Por Pedro Miguel | Navegaciones
Durante demasiados años, el PRI, y en particular su subespecie del Grupo Atlacomulco, han utilizado al estado de México como plataforma para proyectar su poder al ámbito nacional y copar altos cargos que desde hace cinco años incluyen a la Presidencia y no pocos asientos del gabinete; han empeñado a los habitantes de la entidad mediante préstamos que no van destinados a beneficiarla sino a edificar fortunas personales o corporativas; han devastado los paisajes mexiquenses con la construcción de obras públicas y privadas cuyo propósito ha sido elevar el margen de utilidad de consorcios como OHL y Grupo Higa, a cambio de mordidas, moches, comisiones y residencias de lujo; han reprimido sin piedad ni legalidad a los movimientos sociales y populares que se alzan en defensa de sus derechos y de sus tierras; han dejado crecer la criminalidad, que hoy cobra derecho de piso, roba, secuestra y asesina a poblaciones inermes que no se atreven a llamar a las instancias policiales porque no está claro dónde terminan éstas y dónde empiezan los delincuentes; han hecho crecer la pobreza y la miseria para después comprar los sufragios de los miserables y de los pobres; han llenado la entidad con guaridas de lujo para que una clase media alta viva sus sueños de grandeza blindada por bardas y cámaras de seguridad; se han sentado a hacer negocios con sus compinches mientras se multiplican los feminicidios; se taparon unos a otros –de Montiel a Peña, de Peña a Eruviel– y convirtieron la justicia en un imposible, la democracia en una máscara y la decencia en una anomalía.
Pese a todo, el priato mexiquense se sentía seguro porque había logrado colocar en Los Pinos, en connivencia con las cúpulas empresariales y los poderes mediáticos, a uno de sus hijos pródigos. Peña habría de garantizar, desde la jefatura del Ejecutivo federal, la renovada hegemonía del grupo.
Sin embargo, desde su primer día, esta presidencia empezó a socavar las bases de su poder y en el lustro posterior a aquel nefasto primero de diciembre de 2012 barrió con la imagen y la popularidad de su titular y del PRI en general: de la tremenda agresión al país que fueron las reformas estructurales a la barbarie de Iguala; de la impresentable Casa Blanca a los enjuagues de OHL; de Atenco a Arantepacua, pasando por Nochixtlán; de los desfiguros verbales domésticos al trágico desmanejo diplomático que dejó al país a merced de los caprichos siempre peligrosos de Donald Trump; de la generación de jóvenes priístas
a los ex gobernadores prófugos; de la reforma fiscal al gasolinazo. Y de tantas a tantas otras cosas.
El repudio al PRI, a Peña y al Grupo Atlacomulco es nacional, pero también es mexiquense por motivos propios: ninguna otra población ha sido tan acarreada, tan rebajada, tan comprada y tan ignorada en su dignidad como los sectores marginados del estado de México, usados para llenar el Zócalo cuando la impopularidad presidencial lo deja vacío, y en ninguna otra entidad el grupo en el poder ha actuado con tanta y tan grosera impunidad.
Así pues, el PRI y sus aliados de jure o de facto (Verde, PAN, PRD, Encuentro Social, Panal…) se encaminan a una derrota sin precedentes y que, de concretarse, podría ser definitoria de una transformación política de alcance nacional. Ello depende de que una mayoría significativa de mexiquenses se atreva a ver en la boleta electoral el instrumento de expresión y liberación que siempre se les denegó y este 4 de junio la conviertan, simbólicamente hablando, en la estaca a clavar en el corazón de su opresor.
Pero si la parábola del personaje de Bram Stoker resulta muy truculenta, se puede recurrir a las décimas del Fandanguito de don Arcadio Hidalgo, que también apelan a la metáfora:
“… Y un ventarrón de protesta
soñé que se levantaba
y que por fin enterraba
a este animal que se apesta,
que grita como una bestia
en medio de su corral,
que nos hace tanto mal
y nos causa gran dolor,
nos chupa nuestro sudor
y hay que matarlo compá”.
Ojalá.
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