Moral Ciudadana, ética republicana: Congreso República Amorosa

 
Por Alfredo López Austin* El binomio moral/ética. Los medios de comunicación masiva construyen, afirman y reiteran hasta su consolidación, la imagen del individuo que así van modelando y colonizando en la realidad. Es un individuo egoístamente celular, simplista, superficial, receptor pasivo y acrítico de información, ávido de mercancía —mercancía él mismo—, consumidor de trivialidades, sujeto dócil ante intereses que le son ajenos e instrumento inconsciente de dichos intereses. Quien intente hablar de moral ciudadana, de ética republicana, habrá de enfrentarse a este prototipo y al propio individuo colonizado para derrocar el muro de escepticismo, indiferencia, inacción y distancia que lo caracteriza. El individuo colonizado limitará el término moral a una lista de preceptos parroquiales y sin duda manifestará extrañeza ante todo reclamo de confluencia de la ética y la política, a las que considerará esferas totalmente independientes entre sí. Con frecuencia estas concepciones limitadas de lo que es la moral producen declaraciones absurdas. Desde las altas esferas de poder —ya la cúspide de la jerarquía religiosa, ya la misma Presidencia de la República— se critica la falta de moral de la juventud, achacando el defecto al olvido del credo religioso, con lo que se confunden los principios morales con los principios morales religiosos, como si éstos fuesen los únicos que existieran. Por otra parte, la exigencia de fundar una política ética perturba a quienes estiman que el ejercicio político y la moral son, por naturaleza, como el agua y el aceite, y que es inútil pretender que la dirección de los destinos de una sociedad pueda regirse democráticamente, por la voluntad y el esfuerzo participativo de gobernantes y gobernados, en un ejercicio en que priven los valores fundamentales del bienestar general, la libertad, la justicia social, la igualdad, la dignidad de los ciudadanos y la posibilidad de un mejor desarrollo de la potencialidad de los componentes.
 
El prototipo del individuo colonizado, cargado de un profundo sentimiento de impotencia, relega moral y ética a la vida privada. En este contexto, es oportuno exponer, discutir y difundir algunas de las características de la moral y la ética, la primera como la forma adecuada de comportamiento individual y colectivo para la justa marcha de la vida social, y la segunda como la reflexión teórica sobre tal comportamiento. Aquí se propone que del binomio moral/ética, ajustado a los requerimientos democráticos de una conformación social, deben destacarse sus caracteres histórico, republicano, ciudadano y laico, y la exigencia ineludible de su realización práctica, misma que justifica su existencia y determina su naturaleza.
 
El carácter histórico. Dada la naturaleza social del ser humano, debe considerarse que la construcción de la moral le es inherente.
 
Desde su profundidad biológica hasta los más refinados aspectos de su producción cultural, el hombre es parte de una colectividad, sin la cual su existencia es imposible. La inserción del individuo en su contexto social implica una complejísima red de relaciones que han de ser normadas ya desde la más amplia generalidad, ya en la especificidad de los ámbitos más particularizados. Sólo así se logra la estabilidad suficiente para la permanencia del grupo social, cualquiera que sea su dimensión. A esta regularidad de comportamiento y producción normativa hace referencia Luis Villoro cuando afirma:
 
Las acciones de cada individuo en el espacio social no podrían llevarse al cabo sin reglas variadas que le señalen cómo debe comportarse en cada situación, desde las de simple cortesía hasta las que indican las obligaciones y prerrogativas correspondientes a cada posición social, enuncian lo que se espera de cada rol y prohíben comportamientos nocivos.[1]
 
La normatividad directamente encauzada al cumplimiento de los mayores valores de convivencia es, precisamente, la moral. Si bien descansa en la doble naturaleza humana, biológica y cultural, y si bien hunde sus raíces en un origen instintivo, es un bien cultural que, como toda producción del hombre, adquiere con éste una dimensión histórica. El desarrollo social contemporáneo le transmite su creciente complejidad, y su dilatación exige, cada vez más, la reflexión teórica y filosófica de la ética. Es, en resumen, un producto del hombre destinado a regular la conducta del hombre y, debido a que persigue el cumplimiento de sus más elevados valores, dirigido a alcanzar el mayor y más digno bienestar al hombre. Es una creación humana que debe responder con urgencia a la transformación histórica en esta época de cambios acelerados. Son los requerimientos de una existencia cada vez más compleja, más mutable y más sujeta a las injusticias y peligros que la propia sociedad genera.
 
