Por Miguel Martín Felipe
RegeneraciónMx.- En mi labor como profesor universitario y comunitario, aunque no siempre tenga que ver con la materia que esté impartiendo, he tratado de implementar algunos instrumentos de medición que arrojan resultados sumamente interesantes sobre el uso de la lengua y la percepción sobre el registro de la misma. Relataré algunas de estas experiencias y trataremos de dilucidar si la percepción de los hablantes sobre la corrección y el apego a las reglas se constata o si estamos ante un escenario distinto.
Cabe hacer una aclaración en aras de desmitificar ciertos conceptos. Para empezar, la Real Academia de la Lengua Española, no es una entidad rectora de la misma; no es una suerte de policía lingüística que tenga la facultad de emitir recomendaciones o tomar acciones punitivas sobre aquel que “infrinja las reglas”. La verdadera función de este organismo, más allá de sus pretensiones de preservación o incluso enaltecimiento de la lengua española, es la de recoger un registro actualizado del uso del idioma a nivel global con las particularidades que esto implica.
Integrantes de la Academia (entre los cuales, por cierto, el número de abogados es sorprendentemente alto) hacen un trabajo de recolección de datos en campo, es decir; salen, escuchan cómo habla la gente y toman nota de ello para compilar un corpus, o sea, una gran lista de palabras o frases de entre las cuales buscarán la recurrencia de aquellas formas expresivas que actualmente no figuran en el diccionario o en el manual de la gramática (el otro texto relevante al que muy pocos acuden).
Posteriormente, los miembros de la Academia se reúnen y deciden, con base en criterios propios de la institución, si las formas expresivas recogidas en campo tienen la presencia y funcionalidad suficientes como para incluirse en las nuevas ediciones del diccionario o el manual.
Este proceso ya se lleva a cabo en un entorno controlado y sin la injerencia directa del hablante promedio, a quien, por más que cierta forma expresiva le sea funcional, si la Academia así lo decide, no se le dará el gusto de registrar dicha expresión como parte del léxico o de los fenómenos de la lengua española verificados por la entidad, que, dicho sea de paso, está financiada por una pléyade de empresas privadas, así como por la corona española, que le otorga el estatus de ‘real’, por lo que se trata de un ente privado que responde a sus intereses y a su tradición hispanófila, la cual actualmente se identifica mucho con el pensamiento de derecha.
Comencemos pues con los casos a analizar.
En el primero, suelo cuestionar al grupo sobre cuál es la expresión correcta, si «me voy a cortar el pelo» o «me voy a cortar el cabello». Sin dudarlo, todo el grupo responde que debe ser «me voy a cortar el cabello». Cuando pregunto por qué cabello y no pelo, las respuestas suelen ser de dos tipos: que el pelo es de los animales o que es “más correcto” o “suena mejor” decir “cabello”. Se atisba en este ejemplo que hay un cierto rechazo por la palabra más corta y, como en muchos otros contextos, subyace la idea generalizada de que las palabras más largas son más elegantes o correctas, mientras que las palabras cortas tienden a clasificarse como coloquiales o poco elegantes. A veces el criterio responde a que la expresión que se toma por correcta se escuchó por parte de alguna supuesta figura de autoridad en la materia. En alguna ocasión me llegaron a comentar que una instructora de cultura de belleza dijo: «Cabello y no pelo, porque pelo es el de los animales y cabello el de los humanos». Totalmente falso y refutado al consultar cualquier diccionario.
En diversas empresas, ya sea privadas o paraestatales, nominalmente existen puestos gerenciales que muchas veces no se adaptan al género en documentos oficiales. Sin embargo, me toca muy seguid encontrarme con expresiones muy normalizadas con género incorrecto: “la jefe de enfermeras” o “la jefe de trabajo social”. Este fenómeno, que incluso se palpa en lo cotidiano con toda naturalidad («Jefe ¿cómo está?» [a una mujer]).
Muy probablemente se deba a que México es el único país de habla hispana en que la palabra “jefa” se refiere de manera coloquial a la madre, por lo que la palabra misma en femenino es tomada por propia de contextos poco elegantes y casi casi una grosería, de tal manera que, cuando se debería tratar de una expresión totalmente inocua, acaba siendo un término proscrito que se sustituye sistemáticamente por su equivalente en masculino en aras de una corrección buscada solo a tientas y sin verdadero conocimiento de fondo.
