assad. Y teniendo en cuenta que los combatientes de Hezbolá, que Estados Unidos e Israel condenan como terroristas y han jurado destruir, están integrados en el ejército de Assad, estamos sirviendo también de sustituto de la fuerza aérea de Hezbolá. El régimen iraquí está dominado por los mulás de Irán. Los objetivos utilizados para justificar estos conflictos, incluyendo la promesa de erradicar el yihadismo extremista, han fracasado todos.
En la guerra sin fin, los enemigos de ayer pueden llegar a convertirse en aliados de hoy. Este es un tema de George Orwell captó en su novela distópica “1984”.
En un momento dado, por ejemplo en 1984 (si estuviéramos en 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y formaba alianza con Asia Oriental. De ningún modo, en público o en privado, era admisible afirmar que las tres potencias hubieran estado alineadas de otra manera. En realidad, como Winston bien sabía, hacía tan sólo cuatro años que Oceanía había estado en guerra con Asia Oriental y en alianza con Eurasia. Pero eso no se trataba más que de un fragmento de conocimiento furtivo, que Winston poseía porque su memoria no estaba satisfactoriamente bajo control. Oficialmente el cambio de alianzas nunca había tenido lugar. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por lo tanto, Oceanía siempre había estado en guerra con Eurasia. El enemigo del momento siempre representa el mal absoluto, y se sigue que cualquier acuerdo pasado o futuro con él es imposible.
Esto no terminará bien. La violencia masiva que empleamos en todo el Oriente Próximo nunca logrará sus objetivos. El terrorismo de Estado no va a derrotar los actos individuales de terrorismo. Cada vez más inocentes serán sacrificados, aquí y en el extranjero, en una campaña furiosa e inútil. La rabia y la humillación colectiva seguirán en aumento. A medida que seguimos fallando a la hora de bloquear los ataques dirigidos contra nosotros, cada vez seremos más agresivos y más letales. Los enemigos internos –en particular los musulmanes– serán demonizados, sufrirán crímenes de odio y serán perseguidos. Las formas más tibias de crítica y disidencia serán criminalizadas.
Somos rehenes, como Israel, de un torbellino acelerado de muerte. Sólo cuando estemos agotados y vacíos, cuando el número de muertos y mutilados nos abrume, finalizará esta sed de sangre. Para entonces, el mundo que nos rodea será irreconocible y, me temo, irredimible.
Fuente original: http://tlaxcala-int.org/article.asp?reference=16640