Así, la historia nos enfrenta cada día a nuevos problemas. La reflexión de los valores éticos enfoca en nuestros días peligros que atañen al destino mismo de la humanidad. En 1927 Fritz Jahr creó el vocablo bioética. El término sirvió de base a una concepción que une la ética con el destino biológico y geológico de nuestro planeta. En efecto, en 1971 Van Rensselaer Potter publicó Bioethics: Bridge to the Future,[2] obra en la que propuso la creación de puentes científicos, filosóficos y éticos de supervivencia humana ante las amenazas del progreso técnico. El enfoque debe penetrar, complementariamente, en los ámbitos más específicos de la acción humana. Por esta razón deben señalarse notables esfuerzos en nuestra propia academia por precisar problemas acuciantes que derivan de la creciente complejidad cultural. Ruy Pérez Tamayo, por ejemplo, hace un excelente listado de los temas que en materia biológica y médica requieren de la reflexión filosófica, entre los que destaca los surgidos en torno a la investigación médica en seres humanos, al aborto, al suicidio asistido y a la eutanasia, al genoma humano, a la clonación artificial humana, a los trasplantes de órganos y tejidos, a la terapia génica, etcétera.[3] Dentro del mismo campo, Fernando Martínez Cortés, con su obra Médico de personas, trata de restablecer la debida relación entre el médico y su paciente con el propósito de humanizar el ejercicio de una profesión amenazada hoy por la visión nacida de un mercantilismo tecnológico.
 
El carácter republicano. La heterogeneidad poblacional de los estados contemporáneos es el resultado de muy diferentes factores históricos, que abarcan desde el desplazamiento de masas humanas hasta el asimétrico desarrollo interno de la población.
 
Poseedora de grandes ventajas y desventajas —según sea la naturaleza de la diferencia— la heterogeneidad es de una complejidad tal que requiere una atención permanente, tanto ciudadana como gubernamental, para la relación armónica y el desenvolvimiento justo de cada uno de los componentes sociales. Es obvio afirmar que los estados contemporáneos han concebido y actuado en formas muy diferentes ante a su propia diversidad. Sus acciones frente a las diferencias de clase, etnia, género, cultura, credo, educación y muchas más son el mejor indicador para ubicarlos en el parámetro que va del totalitarismo a la democracia. ¿Cómo calificar a nuestro propio estado si durante siglos ha mantenido y aun propiciado la profunda brecha entre la riqueza y la pobreza de su población?; ¿cómo, si la dirección económica y política se rige sólo por los intereses de una minoría beneficiaria?; ¿cómo, si ante los legítimos intereses de género, se impone una visión paternalista que coarta las libertades más primarias del individuo?; ¿cómo, si ante la diversidad étnica, su población y su gobierno se han caracterizado por un alto nivel de discriminación o —en el caso de las mejores intenciones— por la pretensión paternalista de reducción cultural a un supuesto modelo nacional? Y a estas preguntas pudieran agregarse muchas otras para desmentir cualquier afirmación en el sentido de que vivimos en una democracia. Requerimos hoy, como enfatizara Adolfo Sánchez Vázquez, una solución republicana:
 
En nuestros días, se reaviva [el pensamiento republicano] y justamente en una situación como la actual, que reclama su intervención, una situación en la que la democracia traducida a su carácter formar representativo limita la participación de los ciudadanos, cuyas mentes y voluntades se hayan, en cierto modo, colonizadas por el poder absorbente de los medios de comunicación.[4]
 
La única vía para alcanzar un estado republicano y verdaderamente democrático es destruir la barrera que separa al ciudadano del ejercicio gubernamental. Es indispensable que la población entera incida como fuerza real en la decisión y la acción de gobierno, y que los intereses mayoritarios sean los que determinen las políticas nacionales. La democracia ha de construirse, golpe a golpe, con el esfuerzo constante y progresivo de los ciudadanos, poseedores de una nueva ética dirigida a la conquista de la libertad, la justicia social, la igualdad y la dignidad de cada uno de los mexicanos. No una democracia meramente representativa, sino una participativa, que demande al ciudadano el esfuerzo de alcanzar el bienestar en el ejercicio mismo del poder. Es necesario, por tanto, transformar el poder, regirlo por una práctica moral y una ética que emanen de la unidad republicana.
 
