Por Mónica González, original para Animal Político
Regeneración 07 de diciembre de 2015.- Cuando aún no amanece, a las cuatro de la mañana, Alicia recorre el mismo camino donde otras mujeres han terminado asesinadas o desaparecidas. En sólo 10 minutos, de su casa a la parada del autobús, y en la espera, se expone a una lista de crímenes: asalto, violación sexual, secuestro o asesinato. Espera en una zona con poco alumbrado público. A esas horas de la madrugada, además, apenas circulan autos.
Alicia, enfermera de oficio, va desde Chalco —municipio donde hay una declaratoria estatal de alerta de género por la violencia contra las mujeres—, hasta un hospital en Santa Fe, una de las zonas más ricas del Distrito Federal.
En un microbús, luego en el Metro y después, en otro autobús, Alicia va en alerta permanente. Invadida por la sensación de acecho. Voltea constantemente a ambos lados para percatarse de que no haya alguien escondido en las esquinas.
Alicia no deja de pensar que todos los días su vida inicia en una ruleta rusa.
Sus vecinos han atestiguado los ataques a las mujeres que viajan solas: un hombre las abraza y las obliga a caminar hasta abordar un automóvil, posteriormente desaparecen o son asesinadas y sus restos tirados en los baldíos.
A veces, para protegerla, su padre la acompaña, pero eso no es suficiente. En cuatro meses Alicia y su padre han sido asaltados tres veces: antes de abordar el microbús y dentro de éste.
La primera vez, los asaltantes subieron al transporte. Alicia llevaba el dinero de la colegiatura de sus estudios de enfermería y lo entregó.
“Casi no podía hablar del coraje. Por eso ahora, si llevo dinero, aparto 40 o 80 pesos en mi monedero y el resto del dinero lo guardo en mi zapato o en el brasier, pero ya se la saben los asaltantes, te meten la mano en donde se pueda si tienen tiempo”.
La segunda vez, Alicia iba acompañada de su padre. Seis encapuchados —entre ellos dos mujeres— subieron al microbús iluminado con luz neón, con armas y machetes. Exigieron celulares, dinero, bolsas, chamarras.
Su papá se negó a entregar el dinero. En ese momento apareció una patrulla y un asaltante obligó al chofer a acelerar. Se bajaron unas cuadras más adelante, cerca de la autopista a Puebla.
“Ya lo tienen bien armado, seguro los policías ya saben, pero si tú miras al techo de los microbuses puedes ver los hoyos cuando se suben echando bala, o cuando matan a alguien porque no les entregó el dinero”.
En el tercer asalto, sobre el camino sin pavimentar, un hombre se les acercó y le pidió a Alicia alejarse de su padre mientras los despojaban de sus pertenencias. Ella estaba paralizada y se dejó revisar. No quería hacer ningún movimiento que pusiera en peligro a su papá. Entregó su celular a un delincuente por tercera ocasión.
“Ya no me compro celulares caros. ¿Para qué? se los van a llevar y luego cuando ven que es baratito hasta se enojan”, dice.
Los criminales han inventado una nueva modalidad de extorsión: se suben dos hombres a decir: “esto no es un asalto pero tienen que cooperar con 10 pesos cada quien”. El usuario gasta 30 pesos diarios en el transporte y además, como si fuera impuesto, debe llevar otros 50 o 60 pesos para pagar por su vida.
La delincuencia organizada tiene presencia en el estado de México con la organización delictiva La Familia Michoacana. En esta entidad, su brazo operativo es la célula delictiva La Empresa, de acuerdo con la PGR. Estas células delictivas son las que le han cambiado la cara al narcotráfico en México, que ya no es necesariamente un grupo de organizaciones que trafica drogas, sino pandillas con gran capacidad para aterrorizar a los ciudadanos. En este caso, a las mujeres, como lo explica María de la Luz Estrada Mendoza Coordinadora del Observatorio Ciudadano Nacional del feminicidio.
“El miedo se traduce en muchas maneras. Las jóvenes tienen miedo de ir a un lugar porque no saben si van a regresar. No es posible que te vayas viva y que regreses restos. Fragmentos”.