El olor de la sangre cubrió la plaza de Tlatelolco: Jesús Martín del Campo

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Comenzaron los primeros tiros, nadie sabía de dónde. La gente corrió hacia el edificio Chihuahua, pero aparecieron unos soldados disparando. Todos retrocedimos en desorden. Desesperados, unos silbaban y gritaban a los militares. Todos se contradecían: «Corramos», «sentémonos», decían. Nadie sabía qué hacer. Quedamos atrapados por la ola humana y no pudimos salir de la plaza. La gente se movía según los tiros. Unos se arrodillaron, otros cayeron heridos. Eran momentos de terror y locura.Empezó a llover y todo se puso más feo. El olor de la sangre cubrió toda la plaza. Nos entró más miedo. Los balas zumbaban arriba de nuestras cabezas. Los soldados disparaban en todas direcciones. Nunca dejaron de disparar. «Por piedad, déjenme ir, vengo con mis hijos», gritó una mujer y la callaron. Era desgarrador: Testimonio de Jesús Martín del Campo

 

(Jesús Ramírez Cuevas)

Regeneración, 2 de octubre de 2015. Fuimos al mitin de Tlatelolco con entusiasmo y alegría como a todas las manifestaciones del movimiento. Había preocupación porque el gobierno decía que queríamos sabotear las Olimpiadas.

Sabíamos que los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga anunciarían una tregua durante los Juegos Olímpicos para evitar provocaciones.

Llegué solo al mitin y busqué a los activistas de la Prepa 7 y del comité de lucha del magisterio. Había mucha gente y me quedé en la plaza con varios amigos.

Cuando los oradores hablaban, llegó un helicóptero, le gritamos y silbamos.

A partir de ese momento todo sucedió a velocidad vertiginosa.

Vimos los tanques entrar a la plaza por el lado poniente. «¡Cámara, vamos a correr!», dijo uno.

Quisimos tranquilizar a la gente. El orador decía: «Calma compañeros, no caigan en la provocación».

Comenzaron los primeros tiros, nadie sabía de dónde. La gente corrió hacia el edificio Chihuahua, pero aparecieron unos soldados disparando. Todos retrocedimos en desorden. Desesperados, unos silbaban y gritaban a los militares. Todos se contradecían: «Corramos», «sentémonos», decían. Nadie sabía qué hacer.

Quedamos atrapados por la ola humana y no pudimos salir de la plaza. La gente se movía según los tiros. Unos se arrodillaron, otros cayeron heridos. Cerca de mí, un estudiante se desplomó. «Estoy herido», dijo. Su pantalón se llenó de sangre, quisimos ayudarlo. Gritábamos: «Un herido, hay un herido», pero nadie respondió.

Entonces aparecieron los soldados y se apostaron entre nosotros, al grito de: «Tírense cabrones», «abajo, hijos de la chingada».

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Los tiros venían de todas partes, de arriba, de frente, de atrás. De los soldados en la plaza, de los francotiradores en la iglesia y en los edificios, de los militares abajo del Chihuahua.

La gente caía según la dirección de los impactos. Vi caer heridos a muchos. Recuerdo a un señor robusto que se derrumbó. Se incorporó, «estoy herido», dijo y volvió a caer, quizá por una bala.

Pusimos las manos sobre la herida del compañero, le salía mucha sangre, pero se desmayó y ya no nos dejaron ayudarlo.

Tirados en el suelo, seis compañeros gritábamos: «¡Aquí hay un herido, atiéndanlo!». Los soldados nos insultaban y daban culatazos: «Ya cállese pinche comunistoide agitador».

Algunos gritaban histéricos. Intentamos levantarnos pero nos sometían a empellones.

Todo era lamentos. Nos desesperaban los gritos de dolor. El suelo se llenó de sangre. Era impresionante la combinación de todo.

Fue la experiencia más aterradora de mi vida. Jamás había escuchado el tableteo de ametralladoras, nunca había visto tanto soldado disparando.

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Al rato aparecieron unos hombres vestidos de civil armados, parecía que estaban contando a muertos y a heridos. Nos amenazaron si nos movíamos.
A la media hora hubo un silencio casi absoluto, luego volvió la metralla. Nos dimos cuenta de que era una matazón.

«Están matando a todo el mundo», gritamos. «Mira esa señora herida, se ve que es vecina», dijo otro señalando a una mujer de unos 50 años.

