Por Alejandro Badillo
RegeneraciónMx.- Desde hace tiempo hay en México un debate sobre la energía y la contaminación. El debate debió haber ocurrido hace décadas y sólo las noticias cada vez más alarmantes de la crisis climática han prendido las alarmas en los medios de comunicación. Lamentablemente la mayor parte de las críticas son, en realidad, propaganda de grandes grupos empresariales.
Las corporaciones han jugado un papel importante en la negación del cambio climático y, también, en la creación de grupos de influencia que venden soluciones empresariales a distintos gobiernos para que, en el discurso, los políticos afirmen que están combatiendo la contaminación y cuidando los recursos naturales.
El gobierno de México ha tenido encontronazos con el sector privado que insiste, a través de sus columnistas y las tribunas que controlan, que se adopten sus soluciones para estar alineados con los planes de la ONU y los distintos convenios que han suscrito muchos países a lo largo de los años. En medio de la guerra mediática el lector poco informado puede creer que México está cometiendo un crimen ecológico al apostar, por ejemplo, por el petróleo y no dar el impulso necesario a las mal llamadas energías limpias que venden los empresarios. Sin embargo, el problema no es nada sencillo, así que habría que puntualizar algunos elementos para hacer un debate que tenga como sustento la realidad y no las medias verdades que vemos en los periódicos todos los días.
En primer lugar, habría que decir que ningún país ha estado a la altura de los compromisos que se han firmado en los últimos años como el Protocolo de Kioto. Las metas para no alcanzar o, al menos, tener como límite los 1.5 grados centígrados de aumento en la temperatura global han fracasado estrepitosamente y todo apunta a que la historia no cambiará mucho en el corto plazo. De hecho, la Agencia Internacional de Energía prevé que los niveles de CO2 tendrán números récord en el 2023 y seguirán aumentando. ¿Cuál es la razón? La principal razón es que, a nivel global, se sigue un modelo que contamina a través de la extracción de materias primas, el consumo de productos y el desecho cada vez más veloz de estos. Si no se rompe este ciclo no habrá manera de mitigar los efectos del cambio climático. El problema es que la cultura de consumo es el motor del sistema económico capitalista que, con algunas diferencias, rige a casi todos los países del mundo. La fe en que el crecimiento económico –llevado al extremo por las políticas neoliberales– solucionará la desigualdad y la consecuente pobreza, es algo que ya ha quedado obsoleto. Como cualquier punto adicional en el Producto Interno Bruto mundial implica consumo de energía y un proceso que implica la generación de gases de efecto invernadero, la única manera de incidir en esta ecuación es no crecer y redistribuir lo que se tiene.
Ahora bien, como ningún gobierno del mundo quiere absorber los costos del decrecimiento o la desaceleración económica necesarios para contribuir de verdad a la reducción de contaminantes, han recurrido a lo que los expertos llaman “Ecoblanqueo” o “Greenwashing”. Esta práctica empresarial consiste en vender soluciones falsas o a medias para que los consumidores piensen que, para “salvar al planeta”, no es necesario cambiar de fondo el sistema económico y, sobre todo, su estilo de vida. De esta manera hemos sido bombardeados en los últimos años por propaganda de celdas solares, turbinas eólicas, autos eléctricos, y proyectos surrealistas como enterrar el CO2 en pozos excavados a gran profundidad. El consenso, con este tipo de discursos, es que sólo falta voluntad política y una visión de futuro para echar a andar las energías “limpias” vendidas por los corporativos. No dicen que para que esas energías funcionen masivamente se necesita una extracción colosal de recursos. Tampoco dicen que las renovables sólo producen electricidad y eso es, aproximadamente, el 20 por ciento del consumo mundial de energía. La misma Agencia Internacional de Energía ha comunicado que sólo se ha invertido el 2 % de los recursos que, en el papel, se necesitan para que las energías no fósiles. El mundo no ha dado pasos a esa meta porque no es redituable financieramente y las alternativas a los combustibles tradicionales no tienen el rendimiento suficiente para sostener la planta productiva impulsada, como nunca antes, por el libre mercado. A pesar de eso, los propagandistas empresariales, profetas del greenwashing, siguen atacando a gobiernos que no compran sus productos y difundiendo ideas que nunca se harán realidad. Nunca aceptarán que una sociedad de consumo perpetuo no tiene cabida en un mundo de recursos finitos.
