México, Distrito Federal; domingo 20 de marzo de 2011. El verdadero y único fin legítimo de la existencia del Estado debe ser procurar el bienestar y la felicidad de quienes integran la nación. Así lo concibieron nuestros constituyentes en Apatzingán, hace dos siglos.
El Estado debe ser la síntesis de las aspiraciones del pueblo; el lugar que garantice que “sólo distingan a los mexicanos el vicio y la virtud”, como planteaba Morelos.
Que sea el Estado la expresión del acuerdo sobre el que se basen la seguridad colectiva y la resolución pacífica de los conflictos; el espacio común destinado a preservar condiciones propicias para la reproducción de la vida; el instrumento que garantice el fin de los privilegios y el inicio de la justicia verdadera.
En la perspectiva de un Nuevo proyecto de nación, las necesidades deben convertirse en derechos: el derecho a que sea protegida la dignidad de la vida, desde el nacimiento hasta su terminación; el derecho a la prevención y cuidado de la salud, con atención médica y medicamentos gratuitos, en un sistema único cuya calidad disminuya el agobio del sufrimiento; el derecho a residir en una vivienda segura y suficiente para las necesidades de cada hogar, con servicios de agua, drenaje, luz; el derecho a un transporte público seguro y eficaz, en calles y caminos por los que se transite sin zozobra; el derecho a tener un trabajo, con un salario remunerado y prestaciones laborales; el derecho a tener la información necesaria y suficiente para participar en las decisiones colectivas; el derecho a acceder, permanecer y egresar de servicios que cuenten con apoyos indispensables de infraestructura, materiales y útiles, becas, apoyo alimentario y, en donde se requiera, albergue, en todos los niveles educativos, y que la escuela sea en todas partes espacio ejemplar para la comunidad; en que los adultos que no hayan podido iniciar o concluir sus estudios reciban los apoyos que requieran, el estímulo y el reconocimiento de todos, para lograr ese objetivo; el derecho a desplegar iniciativas y creatividad en todos los ámbitos de nuestra vida, en que el conocimiento, el arte y la cultura nos hagan todos los días reafirmar nuestra humanidad; el derecho a la libertad de expresarnos y asociarnos, a que sean respetadas nuestras preferencias, nuestras creencias y nuestra identidad; el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos; a sostener relaciones familiares, de amistad, amorosas, de trabajo y en la vida pública, libres de violencia, tolerantes hacia las diferencias, sin discriminación; el derecho a ser incluidos en los beneficios de la vida colectiva, sin que pese sobre nosotros ninguna limitación por nuestra condición económica, social, étnica, de edad, estado de salud, ideología o inclinaciones personales; el derecho a ser protegidos especialmente, cuando suframos condiciones de vulnerabilidad, discapacidad, abandono o exclusión; el derecho de todas las personas mayores a gozar de una pensión, del respeto y aprecio de su familia, su comunidad, su país, por sus aportaciones y esfuerzo en la vida de todos; el derecho a vivir en un medio ambiente sano y a que se protejan y preserven nuestros recursos naturales y estratégicos; el derecho a vivir en paz, a que se respeten nuestras tierras y territorios, a que entre todos protejamos y enriquezcamos nuestro patrimonio histórico y cultural; el reconocimiento de la contribución y autonomía de los pueblos originarios; el derecho, en fin, a ejercer plenamente, también desde la memoria, nuestra soberanía.
Tan preciados derechos, sin embargo, no pueden ser garantizados sino por nosotros mismos. Lejos estamos de creer que representaciones políticas convertidas en franquicias para obtener cargos a toda costa, sin decoro ni principios; funcionarios inescrupulosos, voraces multimillonarios u organismos internacionales puedan tener la voluntad y el compromiso que se requieren para dejar definitivamente atrás las injusticias que hemos padecido tantos años.
Ellos, los responsables de que en nuestro país se dilapiden los recursos de todos; se entreguen al extranjero concesiones y franjas territoriales, se abandone a la mayoría a la miseria, y campeen la violencia impune y la arbitrariedad de quienes gozan de ilegales e ilegítimos privilegios; ellos tienen que ceder el espacio que ocupan para que se reconstruyan y regeneren nuestra vida pública y los principios y valores con los que se constituyó nuestra nación.
La política misma debe borrar para siempre su asociación con el interés privado y el enriquecimiento, para transformarse -como nos lo han enseñado hace cientos de años los pueblos originarios- en el ámbito primordial del trabajo en beneficio de los demás.
Mas eso, nuevamente, sólo tiene autoridad para establecerlo el pueblo mismo. Nadie puede enseñar lo que desconoce. Y en la lucha por la supervivencia, sólo el pueblo puede ser sujeto del conocimiento y las decisiones que se requieren para salir adelante. Es ése el significado profundo de la frase de Ricardo Flores Magón de que “sólo el pueblo puede salvar al pueblo”.
Nuestra única salvación posible será volver a tejer nuestras comunidades en todos y cada uno de los espacios en que las destruyó la enfermedad de la ambición que impusieron los poderosos. Tender nuestros esfuerzos en las direcciones que se requieran para que finquemos nuestra confianza en sólidas relaciones basadas en el respeto, el aprecio por los demás, la solidaridad verdadera.
Nuestro futuro puede transformarse en enseñanza luminosa para otros pueblos si convertimos nuestra diversidad, la riqueza de nuestras regiones, la fuerza de nuestra identidad en la base de un nuevo ejercicio soberano.
Queremos por ello un Estado que devuelva más de lo que recibe, que reconstruya su sentido profundo a partir de que escucha las voces de quienes exigimos el fin del autoritarismo, la opresión, la injusticia. La fuerza de ese Estado sólo puede provenir de su verdadero mandatario, el pueblo de México, que haga sentir su autoridad como realización de los sueños de los millones que han luchado por que nuestra patria se convierta en el territorio universal de la justicia, la verdad, la libertad.
Un territorio en que podamos caminar sin miedo, mirarnos a los ojos, volver a cantar, a sonreír; en que ninguno de los que aquí hayan nacido padezca hambre, frío, falta de medios de subsistencia, ignorancia, indiferencia, riesgos o inseguridad por la irresponsabilidad de los poderosos; en que nadie tenga que abandonar el país para garantizar el sustento de su familia; nadie sea perseguido o atropellado en sus derechos.
Aspiramos a una sociedad cuya felicidad primera y principal sea regir sobre las determinaciones que el Estado asuma en su beneficio. Una sociedad vigorosa y segura de que todo lo que se produzca, todo lo que se construya, todo lo que se distribuya, todo lo que se promueva desde el Estado sea única y exclusivamente en beneficio de la colectividad.
Queremos que vuelvan para todos el orgullo de lo que hemos formado y de lo que somos capaces, y la esperanza de que no cejaremos en el empeño de alcanzar para todos el bienestar y la felicidad. Esa es la razón por la que luchamos. Ese, el sentido profundo de nuestro Nuevo proyecto de nación.