Las denuncias sobre el desvío, el robo y la contaminación de ríos, lagunas y lagos a manos de las principales empresas agrícolas, agroindustriales, industriales, mineras, petroleras, hidroeléctricas y de servicios que dominan el actual modelo de acumulación de capital de Guatemala han sido objetivas, contundentes e innegables.
Ante la imposibilidad de defensa, las empresas señaladas y otras que hacen del agua un negocio están dirigiendo su estrategia a la defensa de sus intereses. En específico, una de sus principales acciones está orientada a la aprobación de una ley de aguas que defina este recurso como un bien objeto de transacción, es decir, como una mercancía. De esta manera podrán continuar apropiándose de ella y contaminándola sin mayores costos financieros.
Si las empresas logran su propósito, una ley formulada y aprobada según sus intereses, se legalizará el otorgamiento de licencias y concesiones para el control, la propiedad, el uso, la distribución y la venta de agua de forma natural o modificada (contaminada con químicos, como sucede con las aguas minerales o gaseosas, por ejemplo).
Con la conformación, los intereses y la cultura política que predominan actualmente en el Congreso de la República, lo más probable es que logren sus propósitos, ya que pueden alcanzar el voto favorable de la mayoría de bancadas y de diputados. Lo previsible es que la propuesta del Colectivo Agua, Vida y Territorios, presentada por tres bancadas minoritarias como iniciativa 50-70, en la cual participaron representaciones sociales de distinta procedencia, simplemente sea desechada para su discusión.
Con una ley a su favor se abriría la posibilidad de que, por una cantidad de dinero —la menor posible—, los empresarios aseguren la rentabilidad de sus negocios al garantizarse el desvío y el uso privados y privativos de aguas de ríos y subterráneas, por ejemplo, así como a través de la venta del servicio de agua y de aguas procesadas a los precios que impongan.
Esto impediría acceder a este vital líquido a miles de comunidades rurales que dependen del agua procedente de ríos, lagunas y lagos. Implicaría la adquisición del vital líquido a precios exorbitantes, especialmente en regiones, municipios, comunidades y colonias cuyas poblaciones se han visto obligadas a comprarlo. Implicaría, además, validar las múltiples formas en las cuales se contaminan las distintas fuentes de agua, con los consabidos daños a los ecosistemas. Todo esto, ante un Estado y su institucionalidad gubernamental centralizada o descentralizada en los gobiernos municipales, que han privilegiado el interés del capital (eufemísticamente llamado empresarial) antes que garantizar el derecho humano al agua y su saneamiento, con su provisión sana, suficiente y permanente a todos los ciudadanos guatemaltecos.
Si se aprueba una ley a favor de los intereses empresariales y contra nuestro derecho humano al agua, se estaría violando la misma Constitución Política, que en sus artículos 127 y 128 establece que las aguas son bienes de dominio público (común), inalienables e imprescriptibles.
En este sentido, nuestras acciones deben dirigirse, en primer lugar, a lograr que las comunidades, los pueblos, las organizaciones, las instituciones y la ciudadanía en general asumamos el agua como un derecho humano inalienable, que no debe considerarse como mercancía bajo ninguna circunstancia o justificación. Por lo tanto, la aprobación de cualquier normativa y el control de la política pública en la materia no pueden supeditarse o quedar en manos de intereses privados, pues estos son antagónicos al interés común.
En esta misma dirección, también es necesario considerar, entre otros asuntos, que el agua es vital para la reproducción de los ciclos biológicos y las relaciones sistémicas entre especies animales y vegetales, soporte de la vida en general y de la vida del ser humano en particular.
Esta dirección de nuestras acciones inmediatas es fundamental y una garantía de que, de aprobarse una ley al respecto, se privilegien el derecho humano y el de la Madre Tierra al agua, al tiempo que se establezcan políticas para su descontaminación y se penalice su contaminación, su uso indebido y su robo a través de los diversos mecanismos y recursos por medio de los cuales esto ha venido ocurriendo. Y para finalizar, dichas acciones deben impedir cualquier forma de privatización y mercantilización del agua, aun cuando algunas de sus fuentes se encuentren en tierras privadas.
El dilema está claro: se instituye el agua como un derecho humano o como una mercancía.
Se trata, pues, de combatir la privatización, el robo y la contaminación del agua, especialmente la política pública ambiental, en tanto tolera, facilita y protege tales prácticas e intereses del capital. Se requiere, al mismo tiempo, combatir las posiciones medias tintas en la materia, y aún más la intención de aprobar una ley de aguas que permita la privatización y el uso mercantil del vital líquido. En síntesis, hay que evitar que se siga enajenando nuestro derecho humano al agua.