Introducción de Tom Engelhardt
Pasé la noche de las elecciones de 1972 con fiebre –tenía 39,5 º–; literalmente, estaba delirando. En cierto sentido, el delirio se mantuvo desde entonces. Hoy, cuando un defensor de la supremacía blanca acaba de ser convertido en el asesor más cercano en la Casa Blanca del próximo presidente, y el presidente electo ha llamado al teórico de la conspiración Alex Jones, de Infowars, para agradecerle –a él y a sus seguidores–su participación en el triunfo electoral, tenemos una razonable confirmación de que ciertamente estamos viviendo en un Estados Unidos sumido en el delirio.
Los incidentes relacionados con el odio se multiplican. Es bastante fácil imaginar a los hermanos Bundy campando a sus anchas en el Oeste. Un negacionista del cambio climático dirigirá la transición de la política medioambiental de Trump. Él mismo llegará a Washington con una lista de enemigos que ya se está elaborando (a su lado, Dick Nixon se queda pequeño). Los medios hegemónicos se han atado de manos ellos mismos con una catarata de disculpas por haberse creído los sondeos que daban por buena la “victoria” de Hillary y no haberse molestado en hablar lo suficiente a los votantes de la clase trabajadora blanca que apoyaron a Trump (los mismos que fueron ignorados por Clinton en favor de los millonarios y multimillonarios blancos). Y el nuevo presidente está siendo normalizado por el saliente –que antes lo había vilipendiado en nombre de la democracia– mientras los expertos y periodistas de la corriente dominante buscan desesperadamente alguna señal de que Donald Trump será un presidente de Estados Unidos pragmático y reconocible una vez que asuma las responsabilidades del poder.
Gracias a los años de Obama (por no hablar de los de Bush), nuestro nuevo y “pragmático” presidente entrará en el Despacho Oval completa y debidamente ‘perterchado’. A la hora de actuar, dispondrá de amplios –y en continua expansión– poderes para matar, destruir y coaccionar; podrá así realizar asesinatos selectivos con drones, vigilar todo el planeta, lanzar operaciones de secuestro en cualquier lugar del mundo, perseguir a quienes filtren información reservada y a denunciantes y torturar a sospechosos de posibles acciones terroristas, entre muchas otras cosas. Tendrá a su entera disposición un ejército privado de 70.000 militares de elite –las fuerzas de Operaciones Especiales– desplegados ya en todo el planeta y una fuerza aérea privada de operadores de drones de la CIA en una serie de bases alrededor –o incluso dentro– del Gran Oriente Medio. Dicho de otro modo. Donald J. Trump no está a punto de ser el presidente de Filipinas: será quien esté al mando de la más poderosa, potencialmente destructiva y descaradamente injerencista fuerza militar del planeta Tierra. Es notable la falta de restricciones en muchos de los poderes que recibirá. De hecho, esta circunstancia es cualquier cosa menos normal.
Mientras tanto, los demás hemos acabado en la ‘Casa del terror’ de este parque de atracciones. Los espejos que cubren las paredes son muy extraños. Resulta de verdad difícil describir el mundo que estamos viendo. Los temores crecen.
Sin embargo, sea lo que sea lo que Donald Trump acabe haciendo, él es apenas un síntoma. Su locamente estrafalario periodo pre-presidencial tiene precedentes en un una nefasta historia, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. En la medida que Donald Trump conduzca a un Partido Republicano (y al pueblo estadounidense) cada vez más extremo hacia un futuro que se oscurece, probablemente sea necesario agregar que –si existe algo llamado psiquiatras nacionales–, como país, en este momento podríamos recibir el diagnóstico de cierto tipo de trastorno de personalidad.
Hoy, Rebecca Gordon, colaboradora habitual de TomDispatch nos invita a un paseo por nuestro trastornado y alborotado mundo (antes, incluso, de que empiece el periodo presidencial de Trump), ofreciéndonos mientras la acompañamos –algo bastante sorprendente– una pequeña esperanza.