El carácter ciudadano. El ciudadano convertido en fuerza política ha de ser el resultado de dos luchas simultáneas. Una será la que lo conduzca a su incidencia en las esferas gubernamentales; la otra, a la construcción de la moral común. Ésta deberá tener entre sus propósitos básicos la sustitución del prototipo del individuo colonizado por la del ciudadano responsable de su propio destino.
 
La imagen del individuo colonizado es la de un individuo abreviado. Del πoλιτικòν ζῷον aristotélico se mutila el ser social. La imagen corresponde a un productor-consumidor dócil, irresponsable ante su colectividad, cuyos lazos sociales se disuelven en ocupaciones banales y perspectivas efímeras. Ante el golpe de la realidad, el individuo abreviado transforma su desilusión en desaliento, en impotencia, y su actitud frente a los suyos está dominada por el escepticismo y la indolencia. La generalización del prototipo del individuo colonizado ocasiona un daño social que está a la vista. El sentimiento de pertenencia social se ha erosionado, y es necesaria su reconstitución. Para ello el impulso moral es indispensable, y la moral ha de ser cívica, fundada en la responsabilidad del individuo con su propia colectividad. Es necesario reconstituir la tupida red de reciprocidades que conduce a la sana convivencia.
 
La moral ciudadana no puede surgir de meras generalizaciones de un abstracto bien universal. Requiere, ante todo, la conciencia de una realidad histórica en la cual el carácter social del ser humano condiciona cada una de las relaciones de correspondencia y reciprocidad. La base de dicha moral es el discernimiento propio, la construcción razonada, la adaptación a los cambios de un devenir cada vez más acelerado. Será individuo —ser social—en la cabalidad aristotélica quien elabore los principios de su propia moral en el diálogo, en la razón alimentada por la diversidad del pensamiento. El tejido social ha de recomponerse por sus propias vías, las vías sociales.

El carácter laico. La moral ciudadana y la ética republicana sólo pueden derivar de la diversidad que caracteriza al estado moderno.
 
Cada uno de los sectores que componen el estado podrá reivindicar la vigencia de sus propios valores particulares, mismos que atañen a la potencialidad de su desarrollo. Cada sector lo hará en tanto integrante activo de una comunidad total que existe gracias a la diversidad misma. El estado democrático, por su heterogeneidad, debe garantizar una convivencia en la que todos sus componentes puedan conservar —en la medida de su voluntad y de la propia y autónoma proyección de su futuro— sus particularidades de cultura, lengua, valores y visión del mundo. Más allá de una concepción meramente tolerante de la diversidad, debe existir la idea de que el propio estado es construido cotidianamente por todos y cada uno sus componentes, por lo que cada sector podrá reclamar el derecho y cumplir con la obligación de participar en la tarea colectiva.
 
La referencia más frecuente a la idea de esta construcción incluyente se hace a partir del laicismo. Las razones históricas son de sobra conocidas: los niveles más graves de intolerancia y marginación en el mundo han derivado de la imposición que arguye la preeminencia de algún credo. El laicismo lucha, por tanto, contra toda hegemonía fundada en el poder político, económico, propagandístico o meramente mayoritario de cualquier confesión. Laicismo y democracia van de la mano. El estado laico no es anticonfesional; garantiza la libertad del ejercicio de los diferentes credos —y el derecho de no pertenecer a ninguno—, dando igualdad de trato a cada una de las comunidades religiosas que forman parte de la población. En consecuencia, es aconfesional, ya que no privilegia a ninguna de ellas. Su misión es mantener y vigilar la separación de las esferas política y religiosa para impedir que la cohesión social se debilite por las perturbaciones provocadas por quienes, desde una posición confesional, pretenden incidir en la dirección política.
 
