Grecia, el río contra la corriente

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Por Leónidas Martín*

Soy absoluto. Eso le dijo el capitalismo a Grecia una semana después de que el 61% de los griegos votase en contra de sus medidas de austeridad. Y acto seguido sacó un sucio papel del cajón, lo extendió sobre la mesa y con una sonrisa que dejaba entrever sus dientes de acero le presentó al Gobierno griego unas nuevas medidas mucho peores que las que acababan de rechazar en las urnas. Más recortes, más privatización, una subida mayor de impuestos y, como primicia mundial, la prohibición de convocar ningún otro referéndum más sin su consentimiento. “Eso os pasa por votar”, dijo el capitalismo sin perder la sonrisa, “y, ahora: venga, a firmar, que no tengo todo el día”. Y el Gobierno griego firmó, ya te digo si firmó.

En los últimos años, una imagen se ha instalado con arraigo en la imaginación de miles de personas a lo largo y ancho del sur de Europa. Es la imagen de un barco navegando a contracorriente las revueltas aguas del capitalismo. El barco es el Estado y sus tripulantes la ciudadanía al completo capitaneada por los nuevos partidos, los partidos de la gente. Con esta imagen en la cabeza, la nueva política consiste en tomar el barco, pegar un brusco giro de timón y comenzar a remontar el río en la dirección adecuada, enfrentándose a ese maldito torrente desbocado que nos arrastra a todos hacia una catástrofe más que segura.

La imagen me gusta, es evocadora y tiene fuerza, pero la realidad capitalista tiene más fuerza aún. De hecho, ver a Tsipras firmar la propuesta de la Troika fue como pasar un paño húmedo por el encerado donde estaba impresa esta imagen: el barco desapareció en lo más profundo del río. Un joven griego lo expresó así ante las cámaras de televisión internacionales: “Lo hemos intentado todo pero es imposible, no se puede ir contracorriente”. Escuchar a ese chico diciendo aquello de la manera tan desesperada con que lo dijo, me hizo pensar que tenía razón. Es verdad, no se puede ir contracorriente. Al menos, no como se muestra en esta imagen.

Sin embargo, si apartamos el barco del centro de la imagen, si deja de aparecer como protagonista del cuadro, la cosa cambia. Entonces, lo que nos queda es el río, un río de gente, y su corriente, porque río y corriente no pueden separarse. Un río sin corriente no es más que agua estancada, charco; una corriente sin río no es nada, no existe. La existencia de uno depende de la del otro y al revés. Si señalo esta obviedad es porque creo que en ella reside algo que quizá pueda ayudarnos a la hora de encarar el desafío político al que nos enfrentamos hoy. ¿O es que acaso no es esta fusión, esta interdependencia, la misma que se da entre nosotros y el capitalismo?

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Los principios del capitalismo son pocos y muy sencillos: competencia económica, crecimiento de los beneficios y acumulación de valor. A simple vista podría parecernos fácil, pues, deshacernos de ellos, sustituirlos por otros. Sin embargo, no es así. Y no lo es por una sencilla razón: cuatro décadas de neoliberalismo desbocado hicieron que integrásemos estos valores de tal modo que terminamos haciéndolos nuestros; una parte tan inseparable de nosotros que, a día de hoy, son ellos el auténtico motor de nuestras vidas. Cuanto más se mueven, más nos movemos nosotros, y cuanto más nos movemos nosotros, más y más se adentran ellos en nuestro interior. Así es como estos valores se hacen fuertes, desde dentro, como la corriente hace fuerte al río.

Por eso el capitalismo no mentía cuando el otro día le dijo a Grecia aquello de que era absoluto. Efectivamente lo es, y para comprobarlo no tienes más que abrir la ventana y escuchar con atención los sonidos que entran en tu habitación: coches, radios, un edifico en construcción, tiendas, cajeros automáticos, teléfonos móviles, oficinistas fumando cigarrillos y charlando a la entrada del trabajo… Estamos todos metidos en lo mismo. El río y las vidas de la gente coinciden de lleno entre sí, forman una misma y única cosa. Certificar este hecho suele traer consigo frustración, hacer que sientas lo mismo que aquél joven griego: que no se puede. Romper esta frustración, plantar cara a esa resignación con la que parecemos estar destinados a languidecer para siempre, pasa necesariamente por encontrar la manera de enfrentar el río a la corriente, a su propia corriente. O dicho de otro modo: dividir lo que parece indivisible.

En este sentido, pasar a un segundo plano la idea de un barco-Estado todopoderoso que, sin apenas tocar el río, es capaz de enfrentarse por nosotros a las bravas aguas del capitalismo, puede sernos de gran ayuda. De hecho, quizá sea esto lo único bueno que nos ha traído la derrota griega frente a los poderes económicos: comprobar que es imposible delegar ―ni en el Estado ni en ningún otro sitio― la salida del atolladero económico. No es el barco lo que debe ir contra la corriente, es el río mismo. Y nada ni nadie más que nosotros mismos puede cambiar su dirección. El Estado puede a veces servir de herramienta para tal fin en momentos concretos, ante circunstancias concretas, pero poco o nada podremos hacer mientras sigamos concibiendo el mundo como si no ocupásemos una posición activa en él, como si no fuera nuestra pertenencia lo que mantiene la sociedad. Tú, yo, todos nosotros somos agente, objeto y lugar donde acontece la acción, todo eso a la vez, y por mucho que el poder institucional trate de separarlo, no se puede.

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Si nuestros actos cotidianos son la corriente que mueve el mundo y nosotros el río, el desafío político de nuestros días consiste en enfrentarse imperativamente a su propia corriente hasta lograr que todo se mueva en otra dirección. Y para eso necesitamos un rompiente. Armar un rompiente en este curso ordenado hacia el desastre exige inventar formas de vida y hacerlas sostenibles. Formas de vida cotidianas que insistan una y otra vez hasta que logren transitar por un circuito distinto a ése en el que ahora se encuentran atrapadas nuestras vidas. Sostenerlas el tiempo suficiente hasta que la antigua corriente deje de tener sentido y pierda su razón de ser.

El shock que supone la derrota griega de la semana pasada, y la crisis que trae consigo, puede provocar dos reacciones distintas. Por un lado, el fortalecimiento de los instrumentos de dominación: más legitimación de las políticas económicas, más desposesión ciudadana, menos posibilidad de actuación… Por otro, el hecho de ratificar los límites de la política representativa puede convertirse en un llamamiento a ir dejándola poco a poco en un segundo plano, algo de lo que nos servimos cuando la ocasión lo requiere y poco más. La primera interpretación de esta derrota reafirma la imagen de un río que nos arrastra a todos sin remedio hacia la catástrofe. La segunda nos dice que el río somos nosotros (todos afluentes de todos); la corriente, nuestros actos; el desvío, nuestra manera de vivir.

Regeneración, 25 de julio del 2015. Fuente: http://leodecerca.net/