A esto se le llama ultracorrección: cuando un hablante considera que la forma correcta de una expresión “le suena mal” y entonces la sustituye por una que le parece más elegante, pero que termina empeorando las cosas. Sobra decir que el fenómeno de la ultracorrección está presente en todos los estratos sociales.
Por último, un caso que atestigüé apenas hace unos días. Se trata de un clásico recurrente entre este nebuloso mar en que se convierte la lengua cuando no se tienen certezas. En el puesto de un tianguis de coleccionismo de juguetes, una joven le decía a quien parecía ser su empleador: «Bueno, ahorita vengo», a lo que éste replicaba «¿ahorita vienes o ahorita te vas y al rato regresas?», a lo que ella respondió con un dejo de derrota y leve vergüenza: «Ahorita me voy y al rato vengo». «Qué bonita muchachita», finalizó el empleador con satisfacción.
Aquí hay involucrados elementos paralingüísticos que van más allá de la confusión a la que se presta una expresión tan ambigua como “ahorita”, la cual, sobra decir que para nada hace referencia a un periodo específico de tiempo, por lo que su interpretación es totalmente subjetiva. Sin embargo, el componente de la relación patrón-empleada añade una cierta posición de ‘autoridad’ a quien hace la corrección, puesto que tenemos muy interiorizada como sociedad la noción de que una persona se encuentra en puesto superior en una cadena de mando debido a que su conocimiento es mayor en todos los rubros.
Asimismo, y sin caer en acusaciones a priori, podría también estar involucrado el factor del género, pero ciertamente son pocos los elementos con los que uno cuenta para apoyar estas hipótesis cuando se compone un corpus con interacciones incidentales entre hablantes.
Pero ¿de dónde vienen todas esas aseveraciones que no son más que mitos de la lengua? Según lo he ido dilucidando, me parece que estos mitos provienen de varias fuentes. Una de ellas es el antiguo arquetipo del profesionista, aquel que durante la segunda mitad del siglo XX se afianzó en México en medio de un panorama donde muy poca gente podía acceder a estudios superiores, de manera que, se daba por hecho que una persona, al haber estudiado una licenciatura, y moviéndose en un ámbito al que pocos tenían acceso, poseía un perfecto manejo de las reglas de la lengua, así como la facultad de corregir en todo momento. Igualmente, la figura del profesor, ya sea de educación básica o de español a niveles distintos niveles, era fuente de estas correcciones que ahora analizamos como inexactas.
Y qué decir del papel de los medios de comunicación, donde se intentó seguir con la tradición iniciada en el cine y la radio de construir una suerte de acento del español neutro, refinado, pero irreal en los hechos. Esto se vio reflejado en los noticiarios, telenovelas y posteriormente en el doblaje. Entra entonces aquí el componente del aspiracionismo, pues todas estas figuras fueron idealizadas y se busca permanentemente acceder a un estatus superior hablando como ellos.
Así pues, y más allá del tópico trilladísimo (al menos para los oídos de un lingüista) de que la lengua es un ente vivo, debemos aclarar que lo que conocemos por reglas solo son retratos del consenso, es decir; mucha gente se puso de acuerdo para decir algo de cierta forma, por lo que las correcciones resultan en ese sentido una conducta poco amable, y más aún si se lleva a cabo con base en suposiciones, mitos y prejuicios.
El comunicarnos a través de la lengua es una facultad inalienable e irrestricta que se debe ejercer libremente. Por otro lado, quienes quieran corregir, lo que están obligados a hacer es, sí o sí, abrevar en las reglas, tenerlas a la mano y mostrarlas; de otra forma, solo será un alarde de clasismo e ignorancia, dos flagelos que a diario debemos combatir. No hay transformación sin descolonización, y la que a mí me compete es la de la lengua. En una próxima entrega hablaremos de las groserías. Se suele decir: «esto da para hacer un libro». Síganme acompañando en la génesis del mismo.
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