Las derrotas y la resistencia

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Guillermo Almeyra | La Jornada
Regeneración, 4 de enero de 2015. Al tratar de hacer un balance de 2014 y analizar lo que nos podría deparar este año que comienza, hay que eliminar la noción popular de una ruptura entre lo viejo y lonuevo (que no es más que la perduración del proceso en el tiempo) y la tendencia, mucho más peligrosa, a estudiar el conflicto entre los Estados y el comportamiento de los países como si realmente los trabajadores y los pobres se identificasen totalmente con quienes los explotan y dominan, y los capitalistas de un país dependiente se enfrentasen con los del país hegemónico, cuando en realidad están integrados en el mismo capital financiero global y sus contradicciones, por grandes que pudieran ser, son secundarias.

Los analistas integrados nos hablan de Rusia, China, México, Argentina o Brasil como si fuesen unidades homogéneas; califican de imperialistas sólo a Estados Unidos y las viejas potencias coloniales, y estudian los resultados económicos como si se tratase de un baile de cifras y no de un desplazamiento de la riqueza y del poder desde los productores hacia diferentes grupos de capitalistas. Nos dicen, por ejemplo, que el producto interno de Brasil –que en 2013 había crecido 7.5 por ciento– tuvo en 2014 un crecimiento cero y que la economía rusa se desplomó con la caída del precio del petróleo, pero no quién ganó y quién perdió: ¿los capitalistas nacionales –allí donde éstos pudieran ser realmente representativos–, las trasnacionales, los ingresos reales de los trabajadores ocupados, la masa de trabajadores y pobres sin ingresos fijos, los campesinos? Porque el desastre para los asalariados, los pobres y los oprimidos fue en realidad un maná para el gran capital, que reconstruyó su tasa de ganancia aumentando su tasa de explotación. Además, esos analistas capitalistas hacen como los gatos y tapan enseguida la mierda analítica que produjeron llevados por su aceptación de la lógica del sistema y por la ignorancia de que éste funciona como un todo único.

Por eso ni se acuerdan de todas sus elucubraciones sobre el crecimiento grupal del BRICS y la posibilidad de que éste contrarrestase a Estados Unidos en crisis justamente cuando Brasil, Rusia e incluso China enfrentan graves dificultades, y que la economía de Estados Unidos, en cambio, crece 5 por ciento y se reanima al extremo de utilizar los excedentes petroleros para golpear a sus competidores, hundir a Venezuela (y con ella a Cuba) y controlar el mercado energético mundial.

Por supuesto, los Estados tienen roces, disputas, fricciones en la medida en que siguen existiendo grupos capitalistas interesados en controlar los recursos naturales y productivos de un territorio dado. Pero las trasnacionales y el capital financiero cada vez menos se identifican con su Estado (al que necesitan sobre todo para imponer leyes represivas o que les favorezcan y para reprimir) y emigran de donde no les conviene ya estar para invertir donde obtienen mayor ganancia. De modo que cuando la economía estadunidense se reanima, los capitales que especulaban con las altas ganancias en los países mal llamados emergentes, retornan al pago chico (llevándose de paso ilegalmente miles de millones de dólares).

En la economía, como en la sociedad, el factor decisivo es la capacidad de resistencia de los trabajadores y el nivel de conciencia de los mismos sobre la explotación y la opresión a que están sometidos. El límite para la caída del nivel de vida y de los derechos lo fija la capacidad de lucha de los pueblos. El capital no tiene límites morales. Si los niños se venden para desguazarlos, si las mujeres se venden como animales o se matan, si ha retornado la esclavitud en medio mundo –como dice hasta el Papa– y si las leyes protectoras de las y los trabajadores no se aplican, es porque no hay un nivel de conciencia y de unidad de los oprimidos que lleve a la organización y la lucha masiva por una alternativa de gobierno y de sistema que imponga el orden de las mayorías.

El capitalismo gobierna y explota mediante la oposición de los regionalismos, de los nacionalismos, de los conflictos religiosos, del racismo, de su ideología. ¿Israel podría seguir asesinando palestinos y aplicando el apartheid si la mayoría de sus habitantes no fuese racista y no se creyese que forma parte de un pueblo elegido por Dios? ¿Se sostendría Estados Unidos si la mayoría no aceptase la identificación entre Dios y el dólar y no creyese que el mundo y su sociedad es obra divina?

Las conquistas de civilización en la segunda posguerra fueron resultado del miedo del capitalismo al movimiento obrero y al comunismo (más que a la Unión Soviética y el estalinismo, que en Yalta y Potsdam habían dado garantías suficientes de su carácter de frenadores mundiales de las revoluciones). El derrumbe de la Unión Soviética a finales de los 80 fue posible porque la burocracia y su partido compartían los valores capitalistas y, sobre todo, por la tremenda derrota antes infligida a los trabajadores de los países industrializados, combinando la desocupación, el traslado de las fuentes de trabajo hacia donde no había sindicatos y porque la mano de obra era abundante y baratísima. El derrumbe infame de la URSS y la transformación de ese territorio y de la inmensa China en campo de caza del capitalismo desorganizó aún más a los trabajadores y los aplastó moralmente.

Si el estalinismo contrarrevolucionario salvó al capitalismo en 1946, el estalinismo en China permitió en los 90 la recuperación de Estados Unidos reforzando el dólar y la tasa de ganancia de las trasnacionales. Este hecho –y la destrucción de los sindicatos y la virtual inexistencia de una izquierda anticapitalista local– es el secreto de la recuperación de la tasa de ganancia y del freno a la caída de la hegemonía estadunidense.

Desde principios de los 80 sufrimos derrota tras derrota. Esa es la clave para entender el mundo actual. Pero hay signos y presagios positivos y motivos de esperanza que trataré en un próximo artículo.