El horror y la violencia en México entra ya a las iglesias

El miedo se respira y silencia a Nejapa, Guerrero, sembrado de fosas clandestinas. En una, entre maizales y frijolares, la gente halló horrorizada el cadáver del cura del pueblo, un misionero ugandés enamorado de México.

ayotzinapa

Regeneración, 17 de noviembre de 2014.-El sol comienza a caer en esta comunidad de campesinos humildes y la misa de sábado en la tarde está por iniciar. Todo parece en calma, pero los lugareños están conmocionados. Acaban de enterarse de que el sacerdote John Ssenyondo estaba entre los 13 cuerpos encontrados el 29 de octubre en la sierra, en Ocotitlán.

«Era un sacerdote que valía oro. Nos arrebataron un ser valioso. Conquistó a todo el pueblo. Unos poquitos no lo querían porque señalaba sus errores. Por eso se lo levantaron llevaron y lo bajaron (mataron)», dice Lorenza Zeferino, de 70 años, en la puerta del templo de fachada amarilla, encendida por el atardecer.

La fosa fue descubierta a 200 km de Iguala, donde el 26 de septiembre desaparecieron 43 estudiantes tras un ataque de policías corruptos y de narcos. Aunque la de Ocotitlán no es una de las fosas halladas con 39 cuerpos en la búsqueda de los jóvenes, ha aumentado la conmoción y el temor en la población.

«Esto se salió del control. Estamos dolidos, consternados. Lo del padre y los estudiantes es sumamente grave», afirmó a AFP Víctor Aguilar, vicario de la diócesis de Chilpanchingo-Chilapa, a la que pertenece este pueblo de unos 3.000 habitantes.

«¡No me da miedo morir!» 

Nada está claro, como en miles de crímenes en México. Unos pobladores creen que Ssenyondo fue asesinado por negarse a bautizar a un niño cuyos padrinos, de un cartel local, no estaban casados; otros señalan a una autoridad de Nejapa que vinculan con narcotraficantes.

«Los que lo mataron son de Nejapa. No me da miedo morir por decir la verdad. Fueron sicarios pagados para hacer el mandado. Todo ha empeorado acá, ha habido varios muertos», asegura Lorenza, llevándose una mano al crucifijo que lleva en el pecho para acentuar su indignación.

Según testimonios de pobladores, Ssenyondo, de 55 años y quien llegó hace seis años a México, fue el 30 de abril a oficiar misa a un poblado cercano. Al terminar, lo interceptó un grupo armado que lo llevó sierra adentro.

La gente salió a buscarlo, pero la fosa se halló seis meses después. Fue identificado estos días por la placa dental que tenía su dentista, y se hacen pruebas genéticas para el reconocimiento total, explicó Aguilar.

Desde el púlpito, Sseyondo ponía el dedo en la llaga en un México que se desangra en la guerra del narco, con más de 80.000 muertos y 22.000 desaparecidos desde que inició en 2006.

«Su palabra dura, sin rodeos, hablaba de la violencia del país y del estado, del narcotráfico. Acá hay gente en la delincuencia organizada», comenta bajito Plácido Flores, mirando de reojo a todos lados pese a estar en la solemnidad del templo.

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Fieles y curas bajo fuego

Sseyondo había sido asaltado dos veces, los pobladores dicen que vivía amenazado. «A un padre lo mataron hace unos meses por no pagar un rescate. Más de 25 de la zona han tenido amenazas y unos tres pagaron extorsión. México es un país de mayoría católica, pero ya ni al sacerdote respetan», lamenta Aguilar.

«Hay persecución al atentar contra fieles y sacerdotes a sabiendas que lo son. Estamos en una situación muy difícil. En Chilapa hay dos grupo peleando la plaza «, explica el vicario episcopal de la zona donde está Nejapa.

La Conferencia del Episcopado Mexicano publicó el miércoles un comunicado: «¡Basta ya! No queremos más sangre. No queremos más muertes. No queremos más desaparecidos. No queremos más dolor ni más vergüenza».

En noviembre, dos sacerdotes fueron asesinados en Veracruz, uno más desapareció en Tamaulipas y otro debió ser protegido en Michoacán.

«¿Miedo? Sí. ¿Cómo no? Hay que asumir esta feligresía con mucha precaución y confianza en Dios. Estamos expuestos todos», admite a la AFP el padre Bertoldo Pantaleón, quien sustituye al ugandés, apurado por esquivar las preguntas, más que por dar la misa.

Un puñado de fieles entra a paso lento a la iglesia, adornada de flores y guirnaldas rosas por el cumpleaños de una joven del pueblo.

«¡Seguro lo que hablamos acá alguien lo va a decir por allá! ¿Qué vamos a hacer?», dice Lorenza a la AFP. Adentro, un coro entonaba ya el «Aleluya». Afuera, la tarde empezaba a morir.