La enfermedad del cine mexicano | La Madre de los Bohemios

Desde la época de oro y las ficheras, hasta ‘Amores Perros’ y lo que tenemos ahora, es evidente el triste panorama del cine mexicano aspirando a ser Hollywood, pero de una manera tan burda que solo es consumido por un público poco exigente.

Es evidente el triste panorama del cine mexicano aspirando a ser Hollywood, pero de una manera tan burda que solo es consumido por un público poco exigente.

Por Miguel Martín Felipe

RegeneraciónMx, 08 de mayo de 2022.- El periodo de nuestra industria cultural conocido como la época de oro del cine mexicano abarca desde los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial hasta la consolidación de la era televisiva. De hecho, se sabe que Washington tenía un muy alto interés en el cine mexicano como herramienta propagandística y distractor a nivel Latinoamérica. El encumbramiento de estrellas como Cantinflas, Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Dolores del Río o Jorge Negrete y su consecuente proyección internacional como histriones y en algunos casos como cantantes, es fiel testimonio del star system que se había construido en la época. Grandes directores, pero también fotógrafos y músicos hicieron de esa época un hito histórico que jamás se pudo igualar, y que se extendió de 1936 hasta 1956.

Es evidente el triste panorama del cine mexicano aspirando a ser Hollywood, pero de una manera tan burda que solo es consumido por un público poco exigente.

Desde entonces, el cine mexicano ha atravesado por periodos variopintos; uno más decadente que el otro, pero siempre entregando joyas que resisten el paso del tiempo.

Durante el periodo posterior a la época de oro se atestiguó el desgaste de ciertos estándares de la industria, como la visión del México rural, o arquetipos como la madre abnegada y los pobres como buenos por naturaleza y luchadores incansables contra la adversidad.

Desde finales de los 60 se comenzó a explorar con más fuerza un género que a la postre se fue convirtiendo en prácticamente un sello del cine mexicano. Los nuevos estándares privilegiaban el drama más crudo e incluso servían para dejar registro a manera de denuncia, como fue el caso de la oscura trilogía de Felipe Cazals: Canoa, El apando y Las Poquianchis. Las tres películas salieron en un 1976 que constituyó el año más prolífico para el director fallecido en 2021.

Sin embargo, al régimen no le agradaba que la imagen de México se viera vulnerada ante el público extranjero, y ponía muchas trabas para la realización o exhibición de ciertas obras.

Durante el mandato de José López Portillo (de 1976 a 1982) éste le cedió la dirección del Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE) a su hermana Margarita. En ese periodo conocido como “el margarato”, se dio preponderancia al llamado ‘cine de ficheras’ también conocido como ‘sexy comedias’. Desnudos en plan de pseudo erotismo, albures y humor basado en lenguaje soez hicieron las delicias de un público mayoritariamente masculino, al tiempo que perdían relevancia directores como Arturo Ripstein, Alberto Isaac o el propio Cazals.

Entre finales de los 80 y principios de los 90 fue surgiendo tendencia hacia el drama con un enfoque más introspectivo y encuadrados en un ambiente urbano, a manera de una reflexión sobre el fracaso del sueño cosmopolita que a mediados del Siglo XX prometía la migración campo ciudad. Esto se ve reflejado en obras como: Ciudad de ciegos (Alberto Cortés, 1991), ¿Cómo ves? (Paul Leduc, 1986), Amor a la vuelta de la esquina (Alberto Cortés, 1987), Lola (María Novaro, 1989). Ese fue el preámbulo de la siguiente oleada, el llamado ‘Nuevo Cine Mexicano’ que trajo consigo obras con mayor producción y que consolidó a figuras como: Daniel Jiménez Cacho, Damián Alcázar, Bruno y Demián Bichir, Gabriela Roel, Roberto Sosa, Leticia Huijara, entre otros. Muchos grandes actores de épocas previas siguieron alternando con los nuevos talentos. Seguían presentes: Ernesto Gómez Cruz, María Rojo, José Alonso, Eduardo López Rojas, Blanca Guerra, Malena Doria, Patricia Reyes Spíndola y muchos más.