Hay otro elemento en el dilema ecológico que ya está cobrando factura: la escasez de materias primas y de energía. En este año hemos visto cómo la inflación se ha disparado en muchos países de Europa y, particularmente, en Estados Unidos que ha visto los mayores niveles en 13 años. Los analistas han hecho un diagnóstico superficial: la culpa de este fenómeno macroeconómico es que la industria no ha podido ponerse al parejo de la demanda de mercancías y sus componentes que, supuestamente, ha aumentado después del colapso en el consumo provocado por la pandemia. Dicen que sólo hay que arreglar o poner al día la cadena de producción y de suministros. Sin embargo, hay algo que no dicen: la escasez de materias primas está ligada, según muchos científicos, a un agotamiento de las reservas de petróleo, agua, tierras raras para productos electrónicos, entre otros recursos. Si un productor no puede generar los números de antes sus mercancías subirán de precio. Mucha gente minimiza este problema porque en nuestra vida diaria, con todo y el aumento de precios, seguimos viendo los aparadores llenos. Hay que decir que la llave de los recursos se está agotando gradualmente y no de un día para otro. El petróleo, sin ir más lejos, está sufriendo algo que los especialistas y geólogos llaman el “peak oil”, un modelo presentado en 1956 por el geofísico Marion King Hubbert que trabajaba, en ese entonces, para Shell Oil Company. El científico afirmó que se llegaría a un límite en la extracción de crudo y, por lo tanto, la producción industrial no podría mantener el ritmo de las promesas de crecimiento de los líderes mundiales. Desestimada en su momento, la “Teoría del Pico de Hubbert” ha sido confirmada por los hechos. Cada vez que ha escaseado el petróleo –muchas veces por cuestiones políticas o guerras– el capitalismo mundial entra en crisis. Este panorama agudizará muchos problemas que ya existen y nos enfrentará a tensiones inéditas en la historia por la enorme dependencia que tenemos de los combustibles fósiles.
Este problema multifactorial no tiene una salida fácil y eso hace que los ciudadanos lo descalifiquen. Lo que ya estamos viendo es que los países protegerán aún más los recursos estratégicos para sus poblaciones. ¿Qué significa esto? Que limitarán o vigilarán el papel de la iniciativa privada en la producción de energía y se enfrascarán en guerras de baja intensidad para extraer recursos de otras naciones. La sobrevivencia de los Estados depende de proteger la sobrevivencia de sus ciudadanos. En caso contrario aparece, aún más, la ingobernabilidad y la inestabilidad política. En 1783 el volcán Laki en Islandia hizo erupción y provocó una crisis ambiental que causó hambrunas en Europa ya que se perdieron las cosechas. Algunos investigadores vinculan este desastre natural como uno de los factores que detonó la Revolución Francesa.
Para finalizar y volviendo al papel del gobierno mexicano, me parece que está haciendo lo correcto al defender al país de los profetas de las energías renovables que sólo buscan ganancias en medio de la crisis y aprovechar el consenso de que hay que hacer algo para enfrentar el colapso climático sin disminuir el consumo.
El petróleo, tan denostado por estos sectores, es la base para que podamos comunicarnos, tener medicinas e, incluso, producir cosechas a gran escala para alimentar a miles de millones de personas. El asunto va más allá de usar bicicleta y no llenar de gasolina un auto particular. Pero se abre una gran interrogante para el futuro próximo: ¿qué pasará cuando sea aún más perceptible el agotamiento de los recursos naturales o que los desastres climáticos aceleren la desigualdad que sufren los países, sobre todo los pertenecientes al Sur Global? En ese aspecto se necesita, primero, un discurso de izquierda que tenga al clima como uno de los focos principales. Es lamentable que este tema esté ausente en la narrativa de un sector de la izquierda que, parece, se ha quedado en los años del desarrollismo latinoamericano del siglo XX. La crisis climática sólo se puede enfrentar desde un cambio radical de paradigma. Hay que replantear, como muchos académicos ya lo están haciendo, el concepto de “desarrollo” y, desde ahí, hacer propuestas desde la militancia que debe, forzosamente, retomar lo que ya se hace en la sociedad civil. Sólo así se podrá influir en el gobierno, combatir las ideas caducas de los intelectuales de derecha –o liberales como les gusta llamarse– y comenzar a ver, sin distorsiones, sin falsas esperanzas, el mundo que tendremos en unos años.
* Narrador, ensayista, crítico literario y economista. Ha publicado, entre otros libros, Ajuste de cuentas (2016), Tolvaneras (2014), La herrumbre y las huellas (2013), La mujer de los macacos (2012), Vidas volátiles (2010) y Ella sigue dormida (2009). En 2015 ganó el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela por su libro El clan de los estetas. Y en 2016 ganó el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo por la novela Por una cabeza (Ficticia Editorial/UAN.)
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