Como consecuencia de lo anterior, el binomio moral/ética de naturaleza laica no niega el valor de ninguno de los binomios de naturaleza religiosa. Simplemente establece que los postulados de una confesión particular han de dirigirse a los miembros de la congregación respectiva, y que el gobierno no debe constituirse en agente de su cumplimiento. La moral ciudadana y la ética republicana postulan su autonomía y resaltan sus particularidades. El binomio de naturaleza laico posee, entre otras características, las siguientes: tiene conciencia de ser una creación humana nacida de las relaciones sociales con el fin de establecer una convivencia armónica, justa, libre e igualitaria; restringe su campo de acción a las sociedades humanas, sin presuponer vínculos con entidades sobrenaturales o consecuencias ultramundanas del cumplimiento o incumplimiento de sus preceptos; reconoce su carácter histórico y, por tanto, la permanente necesidad de evaluación de sus principios y la adaptación constante al devenir; deriva de la razón, y por tanto cuenta con el auxilio y está sujeto a los requerimientos de la ciencia y la filosofía; por último, tiene como fin proteger no sólo las actuales condiciones de vida del ser humano, sino la existencia de las generaciones futuras.
 
La exigencia de la realización moral. Adolfo Sánchez Vázquez señaló con insistencia el aspecto práctico-instrumental de la política,[5] y con él la necesidad de la realización de los objetivos éticos de la misma. Nuevamente el prototipo del individuo colonizado aparece como un obstáculo para emprender una lucha moral y ética en un contexto nacional profundamente dañado por la desesperanza. La rebeldía misma, muchas veces cobijada por el escepticismo, se anula al limitarse desde posiciones inocuas o de poca eficacia. La acción es indispensable, y es una acción urgente, inmediata, proyectada para surtir efectos a corto, mediano y largo plazo. La espera de “momentos propicios” ha llevado a México a una trágica condición que ahora nos parece casi irreversible.
 
El escepticismo es comprensible. A escala mundial, aun en el ámbito filosófico, el desencanto ha desembocado en un irracionalismo que priva al hombre de todo sentido de construir un mundo sin explotación ni dominación.[6] Sin embargo, la posibilidad de que el ser humano transforme su entorno es real, necesaria, apremiante, y está basada en la racionalidad humana. “Sin la ciencia —nos dice Sánchez Vázquez—, la aspiración de transformar el mundo será utópica, impotente.”

 

Obras citadas

Martínez Cortés, Fernando, Médico de personas. Las ciencias humanas en la práctica médica, Morelia, Coordinación de la Investigación Científica, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2010.

Pérez Tamayo, Ruy, Ética médica laica, México, Fondo de Cultura Económica / El Colegio Nacional, 2002.

Potter, Van Rensselaer, Bioethics: Bridge to the Future, New Jersey, Prentice Hall, 1971.

Sánchez Vázquez, Adolfo, “La razón amenazada”, Dialéctica, n. 43, Primavera-Verano 2011, p. 139-143.

Sánchez Vázquez, Adolfo, Ética y política, México, Fondo de Cultura Económica / UNAM-Facultad de Filosofía y Letras, 2007.

Villoro, Luis, El poder y el valor. Fundamentos de una ética política, México, Fondo de Cultura Económica / El Colegio Nacional, 1997.


* Investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas (UNAM).

[1] Villoro, El poder y el valor, p. 176.

[2] Obra publicada en New Jersey por Prentice Hall.

[3] Pérez Tamayo, Ética médica laica, p. 129-305.

[4] Sánchez Vázquez, Ética y política, p. 127.

[5] Véase, por ejemplo, en Sánchez Vázquez, Ética y política, p. 23.

[6] Sánchez Vázquez, “La razón amenazada”, p. 140.

 
Ponente: Alfredo López Austin*
 
Resumen: Se define el binomio moral/ética, y se señalan y describen brevemente algunas de los caracteres de dicho binomio cuando pertenece al estado democrático moderno: carácter histórico, carácter republicano, carácter ciudadano y carácter laico. Además, se propone que sólo tiene sentido si cumple con la exigencia de realización práctica.
 
Mesa de Trabajo: La construcción de una ética laica y republicana. Ponencia: “Moral ciudadana, ética republicana”
 
MORAL CIUDADANA, ÉTICA REPUBLICANA

Tomado de: http://congresorepublicaamorosa.wordpress.com/2012/03/10/moral-ciudadana-etica-republicana/

VISITA. CONGRESO POR UNA REPÚBLICA AMOROSA:  http://congresorepublicaamorosa.wordpress.com/