La ciencia no sólo existe para contribuir al mundo, sino también para dar continuidad a intereses comerciales apoyados por los gobiernos como el uso de transgénicos.
Por Víctor Manuel Toledo | La Jornada
Regeneración, 24 de abril de 2018.- Quizás no haya acto del ser humano más controvertido que el deseo irrefrenable de crear artefactos y artificios a su imagen y semejanza; un afán por imitar y desafiar a los dioses todopoderosos que, paradójicamente, él mismo ha creado. Ya no se trata de dominar solamente a la naturaleza, sino de “dominar al otro”. De aquí nace la robótica, que se define como la “rama de las ingenierías mecatrónica, eléctrica, electrónica, mecánica y biomédica y de la computación, que se ocupa del diseño, construcción, operación y manufactura de los robots”. Curiosamente, los términos de robot y de robótica no surgieron de los campos científico tecnológicos, sino que fueron creados por el dramaturgo checo Karel Capek en su obra Robots Universales Rossum (1920) y por el padre de la ciencia ficción Isaac Asimov. La palabra robot significa en checo trabajo servil o trabajo forzado, es decir, esclavo. La fascinación por la robótica alcanza hoy niveles impensables, y surge de los resortes internos ligados al poderío, la vanagloria y la soberbia humanas. Es de alguna forma la expresión suprema de la tecnocracia.
Creo que además de esta robótica formal, visible y aparente, existe otra que es invisible, silenciosa e igualmente todopoderosa. Es la surgida de los mecanismos ideológicos comandados por las fuerzas poderosas del capital corporativo. Esta robótica invisible es la que ha logrado poner a los gigantescos ejércitos de científicos, ingenieros y expertos de todo tipo al servicio del capital. Esto se ha vuelto normal en las industrias que producen fármacos y medicamentos, automotores, alimentos, sustancias químicas, plásticos, petroquímicos, energía, diseños biotecnológicos y nanotecnológicos, y un largo etcétera. El talento humano puesto al servicio de la elaboración de mercancías, incluyendo todo tipo de armas.
Es muy probable que hoy día la ciencia corporativa o privada financiada por las grandes compañías sea ya mayoritaria respecto de la ciencia pública que realizan las universidades y agencias de los gobiernos. La idealizada imagen del científico como un ser objetivo, racional y bien intencionado que trabaja por el bien de la humanidad se ha convertido en un mito. La ciencia corporativa pone delante del interés social la ganancia, y desarrolla investigaciones secretas, no arbitradas y orientadas por los intereses de quienes la patrocinan. Se trata de un conocimiento protegido por patentes. ¿Cuantos científicos trabajan en este tipo de ciencia? Esta pregunta no tiene respuesta, pero desde que a inicios del siglo XX las mayores compañías como General Electric, IBM, ATT y otras fundaron sus propios laboratorios, los centros de investigación corporativa se han expandido por todo el mundo. Para que el lector se dé una idea, tan sólo Monsanto, que en 2015 tuvo ventas por 29 mil millones de dólares, con una planta de 22 mil científicos e ingenieros, dedicó unos 10 millones a la investigación en México. Como referencia, el Sistema Nacional de Investigadores registra 28 mil científicos para el caso de México.
Contrariamente a la idea que se tiene del científico, como un ser esencialmente inquisitivo, preparado para el debate y la argumentación lógica y pleno de imaginación, los investigadores de la ciencia corporativa, que son “formateados” por el propio sistema, presentan otros rasgos. Se trata de investigadores especializados, conocedores exclusivos y profundos de un mínimo fragmento de la realidad, pero notablemente ignorantes de las otras dimensiones y escalas, más allá del fenómeno que analizan. Son auténticos practicantes de una “ciencia reduccionista” que desconoce la complejidad del mundo y, por tanto, generadores de un conocimiento descontextualizado. Bajo los influjos de una supuesta “contribución a la humanidad” o, lo que es más común, de la expectativa de realizar un suculento negocio con su producto mercancía, el investigador corporativo termina si ello es posible como socio o accionista de la compañía patrocinadora. Su visión de la práctica científica carece, por tanto, de principios éticos y de significado social, y justifica su acción mediante el supuesto de que toda innovación o descubrimiento es por sí mismo moralmente bueno y deseable (véase un ejemplo en el artículo de Javier Flores sobre los transgénicos). Se trata de una idea que oculta una obsesión por más y más conocimiento científico como fuente de control y poder. La amenaza que hoy existe de una ciencia corporativa (la llamada tecnociencia excelentemente analizada por P. González Casanova en su libro Las nuevas ciencias y las humanidades, Clacso) sobre países con un incipiente aparato científico-tecnológico como México es más que evidente y debería ser analizada y reflexionada.
Todo lo anterior surgió, mientras el autor preparaba su ponencia para el encuentro “Los transgénicos a debate”, realizado recientemente en la Facultad de Ciencias de la UNAM y en el cual 20 reconocidos colegas, tanto en favor como en contra, discutimos durante tres días el polémico caso de los alimentos transgénicos, con especial énfasis en el maíz. La discusión que fue atendida por varios cientos de manera directa y varios miles por Internet, resultó muy provechosa y debería ser reproducida para otros temas igualmente debatibles, como los medicamentos, los autos, el uso del agua y la energía.
El acto fue enormemente aleccionador, porque hizo evidente que cuando un tema polémico de la ciencia es discutido a la luz de la argumentación, dura y pura, de la evidencia científica, es posible arribar a conclusiones diáfanas. En México, no obstante que el uso potencial de los cultivos transgénicos (y sus nuevos perfeccionamientos) ha sido apoyado por todo el aparato institucional de la academia y del gobierno neoliberal (Academia Mexicana de Ciencias, el Colegio Nacional, la UNAM, el IPN, la Semarnat, la Sagarpa, la Cibiogem), quedó evidenciado que esta biotecnología es inapropiada, riesgosa, obsoleta y moralmente insostenible, según fue demostrado por genetistas, agrónomos, epistemólogos, ecólogos y filósofos y que contrariamente a lo que postula el libro recientemente editado por quienes la defienden (http://xurl.es/u8sfx) se trata de una innovación peligrosa en términos no sólo de la salud humana y del balance ambiental, local, regional y global, sino que atenta contra los principios esenciales de la vida humana y no humana. Se trata, ni más ni menos, que de un ejemplo notable de la robotización de la ciencia y los científicos.