Quisimos escapar, era imposible.

Eran momentos de terror y de locura. Comenzamos a gritar: «Déjennos salir, van volar los edificios con los tanques». Los soldados dijeron: «Cállense, estamos aquí para agarrar a unos delincuentes». «Ustedes son los delincuentes», les gritamos. Eramos chavos y no teníamos sentido del peligro.

Empezó a llover y todo se puso más feo. El olor de la sangre cubrió toda la plaza. Esa vez fui consciente de que la sangre tiene olor. Estaba ensangrentado y la lluvia volvió más penetrante el hedor. «Huele a sangre», gritamos. Nos entró más miedo.

Los zumbidos pasaban arriba de nuestras cabezas. Los soldados disparaban en todas direcciones. Nunca dejaron de disparar.

Tras el silencio logramos distinguir el silbido de las balas. Un cuate decía «ay cabrón, oíste, ha de ser una bala de guerra. Hasta se oye que rebota».

«Por piedad, déjenme ir, vengo con mis hijos», gritó una mujer y la callaron. Era desgarrador.

Oscureció y seguíamos tendidos en medio de la plaza. Apareció un médico a quien los soldados llamaban «doctor Méndez». Revisaba a la gente y daba indicaciones: «este está muy grave, llévenselo al hospital». «Amárrale esto», decía a otros. Estaba revisando, quizá para contar los muertos.

A las dos horas nos dejaron incorporarnos. Fue cuando vimos que había mucha gente tirada. Empezaron a mover los cadáveres. «Queremos que atiendan a los heridos», gritamos.

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Nos dividieron en pequeños grupos. Al pie del Chihuahua nos pusieron hacia la pared con las manos en alto. Ordenaron quitarnos agujetas, cinturones y pantalones.

Desde ahí vimos como arrojaban los cuerpos como si fuera bultos. Eso nos encabronó otra vez. «Atiendan bien a los heridos», dijimos. «Voltéense hijos de la chingada», ordenaron. Seguimos viendo que los amontonaban unos sobre otros en camionetas y ambulancias. Creo que estaban muertos porque no se quejaban ni se movían.

Nos pusieron al lado de la iglesia. «Nos van a matar», decían algunos. Los más jóvenes no paraban de llorar.

Nos subieron a una julia muy apretados. Ibamos mudos, alucinados, aterrorizados de ver tanta sangre y tanto muerto.

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Nos llevaron a Lecumberri. A varios nos separaron y llevaron al Campo Militar Número Uno. Estaba manchado de sangre y me preguntaban si había disparado. Como ya tenían una lista de los dirigentes, me regresaron a Lecumberri.

Fue un operativo criminal en todo sentido. Si querían detener el mitin eso era fácil, pero ordenaron una operación de exterminio y le dispararon a gente desarmada.

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Foto del archivo fotográfico de Carlos Monsiváis

«¡A ver cabrones, ahora sí hagan su ‘V’ de la victoria!»

Un agente policiaco con sombrero y traje se ríe con gesto burlón de la desgracia de los estudiantes detenidos. La foto retrata el rostro soberbio de la autoridad frente a los jóvenes indefensos.

Refleja el desprecio y el cinismo de un poder que sólo aceptaba aplausos y castigaba la protesta convirtiéndola en conjura comunista. Después de asesinar estudiantes, el gobierno humilló a los sobrevivientes en la cárcel y los trató como delincuentes.

Algunos de los encarcelados aquella noche recuerdan que los agentes policiacos se burlaban de ellos y les gritaban frases como: «¡A ver cabrones, ahora sí hagan su ‘V’ de la victoria».

En el 68 el régimen no pudo soportar las risas inocentes de los jóvenes en las manifestaciones, y al vengar la afrenta a su principio de autoridad, se ríe de ellos porque les está cobrando el precio de su osadía. Para el gobierno de Díaz Ordaz no existía un movimiento de estudiantes con demandas legítimas, sino sólo «conjurados, terroristas, guerrilleros, agitadores, anarquistas, apátridas, mercenarios, traidores, extranjeros o fascinerosos».

En 1968, los poderes Legislativo y Judicial apoyaron y respaldaron la actuación del Ejecutivo. Legisladores y jueces compartieron la represión al movimiento estudiantil y fueron cómplices de las decisiones. En ese sentido, la matanza de Tlatelolco fue un crimen de Estado.

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