* * *
Terrores nocturnos y esperanzas diurnas
La noche de la víspera de las elecciones esta vieja pacifista soñó que le disparaba a un blanco de gran tamaño cargado de varias armas de fuego. El hombre estaba dando vueltas en una habitación llena de gente empuñando una pistola y amenazando con disparar. Alguien ponía una pistola en mi mano y me decía: “¡Dispárale ahora, que lo tienes de espalda!”. Yo disparaba; la sangre manaba de un agujero en la espalda del hombre. Él caía. Me desperté anonadada.
Y el resultado de las elecciones no había cambiado.
Miedos nocturnos
Hubo más malas noches, pobladas de sueños en los que aparecía gente que me conoce bien que me acusaba de cosas terribles que yo no había hecho o de no haber protegido a personas de las que yo era responsable.
Y hubo noches en las que mi pareja y yo nos abrazábamos en la oscuridad y nos susurrábamos nuestros peores temores. Algunos de ellos son personales y egoístas: ¿bajo el nuevo régimen, sería todavía posible conseguir los medicamentos que me mantienen en funcionamiento? ¿Tendré que trabajar hasta que me muera para seguir gozando de los cuidados sanitarios? Dado que el año que viene cumpliré 65 años, ¿no alcanzaré a entrar en el Medicare en 2017 y entraré en el plan que tiene Paul Ryan de convertir ese programa en un sistema de vales?
Algunos miedos son de alcance nacional: ¿como podemos nosotras y las organizaciones con las que estamos relacionadas continuar protegiendo a los vulnerables en unos tiempos en los que un supremacista blanco es el jefe de los estrategas del presidente?
Otros miedos son de ámbito mundial: ¿cómo podemos hacer para que baje el nivel del mar, que ya está inundando países insulares del planeta en el que Donald Trump promete desertar de la lucha contra el cambio climático y desentenderse del histórico acuerdo de París?
Y después, una vez más, hay un regreso a lo personal: ¿hasta qué punto somos vulnerables nosotras, dos lesbianas blancas de clase media en sus sesenta, durante la presidencia de Trump? En los ochenta y noventa del pasado siglo, nosotras acostumbrábamos preguntarnos por qué las dos cosas que nuestros “líderes homosexuales” pensaban que nosotras deseábamos más en el mundo era alistarnos en el Ejército y casarnos. Ahora, la pregunta no es qué podremos hacer sino qué es lo que nos veremos impedidas de hacer.
Hay que reconocer que a nosotras ya no nos hará falta reclamar el derecho al aborto que un Tribunal Supremo influido por Trump probablemente devolverá a los estados, fundamentalmente derogando la sentencia Roe contra Wade. Pero lo necesité en 1975, y gracias a dios pude contar con él. Por otra parte, un tribunal como éste perfectamente podría decidir la reconsideración de su veredicto Lawrence contra Texas, de 2003, que abolió las leyes contra la sodomía. Ahora resulta fácil olvidar que en tiempos tan recientes como 1896, en el caso Bowers contra Hardwick, el tribunal opinó que “el derecho natural a la sodomía homosexual” no existe.
Pero lo que más nos aterroriza es que en los próximos años podríamos ser testigos del derrumbe final del imperio de la ley en este país. He dedicado los últimos 15 años a escribir sobre la tortura y otros crímenes cometidos en la “guerra global contra el terror”. Primero fue la administración Bush, que nos implicó en dos guerras ilegales –la de Afganistán y la de Irak–, junto con las “técnicas mejoradas de interrogación” y la prisión extralegal y permanente de Guantánamo. Le siguió la administración Obama con su campaña de asesinatos extrajudiciales mediante el empleo de drones y sus guerras –que aunque no declaradas son absolutamente reales– en Libia, Siria y Yemen. Mientras tanto, retorció, deformó y finalmente violó todas las leyes nacionales e internacionales imaginables.
