Porque lo que hay detrás de estas masacres no es otra cosa que una estrategia de terrorismo de estado para mantener a la población en estado de shock (como bien lo dijo Naomi Klein hace tiempo) que permita la política del saqueo, el enriquecimiento por desposesión, para mantener rampante el enriquecimiento de ése uno por ciento de la población que festeja en privado lo que abomina en público. No es otra la razón de fondo del movimiento #YoSoy126, que a pesar de señalar los riesgos a los que están sujetos los miembros de la tropa, ponen el dedo en la llaga al mirar hacia arriba en la cadena de mando para señalar a los verdaderos responsables de las ejecuciones en Tlatlaya. No es ni será otra la razón de fondo de las enérgicas protestas de los estudiantes normalistas de Guerrero, aun cuando el ejecutivo federal les ofrezca la cabeza del gobernador Ángel Aguirre Rivero.
Si bien es cierto que el gobernador de Guerrero tiene gran parte de la responsabilidad en los hechos de Iguala, no por ello se puede pasar por alto que forma parte del grupo en el poder, así sea de un partido menor, que desde el Congreso ha promovido la violación sistemática de las leyes o su diseño a modo para mantener viva la guerra, arropando a los responsables con el manto sagrado de la legalidad y sometiéndose a los designios de Los Pinos para sistematizar el despojo. Por su parte, los altos mandos militares están conscientes del costo que están pagando las fuerzas armadas por su participación en la guerra, pero no han logrado deslindarse de la política de exterminio y son, hoy por hoy, actores centrales en ella. Y tanto el poder civil como el poder militar han tenido que compartir espacios y territorios con los narcotraficantes, estableciendo relaciones permanentes, si bien sujetas a las circunstancias siempre cambiantes. Es por eso que no pueden ahora lavarse las manos y escudarse en figuras menores, subordinadas a sus designios y estrategias.
En el desarrollo de la guerra civil que vivimos, la limpieza social ha sido una política de estado sistemática, implacable, que opera no sólo con los asesinatos y las matanzas sino también con la muerte lenta y cruel producto de la marginación, la pobreza y la desnutrición altamente rentable para Bimbo, Coca-Cola, Nabisco y un larguísimo etcétera. Ambas modalidades están alimentadas por el racismo y la discriminación, por la ambición de ganancias sin límite, por la convicción de que ése es el precio que hay que pagar para mantener viva la libertad burguesa. Los marginados enrolados en el narcotráfico -más por temor que por necesidad- y los estudiantes normalistas, pertenecen al mismo sector social prescindible, que los hace candidatos ideales para formar parte de los daños colaterales del guerra civil. Los dos son vistos como enemigos de la civilización y la democracia liberal: los primeros por su rencor y su revanchismo; los segundos por su rebeldía, por su tenacidad. Pero sobre todo por provenir de ese México oculto para los ojos del progreso, víctimas del saqueo por siglos, carne de cañón del desarrollo económico.
Las matanzas de Tlatlaya y de Ayotzinapa forman parte de la larga historia de la infamia y la traición en México. De las guerras contra los mayas o el exterminio del pueblo de Tomóchic en el siglo XIX por el ejército porfiriano, pasando por el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia o la guerra sucia de los setenta, y hasta las masacres en Acteal o Aguas Blancas la esencia es siempre la misma: la barbarie, el odio. Y los actores son siempre los mismos: por un lado la población indígena, obrera, campesina y estudiantil; por el otro los dueños del dinero y sus socios, los autodenominados salvadores de la patria. No hay vuelta de hoja, una y otra vez el mismo resultado, las mismas disculpas y los mismos discursos y por encima de todo, la misma impunidad.
En el colmo del cinismo, ya algunos se apresuran a etiquetar las matanzas de hoy, sobre todo la de Ayotzinapa, como el Acteal de Peña Nieto, implicando con ello que cada gobernante en turno tiene la obligación de dejar su marca asesina, por el bien del país claro, pero sin ocultar esa carga de fatalismo exculpatorio que tanto cultivan nuestros gobernantes para justificarse. Y es aquí en donde radica la verdadera impunidad, ésa que mantiene el plan de exterminio en marcha, pues mientras encarcelan a los autores materiales para ‘hacer justicia’, ellos, los verdaderos instigadores de las matanzas siguen impulsando la guerra.
Veremos en los siguientes días un alud de interpretaciones en la opinión pública que, en general, tratarán de convencer a la población de que la responsabilidad es de los soldados o los narcopolicías y no de los mandos superiores. Que todo se debe al clima de violencia que sufrimos, de la crueldad de la guerra, de las decisiones tomadas al calor de las circunstancias. Y al mismo tiempo, una y otra vez se amplificarán los actos exculpatorios y el rasgado de las vestiduras del presidente de la república y los altos mandos militares. Por ningún motivo será posible que se exploren las posibilidades para cortar de tajo con las matanzas y los daños colaterales, empezando por fincar responsabilidad a los verdaderos culpables y de paso buscar una salida a una guerra absurda que no le conviene más que a los poderosos. La celeridad y brutalidad de las matanzas en el estado de México y en Guerrero nos recuerdan que la máxima del poder es tan simple como antigua: ¡mátenlos en caliente¡