#NoSéQueNoAplauden El regreso de los chinacos

Por Omar Delgado

RegeneraciónMx.- Durante la época colonial (1521-1821), México se convirtió en paso obligado del comercio entre oriente y occidente. La Nao de China (que en realidad zarpaba de Filipinas) llegaba a Acapulco cargada de mercaderías de oriente. De ahí, éstas eran transportadas por arrieros que atravesaban el país para llevarlas a Veracruz, en donde nuevamente eran embarcadas, ahora con rumbo a España. Quienes hacían esta travesía atravesando sierras, selvas y bosques eran los arrieros y sus mulas.

El oficio de arriero fue uno de los más productivos en la Nueva España. Incluso, esta labor le regaló al país a uno de sus primeros supermillonarios: Sebastián de Aparicio (1502-1600), natural de Orense que fundó una de las primeras empresas de transportación y que al final de sus días donó toda su fortuna a la iglesia y se ingresó como monje a la orden de los franciscanos. Don Sebastián corrió con suerte, pues fue exhumado décadas después y se descubrió que su cuerpo estaba casi incorrupto por obra de la saponificación cadavérica. Sin embargo, los religiosos de la época poco entendían de esos menesteres, por lo que lo declararon santo. Su cadáver, casi íntegro, aún puede admirarse en la iglesia del convento de San Francisco, en Puebla.

Don Sebastián ¿O San Sebastián? Se enriqueció al invertir en mulas y carretas para transportar las mercancías de la nao, pero quienes hacían el trabajo pesado fueron los arrieros. Este oficio, difícil y peligroso como pocos en la colonia, era ejercido principalmente por los mestizos y por los miembros de las castas. Esto fue debido a que, por un lado, los indios tenían prohibido montar a caballo, y por el otro, los peninsulares y criollos consideraban indigno dedicarse a dicho oficio ⎼de hecho, consideraban indigno trabajar, igualito a sus herederos fifís.

El arriar mulas era una actividad que, si bien desacreditada, dejaba buenas ganancias a quienes la ejercían, por lo que los mestizos y mezclados que se dedicaban a ella fueron consolidándose poco a poco como una clase media más o menos pudiente, aunque segregada. Los indios, si bien aparentemente estaban en el escalafón más bajo de la sociedad novohispana, en realidad tenían algunos privilegios tales como la exención de impuestos y una relativa autonomía político-económica, situaciones ambas que les permitieron incluso, prosperar económicamente, como en el caso de los mixtecos de Tehuantepec.

Por otro lado, los españoles y criollos, ubicados en la punta de la pirámide, eran los que ostentaban los altos cargos de poder político, militar, religioso y económico. Los mestizos y mezclados, en contraste, eran los grandes discriminados. Sin una herencia ni cultura propias, y rechazados lo mismo por los indígenas que por los peninsulares, se dedicaban a los oficios más sucios y rudos, o los más desacreditados: caporales, capataces de encomienda, curtidores, comerciantes y, por supuesto, arrieros. A estos últimos, los indios comenzaron a llamarlos de manera despectiva “Tzcninatzi”, que puede traducirse como “harapiento”, debido al gastado estado que presentaban, casi siempre, sus ropas. También se les llamaba “cuerudos” por las prendas curtidas que portaban para protegerse de las interminables horas de montar a lomo de bestia.

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Sin embargo, estos harapientos y cuerudos no eran nada pobres: traían sus buenos reales en las alforjas, y poco a poco se hicieron expertos no sólo en el transporte con mulas, sino también en la cría y guía de ganado. La palabra Tzcninatzi fue cambiando hacia la hizpanizada Chinaco, que es como se les conocía ya al principio del siglo XIX.

La guerra de independencia (1810-1821) representó la gran oportunidad de los chinacos mestizos para convertirse en los actores de la nueva nación. Ávidos de obtener derechos, estos recios hombres (y sus mujeres las chinacas) fueron los primeros que engrosaron las filas de Hidalgo, Allende, Morelos y Guerrero. Combatieron con sus armas e instrumentos de trabajo por la independencia, la cual, para ellos, representaba beneficios en concreto: los mestizos y las castas no tenían derecho de participar en el gobierno ni en ninguna instancia de poder, y por supuesto, no tenían las situaciones de privilegio de los grupos indígenas. Por ello, las constituciones que poco a poco fueron conformando al Estado mexicano privilegiaron la creación de una ciudadanía basada en este sector mezclado. Los liberales pensaban que el mestizo ⎼una idea que, por cierto, yo no comparto⎼ era el protomexicano que llevaría al país a un futuro lleno de prosperidad y dicha, mientras que los criollos e indígenas eran sectores reaccionarios, que era necesario asimilar o encapsular. Esto se ve tanto en los documentos políticos como en novelas como El Zarco o Clemencia en donde el mestizo es el héroe laborioso en contraposición al altanero criollo.

El siglo XIX fue el siglo del chinaco, quien combatió al lado de los insurgentes, de Santa Anna, de Juan Álvarez y, por supuesto, de Benito Juárez. Se rifó lo mismo con el cuerpo de Dragones de Calleja que con los estadounidenses de Winfield Scott; hizo correr a los artilleros de Miramón y a los húsares del mariscal Forey. Sus armas eran simples: una pica, que usaba para guiar a los hatos de mulas y, sobre todo, su temible reata.

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Los chinacos eran expertos lazadores, y su pericia era tan terrible que podían decapitar a un jinete al trote con una lazada. Su fama era tal que sus enemigos tragaban saliva cada vez que cabalgaban al trote por caminos desconocidos, pues eran conscientes que podían perder la cabeza en un segundo. Como el lazo de los chinacos tenía una borla roja muy distintiva en la punta, los enemigos sabían que ver una mancha escarlata era aviso de muerte segura.

Gracias a los chinacos, a su increíble valor y fiereza, fue que no se perdió la república. Su figura se comenzaría a difuminar luego de que, en 1872 se completara el primer ferrocarril México-Veracruz. Poco a poco, el caballo de hierro los haría obsoletos; y en 1910 una nueva revolución traería un nuevo arquetipo del combatiente: el revolucionario de bigote tupido, cananas y carabinas 30-30. El chinaco quedaría así, soñando el sueño del guerrero, esperando una nueva batalla. Pero ¿Quién lo diría? Casi doscientos años después, cuando los nuevos conservadores regresan a esta tierra, regresan también los chinacos renacidos. Los “Tzcninatzi”, los harapientos, los chairos, los nacos, los mugrosos. Aquí están otra vez con su lanza y con su reata, dispuestos, nuevamente, a defender a la república y a darle la arrastrada de su vida a los reaccionarios y los bandoleros.

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* Narrador, editor y ensayista mexicano. Licenciado en Creación Literaria por la UACM y Diplomado en Literatura Fantástica por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Autor de cuatro libros, obtuvo el VIII Premio Internacional de Narrativa Siglo XXI-UNAM-COLSIN 2010.