Sin embargo, las dos administraciones precedentes –al menos de palabra– respetaban el derecho. Con Donald Trump, tenemos un presidente electo que ha dicho que sencillamente ignorará la ley si ella se interpone en su camino. En marzo, en un debate por las nominaciones, Trump insistió en que las fuerzas armadas acatarían cualquier orden que él les diera, ya fuera torturar a prisioneros o “eliminar” a familiares de sospechosos de terrorismo. Cuando el moderador del debate, Bret Bair, le hizo notar que los soldados tienen prohibido obedecer órdenes ilegales, Trump respondió: “No se negarán. No rechazarán mis órdenes. Créame; yo soy un jefe. Siempre he sido un jefe. Nunca he tenido problemas dando órdenes a la gente. Si yo digo que se haga algo, ellos lo van a hacer”. Aparentemente, él recibió algún asesoramiento sobre el hecho de decir semejantes barbarides en público; al día siguiente, se le vio volviendo sobre sus pasos y reconociendo que “Estados Unidos está constreñido por leyes y tratados; yo no ordenaré a nuestros soldados u otros agentes que violen esas leyes”. Pero lo que está bien claro es lo que él piensa realmente sobre el poder vinculante de la ley.
Con una presidencia en manos de Trump hay mucho de qué preocuparse. ¿Por qué me importa tanto el desdén por el imperio de la ley? Parte de la respuesta a esta pregunta está en que mediante las leyes nosotros, los seres humanos, reconocemos y a la vez damos seguridad a nuestra necesidad de vivir en comunidad. En el siglo XIII, santo Tomás de Aquino definió la ley como “una ordenanza de la razón para el bien común, realizada y promulgada por [quienquiera que sea] quien está al cuidado de la comunidad”. Todavía hoy sigue siendo una definición muy decente: una razonable ordenanza formulada para el bien común –en lugar de serlo para un grupo determinado– por aquellos que tienen la responsabilidad de asegurar ese bien, y hecho público para que todo el mundo sepa qué es y cómo funciona la ley. Nada de leyes secretas. Nada de tribunales secretos. De Aquino, siendo como era un prematuro demócrata medieval, permitía la posibilidad de que quien “está al cuidado de la comunidad” pueda, de hecho, ser un cuerpo de representantes elegidos popularmente o incluso la comunidad en su conjunto.
La ley no es algo excitante. No es una propaganda atractiva pero engañosa de internet. Sin embargo, puede ser un muro protector interpuesto entre un grupo de gente a quien se le ha asignado el carácter de subhumano y quienes odian a esa gente (aunque no sea, por supuesto, la idea de muro que tiene Trump). Sin embargo, esto solo es cierto si la ley es respetada. La ley internacional puede también ser la barrera, el muro, que protege al mundo de un país que en los últimos 15 años se ha comportado como un iracundo gigante de dos años de edad, pisoteando a todo el mundo, amenazando con sus misiles y aplastando todo con sus enormes pies. O podría haber sido, si Obama no hubiera comenzado su presidencia prometiendo que, en relación con los crímenes de la administración Bush, él (por lo tanto, todos nosotros) miraría hacia el futuro en lugar de mirar el pasado.
Esa falta de respeto por la ley dejó en claro que en el Estados Unidos del siglo XXI, algunas personas están eximidas del cumplimiento de la ley. Obama continuó diciendo: “Parte de mi trabajo es asegurar que, por ejemplo, la CIA tenga trabajando a la gente de mayor talento para mantener la seguridad de los estadounidenses. Yo no quiero que esas personas sientan de repente que nos hemos pasado vigilándolas todo el tiempo”.
Yo pienso que las personas que tienen poderes extraordinarios deberían pasar buena parte de su tiempo sintiendo que están siendo vigiladas. Más aún, deberíamos ser capaces de vigilarlas.