Para 1994 se reduce considerablemente el presupuesto que el Estado destinaba a las producciones cinematográficas con la entrada en vigor del Tratado del Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), por lo que la industria se ve considerablemente mermada y durante muchos años prácticamente se declaró desierta la producción, pues las cadenas importantes, en concreto Televisa, hacía bastantes años que había volcado sus esfuerzos, en lo que a cine se refiere, hacia el producciones de bajo presupuesto que directamente se estrenaba en formato casero; el llamado video home.

Con lo poco que otorgaba el gobierno y ya con participación importante de casas productoras nacionales e internacionales involucradas, comienzan a aparecer, a finales de los 90, producciones con propuestas innovadoras, como Amores Perros (Alejandro González Iñárritu, 2000), La ley de Herodes (Luis Estrada, 1999) o Todo el poder (Fernando Sariñana, 2000). Me detendré en esta última porque considero que establece un parteaguas. El cine que se empezó a hacer en México a partir de Todo el poder, si bien en primera instancia podría parecer de nicho, al retratar situaciones y personajes ajenos a la realidad del grueso de los mexicanos, su éxito es innegable, tal vez por precisamente apelar al aspiracionismo.

Es evidente el triste panorama del cine mexicano aspirando a ser Hollywood, pero de una manera tan burda que solo es consumido por un público poco exigente.

El cine mexicano actual pretende emular de una manera, a mi juicio, poco natural, las comedias románticas estadounidenses. Y no solo eso, sino que caen en la misma fórmula de las telenovelas (no es sorpresa si pensamos que Televisa es la principal empresa involucrada en el grueso de la producción actual) y retratan de manera idealizada la vida de los ricos y sus problemas. Curadoras de arte que no pueden abrir su propia galería, una estudiante de teatro, hija de una fotógrafa y un escritor, que de repente tiene un affaire con un bon vivant trotamundos que regresa a México —en medio de experiencias psicotrópicas y noches de juerga en muy exclusivos antros— para buscar respuestas sobre su padre fallecido. Si la trama de la original Sexo pudor y lágrimas era rebuscada, su secuela es todo un galimatías whitexican, permítaseme el término.

Como lingüista, me resulta curioso incluso el registro utilizado en el guion de esta última producción citada, evidencia una distancia social muy marcada con el público mexicano, pues en cierta escena, el personaje que interpreta Susana Zavaleta utiliza la expresión: «¿Qué se suponía que hiciera?», un calco de su equivalente en inglés: «What was I supposed to do?»; que se pudo haber resuelto con un simple: «¿Y qué iba yo a hacer?». Esta es una tendencia muy en boga dentro de estratos altos de la sociedad, el adoptar estructuras sintácticas del inglés y tratar de hacerlas funcionales en traducción literal al español.

El cine mexicano ha tenido etapas e intentos por retratar, ya sea en clave de humor o drama la naturaleza del mexicano. Me parece que los intentos más atinados han quedado ya muy atrás: Mecánica Nacional (Luis Alcoriza, 1974), Principio y fin (Arturo Ripstein, 1993) o Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), por mencionar algunas. Lo que tenemos ahora es el triste panorama de un cine que aspira a ser Hollywood de una manera tan burda que solo es consumido por un público poco exigente, y que pobremente en el fondo aspira también a ser tan hollywoodense como las imposturas y artificios que se muestran en el cine whitexican, que domina la escena actual y que cumple con la innoble cuota de exhibición y distribución del 20% para producciones nacionales que sigue vigente desde el TLCAN.

Me despido. Esta vez sin mi característico dejo de esperanza, y solo en aras del rigor, les recomiendo nunca ver Cindy la regia (Catalina Aguilar Mastretta, 2020), Tod@s caen (Ariel Winograd, 2019) ni Mirreyes contra Godínez (Salvador Cartas, 2019).

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