Por Omar Delgado
RegeneraciónMx.- Uno de los movimientos que más se ha extendido a nivel global, por razones más que obvias, es el del ambientalismo. Ante la emergencia evidente del cambio climático y de los palpables efectos que tiene éste en la economía y la producción de alimentos, se hace más que indispensable que las naciones del mundo tomen acciones en contra de él.
Sin embargo, el ambientalismo, como muchos otros “ismos” modernos, ha sido expropiado por los representantes del poder financiero internacional y por las empresas trasnacionales de energía para afianzar su poder sobre los estados nacionales y, además, para transformar una causa legítima en un pingüe negocio y en una herramienta de control que les asegure su predominancia en las siguientes décadas de la humanidad.
En los últimos tiempos han surgido diversos actores que han tomado la bandera de la lucha por el medio ambiente, aunque quizá ninguna tan visible y célebre como Greta Thunberg (Estocolmo, 2003). La joven sueca inició su carrera como activista ambiental haciendo plantones afuera de su escuela y pronto atrajo la atención de los medios de comunicación. De buena pinta, rubia y, además, paciente diagnosticada con síndrome de Asperger, Thunberg se ha convertido en el rostro de la lucha climática de toda una generación de jóvenes, casi todos habitantes del primer mundo o miembros de la clase media mundial, a los que legítimamente les compete y les preocupa el tema del calentamiento global.
A Thunberg se le ha querido contrastar, gráfica y discursivamente, con los representantes del poder político, aprovechándose una vez más de esta dicotomía conceptual que es tan popular entre ciertos sectores sociales: el de sociedad civil-buena contra político-malo. Incluso, en algunos encuentros en la ONU y otros foros, el rostro de Thunberg se contrapuso al del entonces presidente estadounidense Donald Trump, dando una síntesis gráfica invaluable para el movimiento.
Trump, quien desde el principio de su gobierno se mostró contrario a cualquier reconvención que tuviera que ver con la reducción de emisiones de carbono por parte de su país (incluso sacó a su nación del Acuerdo de París al inicio de su mandato), fue el modelo ideal del político viejo, corrupto y negacionista del daño ambiental consecuencia del cambio climático y, por consiguiente, la antítesis de todo lo que la joven y valiente Greta simboliza.
El movimiento ambientalista global ha querido vincular a diversas figuras políticas con el negacionismo y la resistencia a cualquier acción ecológica, en algunos casos, con notable éxito, como con Jair Bolsonaro (quien, por cierto, guarda bastantes similitudes con Trump), o con el presidente Andrés Manuel López Obrador. Al mandatario mexicano se le critica, sobre todo, su interés en reactivar la política energética basada en la producción y refinación de petróleo y la insistencia en proyectos considerados “antiecológicos” o francamente “ecocidas” como el Tren maya.
Se podría dialogar acerca de la pertinencia de las políticas del presidente López Obrador al respecto, y por supuesto, cualquier discusión argumentada es sana para la sociedad. Sin embargo, aquí salta y resalta un enorme sesgo del movimiento ambientalista actual: su naturaleza clasista.
En primer lugar, los principales polos del movimiento provienen de países del primer mundo, con niveles de vida elevados que, sin embargo, fueron logrados, en la inmensa mayoría de los casos, gracias a la explotación de recursos naturales en otras regiones del mundo. Me explico: para que Canadá, por ejemplo, pueda tener ese nivel de vida para sus ciudadanos, es necesario que sus mineras tengan políticas extractivas agresivas y sucias en otros países con el fin de maximizar recursos o para que Bélgica tuviera la bonanza de la que goza fue necesaria la explotación y la crueldad que Leopoldo II aplicó al Congo Belga en los últimos años del siglo XIX. Por otro lado, la mayoría de estas naciones crean convenios con los llamados países del tercer mundo para lidiar con sus desechos, incluso, con los resultantes de sus centrales nucleares. Así, la basura de Holanda termina, por ejemplo, en las pampas argentinas gracias a los arreglos que hicieron en el pasado los gobiernos de ambos países. Y de esos ejemplos, hay decenas.
Por otro lado, existe la cuestión de los recursos naturales: a los ambientalistas les preocupa la sobreexplotación de bosques, selvas y ríos de las reservas ubicadas en los países del primer mundo, pero no se preocupan mucho por las condiciones de marginación de las personas que viven en esas mismas regiones. Ejemplo paradigmático de lo anterior es, justamente, el sureste mexicano: los estados de Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo y Chiapas viven alrededor de doce millones de habitantes. En dichas demarcaciones, según datos del INEGI, también se concentran los mayores índices de desempleo, insalubridad y otros males tales como suicidios de población joven (en ese sentido Tabasco, estado natal del presidente, fue por mucho tiempo puntero en ese rubro), y ni hablar del tráfico de personas y trata de blancas, que son práctica común en esos lares.
Resulta paradójico que, al mismo tiempo, el sureste sea, al mismo tiempo, una de las zonas con mayor captación de recursos provenientes del turismo. Ese es, principalmente, el problema con el ambientalismo actual, que no comprende que, subrayo, NO HAY FACTOR MÁS ANTIECOLÓGICO QUE LA POBREZA.
Las personas que habitan estos lugares, rodeados ellos de maderas preciosas y de animales en peligro de extinción, por poner un par de ejemplos, tenderán, por supuesto, a explotarlos sin control por mera supervivencia. Son ellos los que cazarán jaguares y talarán caoba sin control para vender esos insumos a intermediarios que, ellos sí, se enriquecerán del tráfico. Por supuesto, esto escandalizará a los ambientalistas clasemedieros de las grandes ciudades, quienes reclamarán airados: “No maten jaguares, quiero que mis hijos los conozcan”. Estas personas, sin otras fuentes de ingreso más que las que le pueden arrancar a su entorno, bien podrían responder: “señora, lo siento. Si no cazo al jaguar, mis hijos no comen hoy”.
Y si aún dudan de este factor, sólo recuerden el caso de los bosques de Michoacán, que todos los años se ven mermados debido a la producción de aguacate, consecuencia tanto de las entendibles aspiraciones de una población que busca mejorar su nivel de vida como a otros factores tales como la incidencia del crimen organizado en un negocio bastante redituable o de la corrupción política que permite el crecimiento de plantíos sin ningún tipo de control o política de resarcimiento ambiental.
Por eso, proyectos como el Tren Maya, si bien no representan una solución total, si son una alternativa para generar más y mejores empleos en una región históricamente empobrecida. El truco consistirá en, justamente, hallar el equilibrio entre estos proyectos satanizados por los ambientalistas, pero indispensables para paliar la pobreza de estas zonas, con proyectos de reforestación y conservación ecológica tales como Sembrando Vida. Y, sobre todo, cambiar el enfoque desde los movimientos ambientalistas: Greta Thunberg (y sus admiradores) podrán ser bien intencionados (estoy seguro que lo son), pero no conocen las condiciones en las que vive la gente en la selva chiapaneca. Darse una vuelta por esos lares les haría muy bien a los defensores del medio ambiente para darse cuenta de que, ¡oh, sorpresa!, ahí también viven personas.
P.S. En otra ocasión me dedicaré a hablar de la política energética del actual gobierno, la cual está enfocada, más que a la rentabilidad (que es importante, por supuesto), a la autosuficiencia que nos asegure la soberanía energética.
* Narrador, editor y ensayista mexicano. Licenciado en Creación Literaria por la UACM y Diplomado en Literatura Fantástica por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Autor de cuatro libros, obtuvo el VIII Premio Internacional de Narrativa Siglo XXI-UNAM-COLSIN 2010.
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