Finalmente parece que el Tribunal Penal Internacional (TPI) ha estado vigilando a la CIA. En su informe anual publicado a principios de este mes, la fiscal general señaló que es probable que inicie una investigación a fondo de los “crímenes de guerra, como la tortura y otros maltratos relacionados, cometidos por unidades militares de Estados Unidos en Afganistán e instalaciones secretas de detención operadas por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés)”.
El informe observa que: “Estos supuestos crímenes no fueron maltratos de [consumados por] agentes aislados. Antes bien, su realización parece formar parte de un programa aprobado de técnicas de interrogación para obtener ‘información utilizable’ en poder de los detenidos”.
Esta es la primera medida adoptada por el TPI para investigar los crímenes de guerra de Estados Unidos para, de este modo, obligar a que este país respete las normas legales internacionales. En el caso que nos ocupa, la jurisdicción del Tribunal es una nebulosa, ya que Estados Unidos no ha ratificado el tratado que lo ha creado; por lo tanto, no forma parte de él.
Sueños diurnos
Yo enseño ética a estudiantes universitarios. En la mañana del miércoles después de las elecciones arrojé a la papelera el programa que había preparado para el día (una clase sobre la institucionalización estatal de la tortura). En lugar de eso, nos dedicamos a conversar sobre las elecciones. Miramos algunos vídeos; el material en vivo del discurso de Hillary Clinton admitiendo su derrota, el discurso triunfal de Trump y la espontánea reacción del comentarista de CNN Van Jones ante el resultado (“Es un latigazo de los blancos”). Después, invité a que los estudiantes se explayaran acerca de cómo se sentían ante la sorprendente victoria de Trump.
Una joven blanca empezó diciendo que estaba muy enfadada con “los blancos sin educación” que habían votado a Trump. Les pregunté a los estudiantes qué porcentaje de estadounidenses pensaban ellos que se habían graduado en una universidad (la respuesta es: alrededor de un tercio). “Eso significa”, les dije, “que las dos terceras partes de la población de este país no tiene posibilidad de ir a una universidad. Si no están formados de ninguna manera es porque lo hayan elegido.” Continué diciendo que lo verdaderamente penoso era ver que unos ingresos reducidos y la pérdida del empleo fueran lo que definiera el lugar y el valor de las personas en una sociedad que todo lo mide en dólares. Y sugerí que aunque nos horrorice la opción política de apoyar a un candidato que dice abiertamente que es racista y misógino y que desprecia a los musulmanes, a los minusválidos y el imperio de la ley, nosotros todavía podemos respetar esa opción y la humanidad de quienes la eligen.
Una mujer estadounidense de ascendencia asiática empezó a llorar suavemente mientras describía su terror, no solo por ella misma, sino por algunos amigos afroestadounidenses e hispanos que son aún más vulnerables que ella.
Soy capaz de entender el temor de la mujer. Entre el día posterior a las elecciones y el lunes 14 de noviembre, el Centro Legal por la pobreza en el Sur (SPLC, por sus siglas en inglés) tomó nota de 437 incidentes de odio racial; en muchos de ellos, el Centro pudo comprobar que había habido “referencias directas a la campaña de Trump y sus consignas”.
He estado recordando las veces que alguien se han dirigido a mí diciéndome –con desprecio– “señor” o que fui perseguida por la calle por gente que se había dado cuenta de que soy lesbiana. Donald Trump se ha pasado el último año diciendo que su odio es algo bueno, tan bueno como sentirse libre de expresar ese odio empleando la violencia física. No debe extrañar que algunas nos sintamos un poco asustadas.
Unos días después, en otra clase, una estudiante estadounidense descendiente de un pueblo originario de América nos contó dos historias. La primera era sobre una afroamericana amiga de ella en la Universidad de California, Berkeley. Ella andaba por el campus después de haber estado en una manifestación anti-Trump tras las elecciones, cuando se encontró rodeada por un grupo de jóvenes blancos, quienes empezaron a insultarla. Y después, hicieron eso de lo que Trump se jacta y su fama le permite hacer: le manosearon los genitales. Ella huyó; ellos, afortunadamente, ya se habían “divertido” bastante y no fueron tras la joven.
La segunda historia estaba relacionada con ella misma: “Yo estaba viajando en la BART [nuestra línea de metro] para visitar a mi abuela el fin de semana”, empezó. “En eso, vi a un grupo de jóvenes blancos alrededor de una chica de unos 18 años que llevaba hijab. Los jóvenes se burlaban de ella y le faltaban el respeto de palabra. Entonces, me acerqué y me senté junto a ella y le dije que les no hiciera caso. Cuando llegábamos a su estación, ella tuvo miedo de bajar y que la siguieran. A mí todavía me faltaban cinco estaciones para bajar, pero no podía dejar sola a la chica; entonces, bajé con ella. Lo mismo hicieron los muchachos. Nos siguieron fuera de la estación y se detuvieron cerca de nosotras gritándonos cosas mientras la chica esperaba que llegara el bus. Los jóvenes comenzaron a acercarse, y el bus todavía no había llegado; entonces, paré un taxi y fuimos juntas hasta su casa”.
La bravura de mi estudiante fue para mí una lección de humildad.
De ninguna manera una nueva normalidad
La facultad a tiempo completo de mi universidad ha estado funcionando durante meses sin contrato. Tuvimos un cambio de administración, y la nueva gestión está tratando por todos los medios de impedir un muy modesto aumento de salario. Para apoyar su reclamo, mis colegas se vistieron con una prenda con grandes botones rojos formando un círculo cruzado por las palabras “nueva normalidad” subrayadas con un trazo rojo. En solidaridad con mis compañeros, yo también me puse la prenda. Desde la elección de Trump, también llevó la prenda fuera del campus. Parece una consigna particularmente apropiada en estos días para quienes no queremos que la nueva normalidad signifique volver a una normalidad pasada. Con ella puesta, me siento más valiente y un poco más esperanzada.
Ahora necesitamos esperanza, de modo que podamos enfrentar a un mundo en el que la desesperanza, la desesperación y las lágrimas de mis estudiantes podrían también llegar a ser la nueva normalidad. Tener esperanza no significa fingir que el peligro no es muy real y presente. Si el gusto de quien lee estas líneas concuerda con la buena retórica de izquierda, hay una sugerencia del marxista italiano Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel en la que podemos combinar el pesimismo del intelecto con el optimismo de la voluntad. En una nota sobre “El indiferente”, Gramsci escribió: “Vivir de verdad significa ser un ciudadano y participar”.
Este es un parecer no muy deferente del que mis estudiantes leyeron en Ética a Nicómaco, de Aristóteles. Los seres humanos, decía él, son animales políticos; vivimos mejor cuando vivimos como ciudadanos. Aristóteles creía también que nuestras mejores cualidades son hábitos que adquirimos practicándolos. “Nos volvemos justos”, decía, realizando actos de justicia.” Por lo tanto, es posible pensar en la esperanza como un hábito que construimos en nuestro interior mediante la realización de cosas esperanzadoras. Pensemos en cada uno de nosotros como formando parte de la esperanza, un muro de piedra construido con cantos desparejos, que no necesariamente parezcan combinar unos con otros. La esperanza es el muro que podemos construir, piedra a piedra, para vallar la futura autocracia trumpiana.
He aquí algunas de las piedras de mi personal muro de esperanza:
Es 1984. Estoy en Nicaragua, viajando apretujadamente con otras 15 personas en la caja trasera de una pequeña furgoneta dando tumbos en una zona peligrosa. Estamos en el momento más caliente de la guerra que la administración Reagan –financiada ilegalmente– ha entablado contra el izquierdista gobierno sandinista, que asumió el poder después de la expulsión del dictador Anastasio Somoza, respaldado por Estados Unidos. La carretera por la que estamos transitando atraviesa el territorio controlado por los rebeldes de la Contra respaldados por la CIA. Nuestro destino es una ciudad llamada San Juan del Bocay. Después de una curva, el paisaje es más llano y se ve un caserón en un campo. Alguien que claramente ha aprendido a leer y escribir después de la revolución sandinista de 1979 pintó un eslogan en una pared de la casa con cuidadas letras mayúsculas: “ Nosotro vencimo Somo libre Nunca volveremo a cer esclavo ”.*
La ortografía era terrible, no había puntuación y, dado que los nicaragüenses no pronuncian la “s” final de las palabras, quien escribió eso ni siquiera se dio cuenta de su falta. Pero eso no importa. Lo importante era la convicción de que jamás volverían a ser esclavos.
Cuando los pueblos deciden que son seres humanos y no bestias de carga, surge el genio que ya nadie puede volver a meter en la botella. En los últimos 50 años, muchas personas de este país han luchado una a una o se han agrupado para reivindicar su total humanidad: los afroamericanos, las mujeres, los LGB –y ahora las T–, los discapacitados, los inmigrantes, los indocumentados. Quizá Trumplandia no pueda todavía reconocer nuestra humanidad, pero nosotros sí podemos. Tampoco es posible hacer que eso regrese dentro de la botella.
Es el martes después de las elecciones de 2016. Voy, montada en mi bicicleta, al campus cuando veo una unidad de la policía de San Francisco formada en la calle de Valencia. Entonces, me doy cuenta de que hay una marcha de estudiantes de secundaria bajando por la acera. A medida que me acerco veo que son estudiantes de la escuela media que gritan y llevan pancartas con consignas como “Abajo Trump” y “¡Amor sí, odio no!”. Paro y les digo “Vosotros acabaréis lo que personas como nosotros empezamos”. Ellos aplauden para animarse y darse coraje. Es imposible volver a meterlos en la botella. Tal como al cantante folk Holly Near cantó hace algunas décadas, “Puedes matar a los jóvenes, amigo mío; los jóvenes crecen por todo el mundo”.
Son las 07.45 del viernes después de las elecciones. Estoy entrando en el edificio donde tengo clase a las 08.00. En la puerta, alguien ha puesto un mensaje escrito:
“A todos los afectados por
los resultados de las elecciones:
lamentémonos y después
organicémonos.”
Seguían las señas de dónde podían reunirse los interesados en “debatir abiertamente planes e ideas para eludir los horrorosos resultados de las elecciones”. Ese encuentro, ponía la nota, será desde “las 13.00 hasta que decidamos algo”. Terminaba con esta observación: “Podemos ser el cambio que deseamos, solo tenemos que encarnarlo”. Quizás había algún problema de puntuación en la oración, pero –otra vez– el significado estaba claro. Estos jóvenes son los herederos de todo aquello por lo que mis compañeros y yo habíamos trabajado tanto en nuestra vida.
Un día después de las elecciones mandé algo raro por Facebook: “Bastante malo que le diéramos el mundo 8 años a G.W. Bush. Ahora esto. No habíamos contado con la profundidad del odio y la desesperación en este país. Ahora, levantémonos y volvamos a la tarea. Esta mujer no emigrará”.
Soy una vieja tortillera, un poco baja de forma y propensa a ocasionales terrores nocturnos. Pero soy demasiado vieja y tozuda para ceder mi país a las fuerzas del odio y al deseo nihilista de hacer estallar todo solamente para ver dónde caen los pedazos. He luchado, he organizado y he amado durante demasiado tiempo como para renunciar en este momento. Ni Trump ni quienes van tras él podrán volver a meterme –a ninguno de nosotros– en la botella.
* En ‘castellano’ en el original. (N. del T.)
Rebecca Gordon, colaboradora habitual de TomDispatch, enseña en el departamento de Filosofía de la Universidad de San Francisco. Es autora de American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for Post-9/11 War Crimes (Hot Books, April 2016). Entre sus anteriores abras está Mainstreaming Torture: Ethical Approaches in the Post-9/11 United States and Letters from Nicaragua.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/ | Traducción de Rebelión